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Evidencia indirecta

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Además de los textos que en forma directa atestiguan de la divinidad de Cristo, hay otros pasajes que si bien no lo mencionan en forma tan directa, también corroboran la misma verdad. El Evangelio de Juan registra, por ejemplo, un episodio entre Jesús y los judíos. Jesús había sanado a un paralítico junto al estanque de Betesda, donde solían congregarse los enfermos. El hecho de que Jesús le haya ordenado al hombre sanado que se levantara, tomara su lecho y se fuera molestó profundamente a los judíos porque el milagro fue hecho en sábado, y según sus tradiciones el hombre no debía estar llevando su lecho en ese día. Él respondió que lo hacía en obediencia a quien lo había sanado porque él mismo le había indicado que llevara su lecho. Dice el relato que “los judíos lo perseguían y procuraban matarle, porque hacía esto en el día de reposo” (Juan 5:16). La respuesta de Jesús fue: “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” (vers. 17). Los enfureció a lo sumo. “Por esto los judíos con más ganas procuraban matarlo, porque no solo quebrantaba el día de reposo sino que, además, decía que Dios mismo era su Padre, con lo cual se hacía igual a Dios” (vers. 18).

¿Por qué las palabras de Jesús “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” enfurecieron tanto a los judíos? ¿Por qué vieron que con esas palabras se hacía igual a Dios? Según las tradiciones que habían desarrollado, Dios era el único que podía trabajar en sábado, y además debía hacerlo, porque él mantenía en su lugar la complejidad del universo. Además, a veces llovía el día sábado, y Dios es quien manda la lluvia; niños nacían en sábado, y Dios es quien abre la matriz; personas morían en sábado, y Dios es quien da la vida y quien la quita. Por eso, cuando Jesús afirmó que él trabajaba por la misma razón que su Padre lo hacía, ellos vieron claramente que se hacía igual a Dios. Aunque la evidencia aquí es, en un sentido, indirecta, es sumamente clara. Jesús quiso que los judíos entendieran precisamente eso, su procedencia divina. Si lo hubieran entendido mal, él muy fácilmente podría haberlo aclarado; pero no, habían entendido bien. Mencionaremos, sin mucho comentario, otros pasajes que afirman lo mismo.

La autoridad de su persona: “Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mat. 7:29). Los profetas, como mensajeros de Dios, hablaban con autoridad, pero con frecuencia expresaban la Fuente de su autoridad, al decir: “Vino a mí la palabra del Señor”, o “Así ha dicho el Señor”. Pero a diferencia de los profetas, la autoridad de Jesús era inmediata, no derivada. Él podía decir: “Han oído que se dijo a los antiguos […]. Pero yo les digo” (Mat. 5:21, 22). “Pero si bien sus modales eran amables y sencillos, impresionaba a los hombres con una sensación de poder escondido que no podía ocultarse totalmente” (E. G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 111).

Su autoridad sobre el sábado: La manera en que Jesús se relacionó con el sábado revela mucho cuando se trata de entender su identidad. La santidad y la permanencia del sábado como día de reposo están claramente establecidas en la Biblia. Al finalizar la semana de la Creación, “Dios bendijo el día séptimo, y lo santificó” (Gén. 2:3). También, en el Sinaí, cuando Dios dio la Ley al pueblo de Israel poco tiempo después de que salió de la esclavitud en Egipto, quedó para siempre registrado: “Te acordarás del día de reposo, y lo santificarás” (Éxo. 20:8). Es muy claro que el sábado fue instituido por Dios. Por lo tanto, solo Dios tiene la autoridad para abrogarlo o modificar sus obligaciones; solo él tiene autoridad sobre su creación. Cierto día, al ser criticado por los fariseos porque sus discípulos recogieron espigas en el día de sábado al pasar por un sembradío, Jesús se defendió con las palabras bien conocidas: “El día de reposo se hizo por causa del género humano, y no el género humano por causa del día de reposo. De modo que el Hijo del hombre es también Señor del día de reposo” (Mar. 2:27, 28). Es que en tiempos de Jesús el sábado había dejado de ser “santo y glorioso del Señor” (Isa. 58: 13), y se había convertido en una carga con innumerables reglamentos de cómo debía guardarse, qué podía hacerse y qué estaba prohibido.

