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Iglesia católica-Estado fascista: concordancia y tensión
ОглавлениеConcordato de 1929
La relación de la Iglesia católica con el fascismo tuvo momentos de concordancia y otros de tensión. Hacia fines de la década de 1920 el gobierno fascista y la Iglesia lograron celebrar un concordato9 en los llamados Pactos de Letrán.10 A través de estos tratados, la Ciudad del Vaticano e Italia se otorgaron reconocimiento mutuo como Estados luego de casi cinco décadas de disputas. Al mismo tiempo, el catolicismo se proclamó como única religión en Italia.
Divini illius Magistris (1929)
Sin perjuicio del importante acuerdo, ese mismo año se verificaron tensiones entre los dos Estados. En el día final de 1929, el papa Pío XI (1929) publicó la encíclica Divini illius Magistris,11 donde la Iglesia reivindicó sus derechos en materia educativa y que pudo ser interpretada como un dique a las pretensiones totalitarias del Estado fascista. La Iglesia católica reafirmó su derecho a educar sobre la fe y sobre toda otra disciplina y enseñanza humana, que fuera considerada provechosa para la formación cristiana.
En el mismo texto se desarrolló una fuerte oposición al concepto de monopolio estatal educativo que era calificado de injusto e ilícito. El papa aseveraba que no podía obligarse que asistan a escuelas estatales a las familias cristianas y recordaba que la escuela había nacido por iniciativa de la familia y de la Iglesia mucho tiempo antes que por obra del Estado. Hasta llegaba a manifestar que estaba prohibido a los niños católicos asistir a colegios acatólicos, neutros o mixtos (abiertos indiferentemente a católicos y acatólicos sin distinción).
Asimismo, hubo un apartado referido a la Acción Católica. El pontífice resaltó su tarea de promoción y defensa de la escuela católica. La obra de este grupo pasó a ser –apenas unos meses después– el principal punto de conflicto entre la Iglesia y el gobierno liderado por Mussolini. En este documento de 1929 –como previendo el diferendo que se avecinaba– Pío XI aclaraba que la Acción Católica no hacía obra de partido, ni pretendía separar a sus miembros de la comunidad nacional italiana, ni de ninguna otra en la que el grupo tuviera actividad. Al contrario, el buen católico –manifestaba el Papa– era el mejor ciudadano y amante de su patria.
Non abbiamo bisogno (1931): críticas a la estadolatría pagana del fascismo
El conflicto siguió profundizándose. Hacia principios de 1931, las autoridades del Partido Nacional Fascista consideraban que la Acción Católica estaba reagrupando a los simpatizantes del tradicional partido católico, el Partito Popolare Italiano (Partido Popular Italiano), que había sido proscripto por el régimen fascista en 1926. Asimismo, Pío XI reivindicó en Quadragesimo anno (1931b) el papel que debían tener los sindicatos católicos en la vida política. Esto fue considerado inadmisible y una intromisión intolerable en las facultades del Estado y del partido, por el totalitarismo fascista (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 85).
Alarmado por la presencia católica en la vida política, educativa y sindical del país, el gobierno de Mussolini disolvió las organizaciones juveniles y universitarias católicas en mayo de 1931 (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 85). El papa protestó y solicitó el fin de las prohibiciones. Toda vez que no fueron atendidas sus peticiones, el 29 de junio de 1931, Pío XI (1931c) publicó la encíclica Non abbiamo bisogno12 (“No tenemos necesidad”), donde exclamó críticas a los fundamentos ideológicos del fascismo y cuestionó las persecuciones de todo tipo dirigidas contra la Acción Católica de Italia. Las actividades de esta organización provocaron fuertes rispideces entre la Santa Sede y las autoridades fascistas. Tal fue la gravedad que alcanzó el asunto, que la encíclica publicada tuvo como finalidad específica aclarar “la necesidad y los caracteres de la Acción Católica”. El papa Pío XI estimuló con vigor (Maritain, 1967: 238) a esta organización durante todo su pontificado. Ha pasado a la historia su repetida declaración sobre que la Acción Católica era “la pupila de sus ojos” y estaba convencido de que en ella radicaba la clave para la solución de los problemas con que la Iglesia se enfrentaba en el mundo contemporáneo (Escudero Imbert, 1997: 80). Recordó que la tarea de la Acción Católica consistía en la participación y colaboración del laicado en el apostolado jerárquico.
