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EL CÓDIGO DEL AMOR NEURONAL7

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En 1994, Stephen Porges, investigador de la Universidad de Maryland en la época en que empezamos nuestra investigación de la VRC que actualmente trabaja en la Universidad de Nueva Carolina, introdujo la teoría polivagal, basada en las observaciones de Darwin, y añadió otros ciento cuarenta años de descubrimientos científicos a aquellos primeros conocimientos («polivagal» se refiere a las diferentes ramas del nervio vago –el «nervio neumogástrico» de Darwin– que conecta varios órganos, incluyendo el cerebro, los pulmones, el corazón, el estómago y los intestinos). La teoría polivagal nos permitió comprender con mayor sofisticación la biología de la seguridad y del peligro, basada en la sutil interrelación entre las experiencias viscerales de nuestro propio cuerpo y las voces y los rostros de las personas que nos rodean. Explicaba por qué un rostro amable o un tono de voz relajante pueden alterar drásticamente cómo nos sentimos. Aclaraba por qué saber que somos vistos y escuchados por las personas importantes de nuestra vida puede hacernos sentir tranquilos y seguros, y por qué ser ignorado o dejado de lado puede precipitar reacciones de rabia o el colapso mental. Nos ayudó a comprender por qué estar en sintonía con otra persona puede sacarnos de un estado de desorganización y miedo.8

En resumidas cuentas, la teoría de Porges nos hizo mirar más allá de los efectos de lucha o huida y poner las relaciones sociales delante y en el centro de nuestro conocimiento sobre el trauma. También sugería nuevos enfoques sobre la curación centrados en reforzar el sistema corporal que regula la activación.

Los seres humanos están sorprendentemente sintonizados con los cambios emocionales sutiles de las personas (y animales) que tienen alrededor. Ligeros cambios en la tensión de una ceja, arrugas en torno a los ojos, los labios curvados y el ángulo del cuello rápidamente nos indican si alguien está cómodo, si desconfía, si está relajado o asustado.9 Nuestras neuronas espejo registran su experiencia interior, y nuestro cuerpo realiza ajustes internos en función de lo que percibimos. Así, los músculos de nuestro rostro dan pistas a los demás sobre si estamos tranquilos o emocionados, si tenemos el corazón acelerado o tranquilo y si estamos a punto de abalanzarnos sobre ellos o de salir corriendo. Cuando el mensaje que recibimos de la otra persona es «Conmigo estás seguro», nos relajamos. Si somos afortunados en nuestras relaciones, también nos sentimos alimentados, apoyados y restaurados cuando miramos el rostro y los ojos de la otra persona.

Nuestra cultura nos enseña a centrarnos en la unicidad personal, pero a un nivel más profundo prácticamente no existimos como organismos individuales. Nuestros cerebros están diseñados para ayudarnos a funcionar como miembros de una tribu. Formamos parte de esa tribu incluso cuando estamos solos, ya sea escuchando música (que otra gente ha creado), mirando un partido de baloncesto por la televisión (y nuestros músculos se tensan cuando los jugadores corren y saltan) o preparando una hoja de cálculo para una reunión de ventas (anticipando las reacciones de nuestro jefe). Dedicamos la mayor parte de nuestra energía a conectar con los demás.

Si miramos más allá de la lista de síntomas específicos incluidos en los diagnósticos psiquiátricos formales, encontramos que casi todo el sufrimiento mental implica o bien problemas en crear relaciones que funcionen y sean satisfactorias o dificultades en regular la activación (como pasa cuando habitualmente nos enfadamos, nos bloqueamos, nos sobreexcitamos o nos desorganizamos). Generalmente, es una combinación de ambas cosas. En enfoque médico estándar de intentar descubrir el fármaco adecuado para tratar un «trastorno» concreto suele distraernos de tratar de resolver la interferencia de nuestros problemas con nuestro funcionamiento como miembros de nuestra tribu.

El cuerpo lleva la cuenta

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