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Sábados
ОглавлениеMi abuela Elena tenía olor a sábados. A sábados, a papas y a estepa. Para pronunciar su idioma nuevo escribía un diario que ocultó hasta su partida. En su escritura cabíamos todos, como transeúntes o barullos de una vida siempre más sola. Conozco parte de mi infancia porque leo que un veintitrés de agosto rompí una enorme maceta con una pelota minúscula, porque un nueve de setiembre conversé toda una tarde con la tortuga Jacinta y porque un cuatro de marzo temblé con mi primera pesadilla. Un mal día, mi madre derramó en mí su muerte –como toda muerte, indeseable, impuntual, descabellada– y cualquier ideal de fortaleza quedó desvanecido, pulverizado. Mi abuelo Gregorio no sobrevivió demasiado. Solo una vez, después de Elena, conversé con él, ya en su silla de ruedas. Era un hombre que parecía no sentir nada, hasta que lo sintió todo de repente. Sus ojos secos se transformaron en glaciares y solo entonces tuvo ojos claros. En el fondo de la casa estaba su taller de sastre: de ahí venía el rumor constante de máquinas, tijeras, bordados y, quizá, una repetida y necesaria borrachera, como si de allí naciera un río helado de costuras, remiendos y trajes desahuciados, sin época. Murieron con diferencia de días, porque todo largo amor así lo requiere. Y yo escribo este recuerdo porque no hay más remedio. Y porque, de otro modo, me moriría de sed al olvidarlo.