A las aspiraciones totalitarias del Estado fascista no le agradaban las acciones del grupo católico. Las autoridades fascistas le atribuían carácter político y servir de refugio a los adversarios del régimen. El papa defendió la labor de la Acción Católica y calificó de falsas e injustas las acusaciones. Asimismo, denunció persecuciones, hostilidades, hechos violentos y actos netamente antirreligiosos sufridos por los miembros de la organización.
El papa Pío XI se mostraba indignado porque se lo considerase un “poder extranjero” y porque se calificara a la Acción Católica de peligro para el Estado italiano. Justamente “la defensa del Estado” era el argumento que esgrimía el gobierno fascista para justificar los ataques y la pretensión de destruir a la Juventud Católica. Dicho esto, no es difícil deducir que el centro del reproche católico al fascismo apuntaba a la estadolatría practicada por el régimen. A la Iglesia católica, en la voz de Pío XI, le repugnaba la vocación fascista de monopolizar la formación educativa de los niños y los jóvenes. Se caracterizaba a la ideología fascista como una “estadolatría pagana”, que contradecía los derechos naturales de la familia y los derechos sobrenaturales de la Iglesia.
Hacia el final de la encíclica el papa reivindicó –en la misma línea que había expuesto en Divini illius Magistris– el derecho de la Iglesia a ofrecer educación y formación cristiana a la juventud. El Estado fascista mostró su costado totalitario al no tolerar algunas acciones de la Iglesia en materia educativa y juvenil. Estas disputas tuvieron cierta entidad, pero los mismos asuntos iban a generar enfrentamientos de muchísima mayor envergadura del otro lado de los Alpes.
Mit brennender Sorge (1937): la Iglesia católica condena al nazismo
Nazismo versus Iglesia católica. A pesar de haber firmado un concordato en 1933, las relaciones entre la Iglesia católica y el régimen nacionalsocialista nunca fueron buenas. Es más, fueron muy malas y esta situación se fue agravando conforme fueron pasando los años. En las negociaciones, la Iglesia había conseguido mantener, bajo su órbita, el derecho a la educación católica. De la misma manera, se le permitía realizar sus actividades a la Acción Católica Alemana y a otras asociaciones afines a la Iglesia (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 89). La realidad iba a diferenciarse mucho de la letra acordada.
Una anécdota ayudará a comprender este clima. Un niño se criaba en esos tiempos en Alemania. Vivía junto con su familia, en la región de Baviera –una zona predominantemente católica–, cerca de la frontera con Austria. El padre del niño, muy católico él, era policía rural y le repugnaba el nazismo. En varias oportunidades había tenido que intervenir contra la violencia del gobierno nacionalsocialista. Estas acciones lo llevaron a tener que mudar a toda su familia hacia otra ciudad, por temor a represalias. Se vivía un clima de violencia. En los recuerdos del niño (Urdaci, 2005: 103-105) aparecen las persecuciones hacia los católicos por parte de los nazis en esos años de mediados de la década de 1930:
Por lo que puedo recordar, el nuevo régimen tan solo se dedicó a espiar y a tener bajo control a los sacerdotes que tenían una conducta hostil al Reich. Se comprende fácilmente que mi padre no solo no colaborara con este sino que (por el contrario) protegió y ayudó a los sacerdotes que sabía que corrían peligro.
Se ha señalado que el concordato de 1933 permitía a diferentes asociaciones católicas realizar algunas actividades, pero el gobierno alemán no soportó la existencia de los sindicatos católicos. Se inició un período de acoso, prohibiciones y encarcelamiento de los militantes católicos, incluyendo a diputados y sacerdotes del partido católico centrista13 (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 90). El gobierno nazi tampoco aceptó que se hiciera efectivo lo firmado con respecto a la educación confesional católica.
