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Traducir

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Traducía a mano, con lapicera de tinta negra, en un cuaderno escolar, bajo una lámpara silenciosa y cristalina, en las noches de insomnio, con el cuerpo detenido entre las lenguas. Cansado. Incansable. Como si pasar de un idioma a otro no afectara la imperturbable atmósfera del silencio. Traducía, solo para mí, a Cesare Pavese. Conocía algunos de sus textos en castellano desde la adolescencia, así como algunos de sus tormentos, sus desengaños amorosos, el asma atroz, su frágil comunismo y la promesa cumplida del suicidio. Y solía repetir de memoria aquella cita trágica pronunciada en el último instante: “Todo esto da asco. No más palabras. Un gesto. No escribiré más”. Comencé por algunas páginas de Il mestiere di vivere –su diario iniciado en octubre de 1935 y acabado, con su propia vida, en 1950–. Busqué, entonces, aquella repetida frase final: “Tutto questo fa schifo. Non parole. Un gesto. Non scriverò più”. Noté, enseguida, la diferencia de espesor entre “asco” y “schifo”; la diferencia de densidad entre “no más palabras” y “non parole” y la asimetría intraducible de los gestos. Los gestos, en medio de tantas palabras. La gestualidad italiana. Leía y traducía que un gesto no debería ser una venganza sino una renuncia serena, un acto íntimo y rítmico. Traducía mientras aprendía a balbucear la lengua italiana, exhalando un soplo indiscreto dividido en dos desiguales trayectorias: la travesía de Pavese, inexpugnablemente dura, y la mía, tímida, al descubierto, animada, torpe y extenuada. La traducción como un gesto de amor. También de silencio, de recomienzo, de dolor. En fin, El oficio de vivir.

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