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TRES NIVELES DE SEGURIDAD

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Tras el trauma, experimentamos el mundo con un sistema nervioso diferente, en el que la percepción del riesgo y de la seguridad está alterada. Porges acuñó la palabra «neurocepción» para describir la capacidad de evaluar el peligro y la seguridad relativos en nuestro entorno. Cuando intentamos ayudar a las personas con una neurocepción defectuosa, el principal reto es encontrar formas de poner a cero su fisiología, para que sus mecanismos de supervivencia dejen de funcionar en su contra. Esto significa ayudarles a responder adecuadamente al peligro pero, incluso más que eso, a recuperar la capacidad de sentir la seguridad, la relajación y una reciprocidad verdadera.

He entrevistado extensamente y he tratado a seis personas que sobrevivieron a accidentes aéreos. Dos dijeron haber perdido la conciencia durante el accidente; aunque no tenían heridas físicas, se colapsaron mentalmente. Dos entraron en estado de pánico y permanecieron alterados hasta mucho después del inicio del tratamiento. Dos permanecieron tranquilos y fueron capaces de ayudar a evacuar a otros pasajeros de los restos del avión en llamas. He encontrado respuestas similares en supervivientes de violaciones, accidentes de tráfico y torturas. En el capítulo anterior, vimos las reacciones radicalmente diferentes de Stan y Ute al revivir el accidente que sufrieron en la autopista, uno al lado del otro. ¿Qué representa este espectro de respuestas (centrado, colapsado o agitado)?

La teoría de Porges ofrece una explicación: el sistema nervioso autónomo regula tres estados fisiológicos fundamentales. El nivel de seguridad determina cuál de ellos se activa en qué momento concreto. Cuando nos sentimos amenazados, instintivamente pasamos al primer nivel, la interacción social. Pedimos ayuda, apoyo y consuelo a las personas que nos rodean. Pero si no acude nadie en nuestra ayuda, o estamos ante un peligro inmediato, el organismo pasa a un modo de supervivencia más primitivo: luchar o escapar. Luchamos contra nuestro atacante, o corremos a un lugar seguro. Sin embargo, si esto falla (no podemos escapar, estamos retenidos o atrapados) el organismo intenta preservarse bloqueándose o gastando el mínimo de energía posible). Es cuando estamos en estado de paralización o de colapso.

Aquí es donde entra en juego el nervio vago con sus diferentes ramas, y describiré brevemente su anatomía porque es fundamental para comprender cómo manejamos el trauma. El sistema de interacción social depende de los nervios que se originan en los centros regulatorios del tronco cerebral, básicamente el vago (conocido también como décimo nervio craneal) junto con los nervios adyacentes que activan los músculos del rostro, la garganta, el oído medio y la laringe. Cuando el «complejo vagal ventral» (CVV) dirige la función, sonreímos cuando los demás nos sonríen, asentimos con la cabeza cuando estamos de acuerdo y fruncimos el cejo cuando los amigos nos cuentan sus desventuras. Cuando el CVV está activado, también manda señales al corazón y a los pulmones, reduciendo el ritmo cardiaco y aumentando la profundidad de la respiración. Como resultado de ello, nos sentimos tranquilos y relajados, centrados, o agradablemente activados.


El nervio vago con sus múltiples ramas. El nervio vago (al que Darwin llamaba «nervio neumogástrico») registra las penas y los sentimientos dolorosos. Cuando una persona siente cierto malestar, la garganta se le seca, la voz se tensa, el corazón se acelera y la respiración se vuelve rápida y superficial.


Tres respuestas ante la amenaza.

1. El sistema de interacción social: un mono alarmado señala el peligro y pide ayuda. CVV.

2. Lucha o huida: enseña los dientes, el rostro de la rabia y el terror. SNS.

3. Colapso: el cuerpo detecta la derrota y se retira. CVD.

Cualquier amenaza a nuestra seguridad o a las conexiones sociales desencadena cambios en las áreas enervadas por el CVV. Cuando sucede algo angustiante, automáticamente nuestras expresiones faciales y tono de voz denotan nuestra preocupación, y estos cambios sirven para pedir a otros que vengan a ayudarnos.11 Sin embargo, si nadie responde a nuestra petición de ayuda, la amenaza aumenta y el cerebro límbico más antiguo entra en acción. El sistema nervioso simpático toma el control, movilizando músculos, corazón y pulmones para luchar o escapar.12 Nuestra voz se acelera y se vuelve más estridente y nuestro corazón empieza a bombear más deprisa. Si hay un perro en la habitación, se moverá y gruñirá, porque podrá oler la activación de nuestras glándulas sudoríparas.

Finalmente, si no existe escapatoria, y no podemos hacer nada para detener lo inevitable, activaremos el sistema de emergencia definitivo: el complejo vagal dorsal (CVD). Este sistema llega debajo del diafragma hasta el estómago, los riñones y los intestinos, y reduce drásticamente el metabolismo de todo el cuerpo. El ritmo cardiaco se reduce (notamos como «cae» el corazón), no podemos respirar, y los intestinos dejan de funcionar o se vacían (literalmente «se cagan de miedo»). Este es el punto en el que nos desactivamos, nos colapsamos y nos paralizamos.

El cuerpo lleva la cuenta

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