Volvamos a nuestro niño. En su relato autobiográfico contó acerca de las animosidades y hostilidades que sufrían sus maestros por parte de las autoridades nazis y las airadas protestas de los obispos alemanes ante esta situación. También recordó que algunos de sus profesores evitaban las alusiones ofensivas hacia los judíos, que eran tan comunes en las canciones de moda de la época (Urdaci, 2005: 105-106). Más tarde, se retomará la historia del pequeño.
La persecución contra la educación católica era asfixiante. Se hostigaba a los padres que optaban por una educación confesional para sus hijos y se acusó de conspiración política contraria al régimen nazi a las asociaciones de padres de estudiantes. Para colmo, durante 1936 e inicios de 1937 fueron reiteradas las oportunidades en que diferentes autoridades insultaron públicamente a los miembros de la jerarquía católica. Ante este clima de opresión sofocante, un grupo de obispos alemanes viajó a Roma y se entrevistó con el papa Pío XI (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 90 y 92).
Mit brennender Sorge: la encíclica de condena al nazismo
El 14 de marzo de 1937, en el Domingo de Pasión, el papa Pío XI (1937a) publicó la encíclica Mit brennender Sorge (“Con viva preocupación”), que fue redactada en alemán y que trataba sobre la situación de la Iglesia católica en el Reich. En el documento se manifestó una fuerte condena al régimen nazi. Con valentía y firmeza, la Iglesia católica expresó su más profundo repudio a las acciones y a la prédica fanáticamente anticatólica del nazismo. La encíclica tuvo una enorme repercusión en todo el mundo y, particularmente, en Alemania, donde se leyó en todas las iglesias católicas. Desde el inicio se mostraba preocupación y estupor por la opresión que estaban sufriendo los fieles católicos alemanes, a causa de innumerables sucesos tristes y reprobables.
El primer apartado estaba dedicado al análisis del concordato de 1933 y allí se señalaba la responsabilidad del gobierno alemán por su incumplimiento. Denunciaba que se había desfigurado, eludido, desvirtuado y violado arbitrariamente el pacto acordado. Además se acusaba al nazismo de tener una aversión profunda contra Cristo y su Iglesia, a la que pretendía aniquilar. Luego trataba el tema principal de tensión entre el catolicismo romano con el nazismo: la prohibición del derecho de brindar educación confesional a sus fieles. Se lo consideraba parte de un ataque contra la Iglesia. Aunque en el concordato de 1933 figuraba la autorización para ofrecer instrucción religiosa a sus miembros, el gobierno nazi prohibía ese derecho y perseguía, como se ha visto, a la educación católica. El documento papal aseveraba que la Iglesia seguiría reclamando para que se hiciera efectiva esa facultad. Durante otros tramos de la encíclica, el papa recordó la doctrina católica sobre el derecho esencial de los padres de brindarles educación a sus hijos. Y calificó de “inmorales” a las leyes, como las del sistema nazi, que lo entorpecían. A la escuela oficial del régimen le reprochaba su sistemática y rencorosa acción en contra de la religión católica. Se mostró solidario con los fieles católicos de Alemania que sufrían, estaban angustiados y eran perseguidos.
En el apartado dedicado a la “Genuina fe en Dios” se encontraban las más fuertes condenas doctrinarias al nazismo, por sus errores filosóficos contrarios al catolicismo. Se lo acusaba de panteísta y pagano. Ante ello, instaba a cuidar que la fe en Dios permaneciera pura e íntegra en Alemania, toda vez que no podía tenerse por creyente en Dios al que emplease retóricamente su nombre, sino solo al que poseyera una correcta concepción de Dios. Alertaba que el nazismo tenía una noción equivocada de Dios, en cuanto caía en el panteísmo y en el paganismo:
Quien, con indeterminación panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes. Ni es tal quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal […] Semejante hombre no puede pretender ser contado entre los verdaderos creyentes.
En el mismo sentido, reprobaba la idolátrica divinización de la raza, el pueblo y el Estado que promovía la ideología nazi:
Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto; con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales y elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ella.
Debido a que el nazismo –al que Pío XI calificaba de “provocador neopaganismo”–14 abusaba del nombre de Dios, siguió profundizando Su sentido verdadero.
