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La humanidad de Jesús

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Así como la Escritura afirma en forma definitiva la divinidad de Jesús, de igual manera afirma su verdadera humanidad, porque él era verdaderamente hombre. “También él era de carne y hueso” (Heb. 2:14), como el resto de los hombres. Era “semejante a sus hermanos en todo”, excepto en el pecado.

Su vida terrenal fue genuinamente humana. Fue concebido en forma sobrenatural por obra del Espíritu Santo, pero nació como nacen todos los niños. Nació cuando se cumplieron los días del embarazo de María (Luc. 2:6). Además, Jesús creció de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Lucas menciona dos veces que el niño crecía (vers. 40, 52) y que durante su niñez estaba sujeto a sus padres (vers. 51). Asistía regularmente a los servicios religiosos (4:16); oraba en privado, a veces durante noches enteras (6: 12); y comía con quienes lo invitaban (Mat. 9:10). A veces hacía preguntas, no en forma retórica, como suele hacer un maestro como parte de su metodología pedagógica, sino como deseando obtener información. “¿Desde cuándo le sucede esto?” (Mar. 9:21), le preguntó al padre de un joven que estaba enfermo. No había algo “anormal” en Jesús: comía como los otros hombres, lloraba a veces y amaba. Aún los discípulos que tuvieron el privilegio de convivir con él y acompañarlo en su ministerio fueron impresionados más por lo que hacía que por su apariencia personal; se parecía a un hombre común.

Los evangelios lo presentan, además, como poseyendo toda la gama de emociones y necesidades de un hombre normal. “Jesús tuvo compasión de él” (Mar. 1:41); “Jesús los miró con enojo” (3:5); “Jesús se indignó” (10:14); “En ese momento, Jesús se regocijó” (Luc. 10:21); “Siento en el alma una tristeza de muerte” (Mat. 26:38); “Cuando Jesús volvió a la ciudad por la mañana, tuvo hambre” (21:18); “Jesús estaba cansado del camino” (Juan 4:6); “Tengo sed” (19:28). Su vida terrenal fue genuinamente humana. Era verdaderamente hombre.

No tenemos información alguna en la Biblia de su aspecto físico. Evidentemente, no había nada en él que llamara la atención; se había despojado de su gloria al venir a vivir entre los hombres. Como dijera el filósofo Kierkegaard hace 150 años, si alguien se cruzaba con Jesús en la calle, nunca iba a decir: “Ahí va el Dios encarnado”. Era un hombre entre los hombres. Contrariamente a ciertas impresiones que algunos han tratado de proyectar acerca de Jesús: débil y pálido, los evangelios dan la idea de que Jesús era fuerte y saludable, y llevaba un programa de trabajo que pocos podrían soportar. Caminaba largas distancias bajo todo tipo de climas. Entre Capernaúm y Jerusalén había por lo menos 120 kilómetros, y Jesús recorrió esa distancia varias veces. Solía pasar la noche orando y temprano por la mañana salía a cumplir su misión. No hay ninguna evidencia en los evangelios de que haya estado enfermo. El profeta Isaías se había referido proféticamente al Mesías diciendo: “No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que más lo deseemos” (Isa. 53:2).

Estas palabras no significan que la persona de Cristo fuera repulsiva. Ante los ojos de los judíos, Cristo no tenía belleza para que ellos lo desearan. Buscaban un Mesías que viniera con ostentación externa y gloria terrenal; que hiciera grandes cosas para la nación judía; que la ensalzara sobre toda otra nación de la Tierra. Pero Cristo vino con su divinidad oculta por la vestimenta de la humanidad: modesto, humilde, pobre (Comentario bíblico adventista, t. 7A, p. 1.169).

Jesucristo, divino y humano

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