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ENCONTRAR AL TEMERARIO

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No puedo hacer más que sentir desprecio por quien no siente miedo a veces. El miedo es el condimento que hace interesante seguir avanzando.

—Daniel Boone

Hace años contraté a un tipo francés llamado Corentin Villemeur para que se hiciera cargo de mi página web. Cuando no se encontraba trabajando conmigo, uno de los pasatiempos de Corentin era tomarse selfies en los entornos más espectaculares: parado peligrosamente en la orilla de un risco o sentado en el techo de un rascacielos con las piernas colgando del borde.

Cuando le enseñaba esas fotografías a la gente de la oficina, ellos meneaban la cabeza y se reían, diciendo: “Sólo un tipo blanco haría algo así”. Para ellos era como hacer paracaidismo o intentar acariciar a un animal salvaje: un riesgo innecesario que sólo tomaría alguien que nunca ha experimentado un peligro real.

Yo lo veía de otra forma.

Lo veía como una posibilidad de libertad.

Por eso, un día llevé a Corentin al techo de mis antiguas oficinas en Times Square para que me tomara unas cuantas fotos. Sin embargo, en vez de sentarme en la orilla con las piernas colgando, decidí elevar la vara.

En el techo había una torre de agua, una estructura de madera en forma de barril que se elevaba varios metros por encima de nosotros. Sin dudarlo un segundo, subí por la desvencijada escalera de la torre y me senté en la orilla. Debo haber estado a unos ciento cuarenta metros por encima del suelo. Debajo de mí, las personas parecían hormigas en un picnic. Si me resbalaba, sería un viaje bastante largo hasta el suelo.

El riesgo era tan alto como donde estaba yo, pero no sentí miedo alguno. En cambio, absorbí la esplendorosa vista. El edificio de The New York Times se alzaba a mi izquierda, y el río Hudson centelleaba a mis espaldas. Me sentía increíblemente vivo. Ver mi ciudad desde esa perspectiva aérea me infundía la misma ambición que sentí cuando era más joven. Nueva York estaba a mis pies. La ciudad de los sueños. ¡Y yo seguiría esforzándome hasta cumplir cada uno de los míos!

Me incliné hacia atrás y Corentin tomó una foto espectacular para Instagram. Cuando volví a mi oficina, la publiqué con el pie de foto:

Vivo al límite. Soy libre sólo porque no tengo miedo.

Todo a lo que le temía ya me ha pasado.

A mucha gente le encantó la publicación. “Eso es real”, escribió alguien. “Caray, qué poderosas palabras”, añadió alguien más. Pero no todo el mundo lo apreció. Más o menos una semana después de publicar la fotografía, recibí una carta de mi aseguradora en la que me explicaban que, si volvía a arriesgar mi vida de manera consciente, cancelarían mi póliza de inmediato.

Pero a la compañía de seguros no debió haberle sorprendido. Si hay algo que me ha caracterizado desde niño es mi temeridad.

Mucha gente probablemente piensa que nací siendo temerario.

Podré proyectar esa energía, pero no es cierto.

Cuando era niño, le tenía miedo a la oscuridad, tanto como me aterraba que me mataran en las calles, o como me sentía cuando empecé a rapear. He experimentado ansiedades y angustias de todo tipo.

La diferencia es que me niego a sentirme cómodo con esos miedos. He aprendido que el confort es un asesino de sueños. Nos drena la ambición, nos ciega y promueve el conformismo.

La cosa número uno con la que las personas llegan a sentirse cómodas es el miedo. Aunque la mayoría no lo admitiría. Pregúntale a cualquiera si vive en un estado constante de miedo y lo más seguro es que te responda: “Por supuesto que no”. Pero sólo es su orgullo quien habla. El miedo domina la vida de la mayoría de la gente: el miedo a la pérdida, al fracaso, a lo desconocido, a la soledad.

No creo que sentir miedo tenga nada de vergonzoso. Un poco de paranoia es, en realidad, bastante útil. Hay muchos peligros reales en el mundo y muchas personas con malas intenciones. Estar consciente de esas posibilidades hace más fácil evitarlas.

Lo que no puedes hacer es volverte conformista con esos miedos. Aunque le temas a la pérdida, no puedes pasar la vida entera evitando la intimidad o el amor (algo con lo que yo he batallado). Aunque le temas al fracaso, no puedes dejar de correr riesgos. Aunque le temas a lo desconocido, no puedes dejar de vivir experiencias nuevas. “No es a la muerte a lo que debe tenerle miedo el hombre”, dijo el emperador y filósofo romano Marco Aurelio, “sino a nunca comenzar a vivir.”

Ubico la raíz de mi propia temeridad en un evento específico: la muerte de mi madre. Ése es un miedo particular, uno que es difícil de describir. Más que haber recibido nueve disparos, perder a mi madre es lo más significativo que me ha pasado. A pesar de ser un hombre de mediana edad, sigo resintiendo su ausencia.

Sin embargo, con su muerte, mi madre me dio un regalo bastante inusual: la semilla de la temeridad.

Pasaría mucho tiempo antes de que esa semilla floreciera por completo en mi interior. Por desgracia, tendría que pasar todavía por muchos momentos difíciles y peligrosos antes de que se volviera parte de mi naturaleza.

En este capítulo te compartiré algunas de las experiencias y situaciones que me ayudaron a desarrollar esas agallas, y que me permitieron aceptar que lo que está del otro lado del miedo no es el peligro ni la muerte, sino la libertad.

Quiero demostrarte que ser temerario es una fortaleza que puedes desarrollar, un músculo que puedes entrenar, con suerte sin tener que pasar por el trauma que a mí me hizo desarrollarlo tanto. No necesitas perder a tu madre ni sobrevivir a un tiroteo para desarrollar la creencia de que eres capaz de superar cualquier cosa que te suceda. Lo único a lo que no puedes sobreponerte es a no correr riesgos nunca.

Trabaja duro, trabaja con astucia

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