La errada noción nazi postulaba el nombre de Dios –trascendente y cuyos mandamientos son de validez universal, para todos los pueblos y todas las lenguas– como una “etiqueta vacía de sentido” y para una finalidad simplemente humana y reducida en tiempo y espacio, es decir, solo destinada a una sola nación o raza:
Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez de una sola raza, a Dios, Creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son pequeñas como gotas en una jofaina de agua.
Al asunto de la “Genuina fe en Dios” Pío XI lo complementó con la “Genuina fe en Jesucristo”, que es negada por el nazismo.
En la encíclica se recordó la importancia de los libros santos del Antiguo Testamento y su sabiduría, y amonestó con dureza a los que pretendían quitarles su importante valor:
Solo la ceguera y tozudez pueden hacer cerrar los ojos ante los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento. Por eso, el que pretende desterrar de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo Testamento blasfema la palabra de Dios, blasfema el plan de la salvación […] niega la fe en Jesucristo.
No escapaba al papa que esos ataques al Antiguo Testamento encerraban un profundo antisemitismo que era harto evidente en la práctica y en la acción del Tercer Reich. La encíclica condenaba rotundamente el racismo nazi. Llamaba “charlatanes modernos” a los que difundían “revelaciones” arbitrarias –que negaban la Revelación cristiana– derivadas “del llamado mito de la sangre y de la raza”. En el párrafo dedicado a la “Genuina fe en la Iglesia” se hablaba de un mundo “profundamente enfermo” y se advertía sobre el temor a que sobreviniera una enorme catástrofe. El papa denunciaba que el régimen incitaba –prometiendo ventajas económicas, profesionales, civiles– a los católicos para que abandonaran la Iglesia. Ante esta situación, el documento recordaba que la Iglesia debía ser sostenida y defendida, incluso en medio de las presiones, las intimidaciones y la encendida violencia ejercida contra los católicos por parte de las autoridades alemanas. Tan dramática era la situación que vivían los católicos en la Alemania nazi que en el documento papal se llegaba a plantear la opción heroica del martirio:
Nos, paternalmente conmovidos, sentimos y sufrimos profundamente con ellos, que han pagado a tan caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal punto que está en juego el fin último y más alto, la salvación o condenación, y en este caso, como único camino de salvación para el creyente, queda la senda de un generoso heroísmo. Cuando el tentador o el opresor se le acerque con las traidoras insinuaciones de que salga de la Iglesia, entonces no habrá más remedio que oponerle, aun al precio de los más graves sacrificios terrenos, la palabra del Salvador: “Apártate de mí, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás”.
A continuación, en el apartado titulado “Genuina fe en el Primado” se destacaba la conducción del papa en la Iglesia para contraponerla a la apostasía promovida por el régimen nazi que buscaba resquebrajar y disgregar a la Iglesia universal a través de una artificiosa iglesia local:
Si personas que ni siquiera os están unidas en la fe de Cristo os embaucan y lisonjean con el fantasma de “una iglesia nacional alemana”, sabed que esto no es otra cosa que renegar de la única Iglesia de Cristo, una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo, lo que solo puede llevar a la práctica una Iglesia universal.
Seguidamente, se denunció la extensa adulteración de las nociones y los términos sagrados que efectuó el régimen alemán. El nazismo vació de contenido genuino a diferentes conceptos religiosos y los aplicó a significados profanos. Por ejemplo, hablaba de “revelaciones” provenientes de un pueblo o una raza determinada, que diferían notablemente de la Revelación cristiana:
Revelación, en sentido cristiano, significa la palabra de Dios a los hombres. Usar este término para indicar sugestiones que provienen de la sangre y de la raza; irradiaciones de la historia de un pueblo, es en todo caso causa de desorientaciones. Tales monedas falsas no merecen pasar al tesoro lingüístico de un fiel cristiano.
La exaltación patriotera del nazismo –no exenta de xenofobia– deificaba el destino del pueblo ario alemán. En el documento se apuntaba contra la confusión de llamar “fe” a la confianza en el porvenir del propio pueblo, y declamar la “inmortalidad” de la supervivencia colectiva de ese mismo pueblo. El papa indicaba que de ese modo se pervertían y falsificaban nociones medulares del cristianismo. Esa alocada deificación de una nación determinada era una adulteración profunda de términos sagrados. Hasta se llegaba, señala el sumo pontífice, a tergiversar la noción cristiana de “Gracia”. Pío XI rechazaba esta situación:
El repudio de esta elevación sobrenatural a la gracia por una pretendida peculiaridad del carácter alemán es un error, una abierta declaración de guerra a una verdad fundamental del cristianismo. Equiparar la gracia sobrenatural a los dones de la naturaleza equivale a violentar el lenguaje creado y santificado por la religión.
