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Uno / Palabras indicativas1

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Querida María, quiero hablarte en voz bajita; por todas partes hay demasiado ruido.

Una de estas noches tuve un sueño atropellado en el que sucedían muchísimas cosas, y lo único claro era que todas convergían y me conducían a un punto de máximo peligro.

Me gustaría anteponer a estas páginas una pregunta tuya: la Orientación Lacaniana del psicoanálisis (así, con mayúsculas), ¿es acaso diferente de otras enseñanzas lacanianas?

Voy a responder por mí; me parece que sí.

Intentaré dar cuenta de lo que digo con mi escritura.

¿Por qué me involucré en la Orientación milleriana hace muchos años, como analizante y como practicante? Ya sabía que se puede ser practicante de muy diversas prácticas bajo el nombre de psicoanálisis.

Más tarde iba a saber que cada analista, efecto de una transmisión, debe reinventar el psicoanálisis; no puede ser de otro modo, para bien o para mal.

El acto pasa por uno, por lo que del analista resuena con el psicoanálisis.

Identificaba diferentes voces; hubo hitos que me permitieron anhelar la creación de la escuela que amanecía amalgamada por la enseñanza de Jacques-Alain Miller.

Ninguna idea actual de lo escolar te acercaría al concepto de Escuela de Lacan, a menos que lo conviertas en “decolar”2 o “despegar” (sí, sí, como los aviones), pues debe despegarse de algo parecido a un sindicato o a un gremio o a una mutual.

El psicoanálisis es un discurso diferente, una forma de lazo que exige algo más que una enseñanza teórica; su práctica abre en lo que se dice una dimensión tal que quienes lo practicamos debimos antes encontrarnos en ella como analizantes.

Tendré ocasión de hablarte de estas y muchas otras cosas, María, pero hoy todas ellas han quedado ligadas al descubrimiento –terriblemente tardío e interesante– de que nací en Argentina, de que Argentina es América, de que esta América del Sur no es Europa, de que ser hija de españoles no es, sin más, ser hija de europeos, de que eso tiene consecuencias, unas favorables, otras indeseadas. Reconozco haber sido –desde mis lecturas de la pubertad– una argentina que amaba la Europa de los libros, la Europa admirable; de la otra sabía poco.

Siempre amé, palpité, caminé, elegí Buenos Aires, la ciudad donde nací. Sin embargo, las resonancias que necesitaba no me venían de aquí. Necesitaba irme.

La ortodoxia católica en la que crecí me dejaba libre el ancho campo de la literatura y un poco más, donde me sumergía de modo que podía ignorar la trama difícil que se tejía ahí afuera, a un paso de mí; si bien leía la literatura argentina, nunca supe leer en clave que no fuera poética. Yo soñaba; ni la historia nacional que aprendí en la escuela, ni la política pudieron retenerme.

En la primaria estatal había convivido con el ascenso del peronismo; la clase obrera, cuyas luchas habían empezado antes, ingresaba a la historia nacional, pero mi padre iba a tener un lugar destacado en las paritarias del lado de la patronal. El secundario estatal, en cambio, transcurrió durante los años en los que se apagaba la estrella del peronismo. A la hora horrible del final, yo descubría y preparaba mi elegido exilio religioso.

Mamá nos mandó a una célebre procesión del Corpus Christi, a todas luces un acto de la oposición. En junio de 1955 la revolución Libertadora estaba a las puertas, sucedió en septiembre. En marzo de 1956 me fui al noviciado en Santiago de Chile.

Necesito volver la mirada por una vez –y por primera vez– a esos años y a los que siguieron, a los del místico exilio y a los del retorno, en 1966, a un país más desconocido para mí.

Me resulta indispensable hacerlo, ante la tarea de pensar qué responsabilidades conlleva practicar el psicoanálisis en este lado del mundo. No será sin al menos vislumbrar una serie de cuestiones argentinas. Sobre estas cosas quiero escribir, porque es lo que sé hacer, porque no lo hice antes y porque hacerlo no me parece una tontería. Más bien me parece un atrevimiento andar por ciertos desfiladeros.

Querida María

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