Recibe adoración: Los evangelios registran ocasiones en que alguien adoró a Jesús, ante lo cual él guardó silencio, no lo impidió (ver, p. ej.: Mat. 28:9). La Escritura es clara al afirmar que solo Dios es digno de adoración. El libro de los Hechos registra, por ejemplo, la historia de Cornelio, el centurión romano, que instruido por una visión celestial, mandó a buscar a Pedro para que le hablase del evangelio. Cuando Pedro llegó a su casa, Cornelio no pudo contenerse y se postró a sus pies para adorarlo, pero Pedro no se lo permitió; lo reprendió cortésmente diciendo: “Levántate. Yo mismo soy un hombre, como tú” (Hech. 10:26). Durante su primer viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Listra acompañado por Bernabé; allí fue sanado un paralítico. Al ser testigos de esta maravilla, los habitantes de la ciudad se entusiasmaron y quisieron rendirles culto. La reacción de Pablo y de Bernabé fue inmediata y decidida: rasgaron sus ropas en señal de desaprobación y corrieron ante la multitud para detenerlos, diciendo: “Nosotros somos unos simples mortales, lo mismo que ustedes” (Hech. 14:15).

El apóstol Juan relata un incidente interesante que ocurrió durante su estadía en la isla de Patmos. Recibió la visita de un ángel del Señor y Juan se dispuso a adorarlo. Dice el discípulo amado: “Yo me postré a sus pies para adorarlo, pero él me dijo: ‘¡No hagas eso! Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios’ ” (Apoc. 19:10). Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, el señor Jesús recibió la visita del tentador, quien en un momento le ofreció todos los reinos del mundo si lo adoraba. Jesús le respondió: “Vete, Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás’ ” (Mat. 4:10). Así pues, es claro que el hecho de que Jesús aceptara adoración es una evidencia clara de su divinidad.

Sus requerimientos: La misión de los profetas y los apóstoles fue ayudar a la gente a elevar su mirada a Dios para que pusieran su fe exclusivamente en él. Eran solo instrumentos que con frecuencia confesaban sus limitaciones; el apóstol Pablo exclamó en cierta oportunidad: “Tenemos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor. 4:7). Por otro lado, Jesús, sin tener jamás que confesar alguna limitación, instó a sus oyentes a creer en él de la misma manera que creían en Dios: “No se turbe vuestro corazón. Ustedes creen en Dios; crean también en mí” (Juan 14:1). A las entristecidas hermanas de Lázaro, les dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (11:25).

Sus afirmaciones: Aunque los evangelios no registran ninguna ocasión en que Jesús haya dicho: “Yo soy Dios”, él hizo afirmaciones que serían totalmente inadmisibles si provinieran de alguien que no fuera Dios. La Biblia habla de “los mandamientos de Dios” (Apoc. 14:12), y Jesús se refirió a ellos como “mis mandamientos” (Juan 14:15). Habla de “los ángeles de Dios” (Luc. 15:10) y del “reino de Dios” (Rom. 14:17), y Jesús dijo: “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino [...]” (Mat. 13:41). Los ángeles de Dios y el Reino de Dios son los ángeles de Jesús y el Reino de Jesús.

Su relación única con el Padre: Los judíos quedaron atónitos cierto día cuando escucharon a Jesús decir: “El Padre y yo somos uno” (Juan 10:30). La blasfemia fue tan grande, según ellos, que Jesús se había hecho merecedor de la muerte, y ahí mismo comenzaron a recoger piedras para arrojarlas contra el irreverente profeta. Cuando Jesús les preguntó cuál era la causa de tal enojo, le respondieron: “No te apedreamos por ninguna buena obra, sino por la blasfemia; porque tú eres hombre, pero te haces Dios” (vers. 33). Lo notable es que Jesús no se disculpó, no les dijo: “Me entendieron mal; yo no quise decir eso”. Lo único fuera de lugar fue la reacción de ellos. En otra ocasión, Jesús afirmó que el que guardara su palabra no vería la muerte (8:51). Otra vez los judíos se ofendieron y señalaron a Abraham, el venerado padre de la nación judía, el amigo de Dios, quien al igual que los profetas había muerto, y le preguntaron si él se creía mayor que Abraham. Jesús les contestó: “Abraham, el padre de ustedes, se alegró al saber que vería mi día. Y lo vio, y se alegró” (vers. 56). La respuesta de Jesús los dejó aún más ofuscados; él no tenía aún cincuenta años, observaron, y el patriarca había vivido hacía un par de milenios, a lo que Jesús respondió: “De cierto, de cierto les digo: Antes de que Abraham fuera, yo soy” (vers. 58).