El nazismo proyectaba una sociedad basada en una raza pretendidamente pura y denostaba los sentimientos considerados débiles, como la bondad, la caridad, el amor, la esperanza (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 91). La humildad cristiana también había sido víctima del desprecio de las autoridades nazis. Al querer contraponerla al heroísmo, esto valió la respuesta encendida del sucesor de Pedro:
La Iglesia de Cristo, que en todo tiempo, hasta en los más cercanos a nosotros, cuenta más confesores y heroicos mártires que cualquier otra sociedad moral, no necesita, ciertamente, recibir de ciertos medios enseñanzas sobre el sentido y la acción del heroísmo. Al mostrar neciamente la humildad cristiana como vileza y mezquindad, la repugnante soberbia de estos innovadores no consigue más que hacerse ella misma ridícula […] Os hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola osada y falsamente a la humildad y a la paciencia evangélica; pero ¿por qué os ocultan que se da también un heroísmo en la lucha moral, y que la conservación de la pureza bautismal representa una acción heroica, que debería ser apreciada como merece, tanto en el campo religioso como en el natural?
Aquí se hará una breve digresión en lo que respecta al comentario acerca de la encíclica, necesaria para que se comprenda el capítulo que Pío XI le dedicó a la situación de los jóvenes en Alemania. La juventud fue un tema central del régimen conducido por Hitler. El totalitarismo del Estado nazi también se verificó en este asunto. La juventud de la Acción Católica de Alemania sufrió persecuciones desde el inicio del gobierno nazi. A los jóvenes católicos se les negó la posibilidad de tener bandas musicales y de exhibir uniformes y banderas. Además, no pudieron organizar desfiles. Del mismo modo, se les prohibió realizar prácticas deportivas ya que la juventud hitleriana tenía el monopolio de estas actividades. Existía una fuerte rivalidad entre ambos grupos juveniles. Eran habituales los enfrentamientos entre los adolescentes de las organizaciones y se tomaban a trompadas en las calles. En 1935 se prohibieron totalmente las actividades juveniles católicas en diversas regiones de Alemania, luego de diferentes incidentes (García de Cortázar y Lorenzo, 2005: 90). La actividad central de la juventud nacionalsocialista era el deporte. En este punto se regresará a la historia del niño que se venía relatando, previamente al inicio del análisis de la encíclica. El pequeño sufría muchísimo la fascinación del régimen por las actividades físicas, por no tener apego a ellas. Contaba nuestro niño lo dificultoso que le era cumplir la obligación de hacer ejercicios físicos dos horas diarias. Sin embargo, esta obsesión por las actividades deportivas –más allá de ser forzosas– no era algo de suma gravedad. Hasta tenían componentes valiosos. Sin embargo, estas actividades recibieron cierta amonestación por parte del papa en la encíclica.15 Preocupante era el desprecio del nazismo por quienes no podían cumplir cabalmente los entrenamientos. A la exaltación del vigor atlético y desarrollo físico, le era concomitante el desdén por quienes no estuvieran a la altura del nivel anhelado. Al respecto, nuestro niño recordaba que las autoridades nazis trasladaron en aquel tiempo a su primo con síndrome de Down para otorgarle, supuestamente, una mejor asistencia sanitaria. Un tiempo después, el gobierno informó que había muerto de pulmonía y que se había incinerado su cuerpo. Nuestro niño comprendería, con el paso de los años, que su primo había sido víctima de la campaña de eliminación de aquellos a quienes el nazismo consideraba disminuidos mentales. En esos tiempos, el niño fue obligado a formar parte de la juventud del partido nazi, pero la abandonó rápidamente (Urdaci, 2005: 108-110). La obligatoriedad de formar parte de la juventud del régimen fue criticada en la Mit brennender Sorge. El papa exigió que se abstuviera de hostilizar a la fe cristiana y a la Iglesia.
