Читать книгу Jesucristo, divino y humano - Atilio René Dupertuis - Страница 13
La gran pregunta
ОглавлениеEl Señor Jesús había pasado varios días con sus discípulos junto al lago de Galilea. Mientras estaban allí, los fariseos y los saduceos fueron a tentarle exigiéndole que mostrara alguna señal para autenticar su pretensión de ser el Mesías. Jesús no hizo ninguna señal sino que les dijo que solo se les daría la señal del profeta Jonás. Este incidente afectó el ánimo de los discípulos. Ellos mismos tenían dificultad para poder entender ciertas palabras y actitudes de Jesús. ¿Por qué no hacer el milagro que los religiosos pedían, para satisfacer su curiosidad y, tal vez de esa manera ganar su respeto y apoyo? Pero, en vez de hacerlo, Jesús los llevó al otro lado del Jordán, y los amonestó para que se cuidaran de la levadura de los fariseos y los saduceos.
En su ofuscación, los discípulos no captaron lo que Jesús quiso decirles, por lo cual él los reprochó tiernamente diciéndoles que eran “hombres de poca fe”. Entonces, decidió alejarlos de aquella región de intrigas y sospechas, y llevarlos hacia el norte, a la región de Cesarea de Filipo. Los discípulos iban descorazonados. Notaban creciente hostilidad hacia Jesús de parte de los dirigentes religiosos. Muchos lo habían abandonado ya. Ellos mismos se sentían inseguros. Fue precisamente entonces, cuando estaban pasando por un momento de desánimo, cuando Jesús los confrontó con una pregunta de trascendencia sin igual, algo que ellos debían resolver antes de que otros asuntos pudieran ser resueltos:
“¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mat. 16:13).La pregunta era aparentemente fácil de responder. Ellos escuchaban a diario las opiniones de la gente en cuanto a Jesús, por lo que contestaron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que es Elías; y otros, que es Jeremías o alguno de los profetas” (Mat. 16:14). Es notable que los discípulos hayan sido cuidadosos en sus respuestas. Ellos oían también a la gente expresarse en forma muy negativa de Jesús; por ejemplo: que era glotón, bebedor de vino, amigo de los pecadores (Luc. 7:34), pero nada de eso dijeron o por lo menos, no le habían dado importancia.
Después de escuchar por un momento lo que ellos decían, Jesús les hizo otra pregunta, ya no tan fácil de contestar. Les hizo la pregunta de los siglos: “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” A lo que Pedro respondió: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mat. 16:15, 16). Su respuesta fue sorprendente. Más a tono con su estado de ánimo hubiera sido: “No sabemos, no estamos seguros. ¿Por qué tú no nos lo dices claramente?”
Cuando Pedro articuló esas palabras memorables, Jesús comentó: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos” (Mat. 16:17). Este incidente es muy significativo y quisiera detenerme en tres aspectos fundamentales que se desprenden de él, lo cual será la base de nuestra filosofía en este estudio. En primer lugar, no es suficiente y a la vez es inseguro depender de lo que otros dicen acerca de Jesús. La verdad acerca de quién es él no se encuentra en los comentarios de la gente ni en las expresiones eruditas de los teólogos.
Dos mil años más tarde, si hiciéramos la misma pregunta que hizo Jesús: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”, obtendríamos respuestas muy variadas otra vez. Algunos dirían hoy que era un buen hombre, un maestro ideal, un genio religioso; otros, que era un fanático equivocado. Bajo el rubro de la Teología de la Liberación se oyó decir por un tiempo que Jesús era un revolucionario, que si las condiciones hubieran sido más favorables sin duda habría hecho estallar una revolución en Palestina en favor de los derechos de los pobres y lo oprimidos. No lo hizo porque no era el momento apropiado.
En segundo lugar, Jesús confrontó a los discípulos con la pregunta en forma personal: “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” De igual manera, cada ser humano debe contestar por sí mismo ese interrogante, y la única respuesta que corresponde con la realidad es la que dio Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Ningún concepto de Jesús inferior a este puede ser válido. Lo que dice la gente no es verdad a menos que se reconozca esta verdad fundamental. No solo reconocerla teóricamente, sino también en lo personal. En el fondo del alma, cada ser humano debe responder a la pregunta: “¿Quién es él para ti?” Es un asunto eminentemente personal, no asunto de grupo, de iglesia o de pueblos. En tercer lugar, ¿cómo se sabe que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Cómo lo supo Pedro? Jesús dijo a Pedro que es un asunto de revelación. La confesión de este discípulo no estuvo basada en su propio razonamiento o especulación; había sido una revelación de Dios. Esto es muy crítico. El único lugar donde podemos encontrar la verdad acerca de Jesús es en la Revelación, en la Sagrada Escritura, en el “así dice el Señor”.
