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B) Los dioses

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El hombre no necesita recurrir a ninguna fuerza exterior a él, ni siquiera a los dioses, para alcanzar su perfección moral, porque en su interior reside la fuerza suficiente para lograr aquel objetivo por sí mismo. Éste es el sentir del estoicismo. Sin embargo, esta doctrina reconoce que la verdadera sabiduría consiste en el conocimiento de las cosas divinas y humanas, lo cual equivale a admitir la existencia de la divinidad.

Contrariamente a los epicúreos, que creían que la casualidad es la creadora y conservadora del Universo, los estoicos deducen de la contemplación de la grandeza, finalidad y hermosura del cosmos, que éste tiene que ser obra de una divinidad racional y creadora, cuya existencia no es para el estoico una ciencia sino una realidad, que hay que demostrar, sin embargo, para salir al paso de doctrinas, como la epicúrea, que la niegan. La divinidad no puede ser otra cosa que el Logos, portador de los gérmenes racionales de cada desarrollo futuro y representa el aspecto creador de la Sustancia universal. Al igual que el mundo la divinidad es una, pero es susceptible de manifestarse en representaciones múltiples, a las cuales el estoico da el nombre de dioses, pero todas ellas dimanan, en última instancia, de una única divinidad increada y eterna. Admitiendo esta pluralidad de manifestaciones pudo el estoicismo establecer un compromiso aparente, pero suficiente, con la religión popular y oficial. El pueblo seguía creyendo en la existencia individual de Zeus, Hera, Apolo, etc., pero el estoico veía en estos nombres la plasmación concreta de la actividad de una única divinidad.

La Historia de los animales no es un tratado de teología y no tiene por qué explicar a sus lectores el alcance ideológico de los teónimos que en él aparecen. Pero quizás sea posible inferir de algún pasaje las ideas estoicas del autor en este aspecto.

Creo que los siguientes sucesos que resumimos (XI 19) explican de manera un poco sibilina el pensamiento de Eliano sobre la divinidad. Son dos casos de impiedad. En el primero, los habitantes de Hélice sacrifican en el altar a unos jonios que se habían acogido a su hospitalidad, y «los dioses —dice citando a Homero— mostraron prodigios entre ellos». Los prodigios que ellos no entienden al principio: huida de ratas, comadrejas, etc., culminan en un espantoso terremoto que destruye la ciudad. En el segundo suceso, la Justicia (con mayúscula) toma, como instrumentos para castigar la impiedad que ha cometido el ya mentado éforo Pantacles al prohibir el paso por Esparta a unos cómicos y músicos que van camino de Citera, a unos perros que lo despedazan en su trono. Los ejecutores del castigo en el caso de Hélice son los dioses, pero téngase en cuenta que su mención está en una cita de Homero y, por lo tanto, tiene un cierto énfasis retórico, como lo tienen todas las citas homéricas que aparecen en un escritor como éste que abandonó la retórica para escribir historia. Hubiera podido atribuir el castigo como hace en el segundo caso a la Justicia, es decir, no a este o al otro dios, a Dioniso, protector de comediantes, por ejemplo, sino a Dios, encargado de ejercer en este caso su misión específica de restaurar el orden moral y religioso castigando, en el primer caso, a asesinos que matan en nombre de la religión, puesto que inmolan a los jonios en un altar sagrado, y en el segundo, a un tirano que abusa de su autoridad negando protectora acogida a unos extranjeros.

Hercher, en su edición de la Historia animalium, introdujo al final del capítulo 32 del libro XII la glosa prónoia toû theíou, que contribuye a incrementar el colorido estoico que de por sí tiene el párrafo. Anteriormente ha dicho Eliano que en la India hay unas serpientes muy venenosas contra las cuales el país produce drogas muy eficaces. «Pero la serpiente que mata a un hombre, como dicen los indios…, ya no puede descender y entrar reptando en su propio hogar, porque la tierra ya no la admite, sino que la rechaza de su propio seno, como si fuera un desterrado. Desde entonces irá de aquí para allá vagabunda y errante, viviendo penosamente al raso lo mismo en verano que en invierno, y ya no se acercará a ella ninguna compañera ni aquellas que ha engendrado reconocerán su paternidad. Éste es el castigo que la Naturaleza inflige incluso a los irracionales por el asesinato de hombres [y es por obra de la Providencia divina], según se me acuerda. Y esto se trae a colación para instrucción de personas inteligentes.» Estas personas inteligentes son los sabios, cuya sabiduría consiste en el conocimiento de las cosas divinas y humanas. Ahora bien, un profano, un ignorante no llegará nunca a comprender por qué la Naturaleza, que aquí equivale a la theía prónoia, castiga la muerte de un hombre perpetrada por un irracional como es una serpiente. Pero hay que pensar que para un estoico el universo es un gigantesco organismo animal, cuyas partes todas, al igual que ocurre en el microcosmos que es el hombre, están relacionadas entre sí y con el todo. A cada una de estas partes la Naturaleza la ha dotado de una inclinación que le facilita la tarea de cumplir su cometido específico. En el hombre la inclinación está gobernada por la razón, en el animal está gobernada por un instinto que le dice lo que le es provechoso y lo que no. La serpiente está dotada del instinto de morder e inocular el veneno a sus víctimas. La serpiente de la India tiene sus víctimas apropiadas que son otros animales, pero «lo increíble» (ápiston, según la lección de Gow) es que muerda a los hombres. Haciéndolo así conculca una ley de la Naturaleza —y la Naturaleza para el estoico es Dios— y, por lo tanto, merece castigo. Un secreto instinto, que no la razón porque carece de ella, le dice a la serpiente que ha quebrantado el orden establecido, y ella misma se impone el castigo.

Para Eliano la Naturaleza (o Dios) es la ley inmutable. Bien claramente se expresa esta idea en IX 1, donde se dice textualmente: «Y no fue Solón el que ordenó este comportamiento (el cuidar a sus padres) a los leones jóvenes, sino que lo aprendieron de la Naturaleza, a la que ‘nada le importan las leyes de los hombres’; pues ella es una ley inmutable.» Se contrapone aquí la ley positiva de los hombres y la ley natural, contingente aquélla, inmutable ésta, ley a la que deben someterse todos, racionales e irracionales; éstos siguiendo su instinto la acatan, aquéllos, siguiendo los dictados de su razón, pero desgraciadamente «los hombres libertinos no sienten escrúpulos en quebrantarla» (I 13). Mejor que él se comporta el halcón que «cuando ve un hombre muerto… cubre totalmente de tierra el cadáver insepulto, aunque Solón no se lo ordene» (II 42).

Historia de los animales. Libros I-VIII

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