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Tristezas

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En una esquina de la habitación, la gata persa gris de veintiún años, seis meses y trece días, está durmiendo. Hace días que yace así pero, en verdad, no duerme: está abandonándose, perdiendo toda posibilidad de seguir siendo testigo de las luces y las sombras. Solía jugar con la brisa que atravesaba una planta maltrecha; una vez escapó por los techos y regresó como si hubiera presenciado la atrocidad del universo, amaneció en el cuello de su dueña y miró un punto fijo todas las mañanas durante dos décadas. Ahora se despide, desatenta, sin sonidos, sin alertas. Justo hoy, que acaban de anunciar la muerte del expresidente y que desfilan atónitos niños, jóvenes y ancianos en un cortejo de amarga cofradía; hoy, cuando se siente la desazón de miles de desconocidos, habrá que buscar un sitio para la eutanasia. Ella está en su jaula azul, no se queja, está inerte. Al fin, la sala lúgubre, el deslizamiento definitivo hacia la muerte. La gata lo sabía y allí, en una sala helada, apoya su cabeza sobre la mano de su dueña para acercarse al último sueño. Donde nació, sucumbe. Porque hoy, cuando la gata muere, la mujer siente que echará de menos la complicidad de su silencio y que perderá definitivamente la posibilidad de recordar un nombre sin tristeza. Y llora, inconsolable, por su gata y también por el expresidente.

De haberlo escrito antes

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