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¿Qué pasó? ¿Qué me pasó?

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En el libro que ahora se hace mientras te escribo, trato de leer cómo fui enseñada a leer por quienes me transmitieron el psicoanálisis de Lacan. Aprender a leer fue cosa de años, porque para poder “leer” hace falta despejar el pensamiento y formarlo.

Siendo muy joven, hice de la religión la nube que me alojó, hasta que la angustia me desalojó de ahí y me obligó a saber algo de mí.

Los judíos leerán e interpretarán la Midrash3 hasta el fin de los tiempos.

Los católicos no necesitan leer; de eso se encarga la Iglesia, Mater et Magistra de los hijos del Padre, mientras alienta la esperanza en una promesa trascendente al mundo, lo cual finalmente desresponsabiliza del estado de las cosas.

El descenso de las cimas religiosas me exigió sinuosos rodeos de los que te hablaré, María. Un día me iba a encontrar –con mi modo de meterme en lo que me interesa– en una deriva extraña; fui a dar con cierta trama institucional que tomó el cauce de la Orientación Lacaniana.

Había estado afuera –entre Chile y Europa– durante diez años decisivos de nuestra historia política y cultural. A mi regreso, el psicoanálisis no figuraba en mi programa.

Estaba ocupada en aterrizar en Argentina, atravesar unos complejos estados de espíritu, ver formarse una familia, y buscar un rostro más actual de la Iglesia que me había moldeado, refrescarme en los aires de la Iglesia aggiornada por un Concilio.

Militar en esta Iglesia era una nueva versión del encierro; habría otras. Hay mil maneras de encerrarse, aunque se iban ensanchando un poco los espacios cada vez.

Más tarde la escuela de psicoanálisis, en lo que tiene de institucionalizado, pudo convertirse también en un nuevo encierro, ya no entre paredes ni en la sujeción dogmática que pide la Iglesia. Pero las instituciones son polos de atracción para los efectos neuróticos; los narcisismos se acomodan ahí muy fácilmente y acentúan el movimiento centrípeto sobre los elementos estabilizadores.

Freud ya sabía que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar, psicoanalizar.

Después de todo, también la institución de psicoanalistas es imposible de gobernar. Lo más indeseado se cuela y se colará siempre. A cada uno su parte de responsabilidad.

Lo cierto es que yo, de un encierro en otro, no podía ver mucho.

Se necesita la libertad de tomar distancia de las cosas, de prestar atención a los silencios y a las palabras, de tener la disposición del juicio, cosa que el neurótico cede, tanto como se pierde de sí.

Lo que pasa es que se las arregla para imaginar que hay otro que sabe lo que se debe hacer, decir, pensar, y de ese modo se provee de un Otro, en este caso especie de garante imaginario al que se hace objeto de amor, o de odio.

(Hagamos esa convención provisoria: escribo ese Otro con mayúscula).

Tuvo que existir en mí la libertad de juzgar. La debo a que tuve analistas.

Querida María

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