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CAPÍTULO 6

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PERDER NUESTRO CUERPO,

PERDERNOS A NOSOTROS MISMOS

Sé paciente con todo lo que está por resolver en tu corazón e intenta amar tus propias preguntas… Vive las preguntas ahora. Quizás poco a poco, sin darte cuenta, irás acercándote algún día lejano hacia la respuesta.

–Rainer Maria Rilke, Letters to a Young Poet

Sherry entró en mi consulta con los hombros caídos y la barbilla prácticamente tocándole el pecho. Antes incluso de pronunciar ni una palabra, su cuerpo me estaba indicando que tenía miedo de enfrentarse al mundo. También observé que sus mangas largas cubrían solo parcialmente las costras que tenía en los antebrazos. Después de sentarse, me dijo en un tono monótono y estridente que no podía dejar de pellizcarse la piel de los brazos y el pecho hasta sangrar.

Según los recuerdos más antiguos de Sherry, su madre había estado al frente de un hogar de acogida, y su casa solía estar repleta de hasta un máximo de quince niños extraños, disruptivos, atemorizados y atemorizantes que desaparecían en cuanto llegaban. Sherry había crecido cuidando a esos niños transitorios, sintiendo que no había espacio para ella y sus necesidades. «Sé que yo no fui deseada –me dijo–. No estoy segura de cuándo me di cuenta de eso por primera vez, pero he pensado en cosas que mi madre me dijo, y las señales siempre estuvieron allí. Me decía: “Sabes, no creo que pertenezcas a esta familia. Creo que nos dieron a una hija equivocada”. Y me lo decía con una sonrisa en el rostro. Pero claro, la gente suele fingir que bromea cuando dice algo en serio».

Con los años, nuestro equipo de investigación ha comprobado repetidamente que el maltrato emocional y el abandono crónico pueden ser igual de devastadores que el abuso físico y sexual.1 Sherry resultó ser un ejemplo viviente de estos hallazgos: que no te vean, que no te conozcan y no tener adónde ir para sentirte seguro es devastador a cualquier edad, pero es particularmente destructivo en los niños pequeños, que aún siguen buscando su sitio en el mundo.

Sherry se había graduado de la universidad, pero ahora tenía un aburrido trabajo en una oficina, vivía sola con sus gatos y no tenía amigos cercanos. Cuando le pregunté sobre los hombres, me dijo que su única «relación» había sido con un hombre que la secuestró en unas vacaciones de la universidad en Florida. La mantuvo cautiva y la violó repetidamente durante cinco días consecutivos. Recordaba haber permanecido encogida, aterrorizada y paralizada casi todo ese tiempo, hasta que se dio cuenta de que podía intentar escapar. Escapó simplemente caminando mientras él estaba en el baño. Cuando llamó a su madre para que la fuera a buscar, su madre se negó a responder la llamada. Sherry finalmente pudo llegar a casa con la ayuda de un centro para víctimas de violencia doméstica.

Sherry me dijo que había empezado a pellizcarse la piel porque le aportaba cierto alivio frente a su paralización. Las sensaciones físicas la hacían sentir más viva pero también profundamente avergonzada (sabía que era adicta a estas acciones pero no podía dejar de hacerlas). Había consultado a varios profesionales de la salud mental antes que a mí y le habían preguntado repetidamente sobre su «comportamiento suicida». También había sido sometida a una hospitalización involuntaria por parte de un psiquiatra que se negó a tratarla a menos que le prometiera que no volvería a pellizcarse la piel de nuevo. Sin embargo, según mi experiencia, los pacientes que se practican cortes o que se pellizcan la piel como Sherry, raras veces son suicidas; simplemente intentan hacer algo para sentirse mejor del único modo que saben.

Es un concepto difícil de entender para mucha gente. Como comenté en el capítulo anterior, la respuesta más habitual a la angustia es buscar a personas que nos gustan y en las que confiamos para que nos ayuden y nos den el valor de seguir adelante. También podemos calmarnos realizando una actividad física como ir en bicicleta o ir al gimnasio. Empezamos a aprender estas maneras de regular nuestros sentimientos desde el primer momento que alguien nos alimenta cuando tenemos hambre, nos tapa cuando tenemos frío o nos mece cuando nos hemos hecho daño o tenemos miedo.

Pero si nadie te ha mirado nunca con amor ni te ha dedicado una sonrisa al verte; o si nadie ha corrido a ayudarte (y en lugar de eso te ha dicho «Deja de llorar», o «Ya te daré yo motivos para llorar»), entonces debes descubrir otras maneras de cuidar de ti mismo. Es probable que experimentes con cualquier cosa (drogas, alcohol, bulimia o cortes) que te aporte algún tipo de alivio.

Aunque Sherry acudía obedientemente a cada visita y respondía a mis preguntas con gran sinceridad, yo no sentía que tuviéramos el tipo de conexión vital que es necesaria para que la terapia funcione. Le sugerí que viera a Liz, una terapeuta masajista con la que yo había trabajado anteriormente. Durante la primera visita, Liz colocó a Sherry en la camilla de masajes, y luego se puso al extremo de la camilla sujetando suavemente los pies de Sherry. Allí echada con los ojos cerrados, Sherry de repente se puso a gritar en pánico: «¿Dónde estás?». De algún modo, Sherry había perdido la pista de Liz, aunque Liz estaba justo allí, sujetando con las manos los pies de Sherry.

Sherry fue una de las primeras pacientes que me enseñaron la extrema desconexión del cuerpo que experimentan tantas personas con historias de traumas y de abandono. Descubrí que mi formación profesional, centrada en la comprensión y en la percepción, había pasado por alto la importancia del cuerpo vivo y que respira, el fundamento de nuestro yo. Sherry sabía que pellizcarse la piel era algo destructivo y que tenía que ver con el abandono de su madre, pero comprender el origen del impulso no le ayudaba a controlarlo.

El cuerpo lleva la cuenta

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