Frente a la revelación que encontramos en la Escritura, hay comúnmente tres actitudes posibles. Algunos la niegan, no creen en lo sobrenatural, como lo hemos notado más arriba. Todo se debería al proceso común de las leyes de la naturaleza, de causa y efecto. La Biblia es un libro como cualquier otro libro. Contiene mucho de bueno, mucho de valor, pero no es cualitativamente superior a otros buenos libros que se hayan escrito. Por lo que la Biblia debe ser estudiada como cualquier otro libro, eliminando todo aquello que sugiera algo milagroso o sobrenatural.
Hay quienes aceptan la Biblia como la Palabra de Dios, pero la cuestionan. La estudian a través del filtro de su propio razonamiento humano, de la competencia humana, y eso los lleva a seleccionar aquello que cuadra con sus razonamientos; son muy selectivos en el uso de la Escritura. Finalmente, otra actitud posible es aceptarla porque viene de Dios y entonces tratar de entenderla sometiendo nuestros juicios a su criterio. Aceptar la Biblia como la Palabra de Dios, como la revelación de su voluntad y estar dispuestos a someterse a sus veredictos no es popular hoy, ni aun en el mundo cristiano, pero es el único camino seguro.
En los últimos dos siglos ha habido un desplazamiento visible en la fe, de lo sobrenatural a lo natural, de la fe a la razón. El teólogo contemporáneo David Wells lo expresó muy bien cuando dijo: “En el pasado, la función del teólogo era aclarar, exponer y defender la fe cristiana. Ya no es así. Lo que es más común es que el teólogo cuestione, niegue y dude parte de lo que tradicionalmente se ha enseñado como esencia de la fe” (The Person of Christ, p. 2). Hoy hay mucho interés en la verdad, pero no en la verdad de la Revelación, sino en la verdad que puede ser descubierta, comprobada, manipulada por el hombre, aquella que armoniza con la ciencia y con la cultura. Nosotros confesamos nuestra confianza indivisa en la Escritura como la Palabra de Dios, como su Palabra inspirada, como su revelación.
Al proseguir el estudio de este tema, lo haremos tratando de descubrir la verdad de la Revelación. No quiere decir que podremos entender todo, aclarar todos los misterios, agotar su contenido. Más de una vez será necesario detenernos y confesar que el pozo es hondo y no tenemos con qué sacar el agua (ver Juan 4:11). Pero hay bendición en tratar de descubrir y entender lo que en su sabiduría Dios ha visto a bien revelar. La tarea del que estudia la Biblia no es fácil; es en realidad difícil, es contender con el Todopoderoso, conscientes de que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos. Es tratar de explicar lo inexplicable, de penetrar lo impenetrable: los misterios de Dios. Es una experiencia única, una experiencia sin igual.
Estudiar la Biblia, tratar de entenderla, puede ser una experiencia similar a la que tuvo Jacob aquella noche memorable, cuando estaba por encontrarse con su hermano. Jacob necesitaba encontrarse con Dios. Necesitaba hallar respuestas para los interrogantes de su alma. En esas circunstancias, se presentó un mensajero celestial y se entabló una lucha. Aunque no sabemos todos los pormenores de esa lucha, sí sabemos que Jacob fue vencido; que como resultado de ese encuentro quedó herido ;y cuando le preguntó al mensajero celestial cuál era su nombre, para saber de él, le fue negado. Pero, como bien dijera Tomás de Aquino hace muchos siglos, en aquella lucha Jacob sintió debilidad, una debilidad que a su tiempo era dolorosa y deliciosa, porque ser así derrotado era en realidad una evidencia de que había luchado con un ser divino.
Por eso, al tratar de luchar con la Revelación, con el mensaje que viene de Dios, vamos a ser heridos: tal vez nuestro orgullo, nuestras ambiciones de entender todo, de tener en todo la última palabra. No podremos comprender a Dios en su totalidad. Si pudiéramos, lo perderíamos, habríamos construido un ídolo del tamaño de nuestra mente. Es muy posible que Jacob, después de aquel encuentro con el mensajero divino, supiera en un sentido tanto acerca de Dios como antes, pero ahora lo conocía en otra dimensión, no teológica, sino personal; y ese conocimiento llenó su alma, transformó su corazón, y recién entonces pudo hacer frente a su hermano y a la posibilidad de una vida en paz. Había sido tocado por la mano del Señor; ese es en realidad el objetivo perseguido en este estudio.