Es interesante notar que el idioma griego usa dos verbos diferentes en este versículo: antes de que Abraham fuera; es decir, antes de que él viniera a la existencia (el verbo es ginomai, que significa llegar a ser). Pero cuando Jesús dice: “Yo soy”, el verbo es eimi, que significa ser. En otras palabras: “Antes de que Abraham existiera, yo ya era”. La misma combinación de verbos se encuentra en la Septuaginta, una traducción del hebreo al griego: “Antes que naciesen [ginomai] los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres [eimi] Dios” (Salm. 90:2). Habla de la eternidad de Dios en contraste con el mundo natural, que fue creado. Este texto nos ayuda a entender las palabras de Jesús: “Antes que Abraham fuera, yo soy”. Leon Morris, un destacado erudito del Nuevo Testamento, comenta al respecto: “Juan comenzó su Evangelio al hablar de la preexistencia de la Palabra. Esta afirmación no va más allá de eso, no podría; sin embargo, resalta el significado de [su] preexistencia en la forma más notable” (The Gospel According to John, p. 473).

Juan 8:58 no es un texto fácil de interpretar; prueba de ello es la diversidad de interpretaciones que se han ofrecido. Una regla elemental de hermenéutica al estudiar un texto es tratar de descubrir lo que entendió la gente en el contexto original. Obviamente, para los judíos, lo que dijo Jesús era una blasfemia porque intentaron otra vez apedrearlo, pero Jesús “salió del templo” (Juan 8:59). La Traducción del Nuevo Mundo, de los Testigos de Jehová, quienes niegan la eternidad de Jesús, traduce este texto así: “Antes que Abraham fuese, yo he sido”, como si fuera un pretérito perfecto, para lo cual no hay ninguna justificación gramatical, porque el tiempo del verbo en el original es presente, y debe ser traducido “Yo soy”.

Su poder de hacer milagros: Si bien es cierto, el Señor Jesús en su misión terrenal no hacía milagros en beneficio propio, tenía el poder de hacerlos, y hay mucha evidencia en los evangelios de que en ciertos momentos los hizo. Dio vista a los ciegos, sanó a personas flageladas por la lepra, resucitó muertos, calmó tormentas. Con respecto al primer milagro de Jesús que registra la Escritura, cuando transformó el agua en vino en las bodas de Caná, dice el apóstol: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). En ese milagro, el Señor manifestó su gloria y lo hizo por sus discípulos, quienes creyeron en él.

En otra oportunidad, mientras enseñaba en una casa, algunos hombres trajeron a su presencia a un paralítico con la esperanza de que lo sanara. El Señor Jesús, movido por la misericordia y percibiendo cuál era la necesidad real del enfermo, le dijo: “Hijo, los pecados te son perdonados” (Mar. 2:5). Estas palabras de Jesús irritaron a ciertos escribas que estaban en la audiencia y que cavilaban en sus corazones: “¿Qué es lo que dice este? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados? ¡Nadie sino Dios!” (vers. 7). El relato dice:

“Enseguida Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, así que les preguntó: ‘¿Qué es lo que cavilan en su corazón? ¿Qué es más fácil? ¿Que le diga al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o que le diga: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados’, este le dice al paralítico: ‘Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa’ ”. Enseguida el paralítico se levantó (vers. 8-12).

Su vida inmaculada: La vida pura y sencilla del Hijo de Dios contrastaba incómodamente con el formalismo y la hipocresía del ambiente que lo rodeaba. Lucía como un blanco lirio en el fango. Comenta Elena de White: “No fue simplemente la ausencia de gloria externa en la vida de Jesús lo que indujo a los judíos a rechazarlo. Era él la personificación de la pureza, y ellos eran impuros. Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada” (El Deseado de todas las gentes, p. 210).

Jesucristo, divino y humano

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