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NO LE TEMAS A LOS GOLPES

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Los deportes en equipo nunca fueron lo mío cuando era niño. No importaba qué estuviéramos jugando —futbol americano, basquetbol o beisbol—; si perdíamos, yo siempre era el primero en señalar culpables. “¡Hey! Perdimos porque tú no puedes defender una mierda”, le decía a alguno de mis compañeros a quien habían quemado como defensa jugando basquetbol. “No dejaban de partirte el culo. ¡Perdimos por tu culpa, bro!”

No estaba intentando evadir la responsabilidad. Si hacía una mala jugada o no lograba defender a mi hombre, era el primero en admitirlo. Era más bien que no me gustaba pensar que mi triunfo estaba ligado a la capacidad o incapacidad de alguien más para hacer su trabajo. Es un sentimiento del que no he podido desprenderme hasta el día de hoy. Siempre digo que, si voy a apostarle a un caballo, quiero que ese caballo sea yo, ¡carajo!, porque sé que voy a correr con todas mis fuerzas.

Fui lo suficientemente sensato como para aceptar que no tenía la inteligencia emocional para dedicarme a los deportes de equipo. Necesitaba un deporte en el que, si perdía, fuera sólo mi culpa. Nadie a quien conocía practicaba deportes como el tenis o el golf. (Vivía a veinte minutos de Flushing, donde se juega el US Open, pero bien pudo haber sido un planeta distinto.) Y en mi barrio, si te veían corriendo, era porque alguien te venía persiguiendo.

Sin embargo, había cerca un gimnasio de box de la Liga Atlética de la Policía, manejado por un pugilista local llamado Allah Understanding. Venía de los Baisley Projects y creció en la época en la que saber tirar golpes era algo que la gente respetaba, algo a lo que aspiraba y algo que temía. Comencé a entrenar con Allah cuando tenía unos doce años, y supe casi enseguida que el box era para mí.

Un día, cuando estaba en el gimnasio, un tipo de las calles llamado Black Justice entró al lugar acompañado de uno de sus hombres. Blackie, como le llamábamos, era uno de los traficantes más respetados de Baisley, uno de los principales tenientes del Supreme Team, la pandilla más grande de drogas de Queens en aquel entonces. Su hombre era, en esencia, su guardaespaldas, una presencia constante que aseguraba que un rival se la pensaría dos veces antes de retarlo. No debía tener más de dieciocho o diecinueve años, pero todos en el barrio conocían su reputación. Era justo el tipo de pandillero joven con el que no querías tener ningún problema.

El gimnasio se quedó en silencio mientras todos veíamos a Blackie y a su muchacho caminar por ahí. Luego, sin decir una palabra, el hombre de Blackie se detuvo frente a uno de los sacos y comenzó a golpearlo.

¡Bam bam bam bam!

Al ser el más joven de todos los que estaban ahí, el sentido común indicaba que debía quedarme callado y sólo observar. Pero, quizá también porque era el más joven, me dejé llevar por el atrevimiento y mi bocota le ganó la partida a mi cerebro. En cuanto el tipo dejó de pegarle al saco, le grité.

—¡Hey! Te ves bien pegándole al saco —dije lo suficientemente fuerte como para que todos en el gimnasio lo oyeran—. Pero el saco no devuelve los golpes.

Blackie se dio vuelta de golpe.

—¿Qué dijiste, niño? ¿Me hablas a mí?

—Nah, tú eres un cabrón grandote —respondí de inmediato—. Le hablo a él —dije, asintiendo en dirección a su chico.

La mayoría de los tipos en su posición me habría dado una paliza —o algo peor— en ese mismo instante. Pero ellos entendieron qué había detrás de mi bravuconería. Blackie tenía un espíritu generoso, libre de la codicia que había contagiado a muchos de sus pares. En vez de ofenderse, los dos respetaron mi valor desproporcionado.

—Sí, este chico me cae bien —dijo Blackie, señalándome—. De este gimnasio van a salir varios campeones. Estos cabroncitos están locos —el reconocimiento por sí solo me habría hecho el día, pero Blackie añadió una cereza al pastel—: Este gimnasio necesita algunas mejoras si les vamos a sacar jugo a los peleadores —dijo, mirando el destartalado gimnasio a su alrededor—. ¿Qué cosas necesitan? Escríbanlas todas.

Dos semanas después, el gimnasio quedó renovado por completo. Blackie nos había comprado botas nuevas, cuerdas, peras y un nuevo juego de pesas para reemplazar el antiguo y oxidado juego que seguro estaba ahí desde los años sesenta. A partir de ese momento, Blackie se hizo cargo de nosotros. Aunque en teoría el edificio era propiedad del Departamento de Parques y Actividades, el gimnasio se volvió de Blackie.

