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Estructura del discurso

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El discurso no es un texto elaborado y cuidadosamente organizado en el gabinete de un orador, pero tampoco responde, como se verá en el análisis de su estructura, a una improvisación nacida al calor de un enfrentamiento personal en medio de unas elecciones. Mucio Orestino brindó al orador una oportunidad de oro para atacar a sus más peligrosos competidores en sus aspiraciones al consulado; el orador, con una sólida experiencia forense, supo aprovechar muy bien la ocasión que se le presentaba, pues el discurso convenció hasta tal punto a los senadores, que pudo ser el factor determinante en la obtención del primer puesto en la contienda electoral.

La exquisita estructura, basada en un aparente desorden, es un componente básico en la eficacia de la diatriba. Algunos comentaristas sugieren un orden diferente de los fragmentos del texto apoyándolo en una estructura quizás excesivamente marcada y clara 6 , poco adecuada para un discurso de las características de esta breve invectiva y que quizá no se ajuste a las necesidades oratorias impuestas por el momento complejo en el que se pronunció. En plena campaña electoral, con dos competidores con grandes posibilidades de éxito y posiblemente aliados en su contra, ante un senado receloso y con un tribuno que insiste en su condición de homo novus como serio impedimento para ser nombrado cónsul, Cicerón tiene que reaccionar con inteligencia: no puede contestar al tribuno con un discurso ordenado, bien estructurado, lógico y perfecto pero frío, sino con una respuesta que le permita desembarazarse de, al menos, uno de sus dos contrincantes y, además, asegurar su posición de candidato como hombre íntegro, capaz, con un pasado irreprochable, respetuoso con la tradición y defensor de los valores puramente romanos; por eso necesitaba un discurso rápido y de apariencia inocente: una invectiva encendida, pero medida, intensa pero ajustada, cuidadosamente organizada pero con aire de improvisación. Y Cicerón diseñó una red hábilmente tejida en la que cayeron, como en tantas ocasiones, sus presas codiciadas: Catilina y Antonio. El discurso logra atrapar la voluntad de los senadores, les infunde un miedo inespecífico y general, y les presenta la figura del salvador sereno, ordenado, tenaz, equilibrado y conciliador: su propia imagen, la que debía tener el perfecto candidato como cónsul de Roma.

La invectiva se abre con una primera parte —los seis primeros fragmentos— que presenta de forma rápida el tema que va a tratar y el orden que va a seguir; el segundo momento, el más extenso, llega hasta el antepenúltimo fragmento; consiste en el desarrollo sistemático de lo planteado y se articula en dos intervalos idénticos; el final —los dos últimos textos— está incompleto y sin datos suficientes para un estudio detallado.

Cicerón comienza el discurso afirmando con rotundidad que Catilina y Antonio están organizando sobornos para ganar las elecciones del 64. Si el texto empezaba realmente con estas palabras, se puede afirmar que Cicerón plantea a los oyentes una entrada brusca, in medias res , muy adecuada para una invectiva. La idea del soborno está utilizada con habilidad, pues todos recordaban el veto de Mucio a la propuesta del senado del día anterior: transmite la confusión y la falta de control del sistema electoral y refuerza la necesidad de una propuesta que mejore esta realidad. A continuación plantea los cargos contra Catilina y Antonio, sin mencionar sus nombres, utilizando una interrogativa retórica. El siguiente paso es atacar directamente a Catilina acusándole de no tener respeto alguno ni por el senado ni por los tribunales; vuelve entonces la vista a Antonio y lo acusa de ingratitud recordándole los favores que le hizo en su candidatura a pretor. El orador cierra la primera parte con una interpelación directa a Mucio, en la que reitera su honorabilidad y sus excelentes aptitudes para aspirar al consulado.

La segunda parte —el desarrollo de las acusaciones— se articula en dos momentos que tienen una estructura paralela y un contenido muy similar: comienza atacando a Catilina, en un texto amplio, y termina con un breve ataque a Antonio; después, vuelve a atacar a Catilina y se cierra con una alusión breve a Antonio. En el ataque inicial a Catilina lo acusa de estupro, asesinatos, expolios y violación de leyes y tribunales en una rápida sucesión que desarrolla con minuciosidad en la segunda parte de la ofensiva. A Antonio lo acusa primero de bandido, gladiador y auriga y, después, de desagradecido y de relacionarse con aurigas.

Los dos fragmentos finales, que posiblemente formaban parte de la peroración, insisten en la imagen de violencia oculta contra los fundamentos del Estado y en los posibles juicios y acusaciones que se están preparando contra amigos y apoyos de Catilina.

El discurso subraya tres temas: por un lado la participación de Catilina en el asesinato de ciudadanos durante las proscripciones silanas; el orador quiere recordar al senado la relación entre Catilina y Sila, y los horrores de las proscripciones en las que participó Catilina, que todos habían vivido y que todavía tenían en su memoria; la insistencia en esta cuestión es muy intensa y adopta formas variadas (alusiones a futuros juicios, imágenes de un asesinato concreto, referencias continuas a matanzas…). El segundo tema de la acusación, mucho menos recurrente y tratado con mayor sutileza y menor concreción, es el depravado comportamiento sexual de Catilina. Y como conclusión de estos ataques contra Catilina (y Antonio en menor medida) Cicerón insiste en que semejantes ciudadanos no pueden ni deben tener esperanza alguna de alcanzar el consulado por medios legítimos, aunque —insinúa— pueden valerse de una guerra de esclavos o gladiadores, de una conjura contra el Estado o pagar más al tribuno que interpuso el veto.

La utilización de interrogativas retóricas, la repetición e insistencia en los delitos de los que se acusa, el aparente desorden de la exposición son recursos formales que contribuyen a generar en el auditorio la sensación de desorden, de locura, de violencia, de falta de respeto a la paz y a la legalidad establecidas, de miedo ante la repetición de horrores que todos recordaban bien y ante los que se erguía la serenidad y la mesura de un candidato que, a pesar de ser un homo novus , podía enfrentarse a todos sus temores.

Discursos VIII

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