No abrí la boca sólo para que me dieran de comer, pero eso fue lo que terminó sucediendo. Fue una lección importante. Necesitas dominar tus miedos para convertirlos en momentos de acción ante cualquier oportunidad; los temerarios no sólo suelen reconocer a quienes son como ellos, sino que también los recompensan.

Entré al gimnasio de Allah siendo un niño regordete de doce años, y los casi setenta kilos que llevaba encima me hacían ver mayor de lo que era. ¿Alguna vez has escuchado la expresión “pelear por encima de tu categoría”? Pues en ese gimnasio yo tuve que pelear por encima de mi categoría de peso y de edad desde el primer día. No había otros chicos de mi edad en el programa, así que Allah Understanding me ponía a pelear con cualquiera que estuviera en mi peso, que por lo regular eran oponentes cuatro o cinco años mayores que yo. Podrá no parecer mucho, pero hay una diferencia enorme entre un chico de doce años y uno de diecisiete. Esos tipos de diecisiete años eran casi hombres, y yo seguía esperando a que me bajaran las pelotas. Podría haber estado en la misma categoría de peso que ellos, pero no tenía ni su fuerza ni su madurez. Subirme al ring con ellos era más que intimidante.

Nunca cedí ante mi miedo y la principal razón era porque Allah Understanding no me lo permitía. Una de las mejores cosas que él y los otros entrenadores hicieron fue negarse a mimarme. Si un chico mayor me pegaba en el rostro mientras entrenábamos, no paraban el encuentro para preguntarme si estaba bien. Me enseñaban a seguir peleando sin importar qué tan asustado o lastimado estuviera.

Con esas palizas aprendí una doble lección.

Primero, aprendí que podía sobrevivir a ellas. Sin duda, es desagradable que te golpeen en la cara. Te deja desorientado. Duele. Incluso puede sacarte lágrimas. Pero los golpes no me mataron. ¡Carajo, ni siquiera me noquearon! Una vez que entendí que podía amortiguar los golpes y seguir adelante, la mayor parte del miedo que llegué a sentir se evaporó.

En segundo lugar —y siempre estaré en deuda con Allah Understanding por enseñármelo—, aprendí que, si no te gusta que te peguen, tienes que hacer algo al respeto. “¡Levanta las malditas manos!”, me gritaba si bajaba la guardia y mi oponente conectaba. Si mi contrincante comenzaba a golpearme el cuerpo después de atraparme en una esquina, Allah aullaba: “¡Regresa al centro del ring!”. Allah Understanding me enseñó que no debía aceptar el castigo con los brazos cruzados; siempre podía hacer algo al respecto.

Sabían que tenía una desventaja de tamaño y, por lo general, de todo lo demás, pero se negaban a mimarme o protegerme. ¿Has visto a un niño caerse y rasparse la rodilla? Su reacción depende en gran medida de la actitud de sus padres. Si ellos se echan a correr y le preguntan angustiados: “¿Estás bien, nene?”, lo más probable es que el niño se ponga a llorar. Pero si su papá o mamá evalúan la situación, concluyen que el niño está bien y no le preguntan cómo se siente, el niño se sacudirá la tierra de la rodilla y seguirá jugando como si nada. Ése fue el tipo de padre que Allah Understanding fue para mí; me enseñó a sacudirme los golpes y a seguir con lo que estaba haciendo.

Él no estaba siendo desalmado; estaba preparándome para que me sacudiera los inevitables golpes que la vida me iba a propinar y seguir adelante hacia donde quería ir y no hacia donde la vida intentaba empujarme.

Una vez que aprendí a no temerle a los golpes, mejoré mucho como boxeador. En vez de estar todo el tiempo sobre los talones, preocupado por lo que mi contrincante iba a hacerme, comencé a darle pelea al rival. Aprendí a dictar los términos del encuentro. Si perdía, no era porque me hubieran arrinconado y apaleado; era porque había buscado ganar y simplemente me enfrenté a alguien con más capacidad que yo.

Hace mucho que no recibo un puñetazo en la cara dentro del ring, pero he intentado mantener la misma actitud en todo lo que hago. Me niego a tener miedo a los golpes; sé que vendrán y sé que algunos me harán tambalear, pero podré soportarlos.

Muchos de ustedes son como el niño que se cayó de la bicicleta y esperó a que su mamita fuera a preguntarle si estaba bien. Yo no. Si me caigo, no espero palabras de aliento ni que nadie se preocupe por mí. Me levanto y sigo mi camino.

He aceptado que la vida me va a tirar golpes y que algunos van a conectar. Pero siempre sobreviviré y seguiré luchado por las cosas que quiero. Y tu actitud también tiene que ser ésa.

Trabaja duro, trabaja con astucia

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