La penúltima sección del documento estuvo dedicada a los sacerdotes y religiosos. El papa relató las duras circunstancias y los tiempos difíciles que vivían los clérigos católicos en la Alemania nazi. Describió los dolores y las persecuciones que estaban padeciendo y denunció que algunos de ellos habían sido encarcelados o mandados a campos de concentración.16
A los fieles laicos estuvo consagrado el último apartado e hizo referencias a los sufrimientos que estaban padeciendo. Repudió las medidas violentas y la opresión que se cernía sobre ellos. Pío XI concluyó el escrito rebatiendo las ansias de los que imaginaban y deseaban la desaparición de la Iglesia. El sucesor de Pedro preanunciaba una nueva victoria:
Entonces los enemigos de Cristo –estamos seguros de ello–, que se vanaglorian de la desaparición de la Iglesia, reconocerán que se han alegrado demasiado pronto y que han querido sepultarla demasiado aprisa.
Ese triunfo llevará al pueblo alemán, seguía el pontífice, a encontrar el camino del retorno a la religión. Así, esperanzadamente, terminaba Mit brennender Sorge.
Aunque exceda la finalidad de este estudio, no queremos dejar esta historia sin darle un punto final. La encíclica circuló por todo el país, pese a que la prensa nazi se negó a publicarla y la policía del régimen confiscó todos los ejemplares que pudo. El tirano nazi, enfurecido, emprendió una campaña de difamación contra el catolicismo y la persecución a los católicos se intensificó.
Años después –más allá de las intimidaciones y las intenciones destructivas que podía tener el nazismo hacia la Iglesia católica romana–, los oficiales de Hitler ocuparon la península italiana, pero no pudieron hacer efectivas sus amenazas. Las tropas nazis se pasearon triunfales, soberbias y prepotentes por toda Roma, pero no se atrevieron, nunca, a cruzar los límites del Estado Vaticano. La Iglesia no necesitaba tener divisiones militares para que se la respetara.17
Ya en el presente siglo, el niñito alemán criado a orillas del río Inn –que no era otro que Joseph Ratzinger– se convirtió en el papa Benedicto XVI, la máxima autoridad de la Iglesia católica, cuya presencia sigue firme y vigente en todo el orbe. El nazismo y su delirante y estrafalario Tercer Reich se han perdido en el fondo de la historia, dejando tras de sí el recuerdo de sus horrendos crímenes.
Divini Redemptoris (1937): el peligro del comunismo
Casi en simultáneo a la reprobación del régimen nazi, la Iglesia publicó una carta encíclica, titulada Divini Redemptoris (Pío XI, 1937b), destinada a condenar los errores del comunismo ateo y alertar sobre su peligro.
El comunismo ateo era calificado como una amenaza para la civilización cristiana. En el abuso contra los trabajadores perpetrados por el liberalismo, que era calificado como irreligioso y amoral, se encontraba el fundamento que permitió la proliferación de las ideas comunistas. El liberalismo era la causa y el comunismo su consecuencia.18 Ante el ateísmo promovido por las ideas comunistas, el papa Pío XI recordaba el elemento espiritual de cada ser humano y de Dios. A los fines del presente estudio, tienen particular interés las proposiciones que el documento hizo acerca del orden económico-social. Se evocaban los principios establecidos en la Rerum novarum y en la Quadragesimo anno. Se insistía sobre la naturaleza individual y social de la propiedad privada19 y la dignidad del trabajo.
Del mismo modo, recordó una enseñanza central de su doctrina social: el objetivo de promover la armonía y la coordinación de todas las fuerzas sociales. Entre los poseedores del capital y los trabajadores deben existir relaciones de mutuo apoyo y ayuda. El obrero debe cobrar un salario justo que alcance para sí y para su familia. De la misma manera, la Iglesia indicaba que el remedio a la ruina provocada por el liberalismo no era la lucha de clases ni el abuso autocrático del poder estatal. La solución se hallaba en la instauración de la justicia social. Para que se verificara ese orden justo, el obrero debía tener asegurado su propio sustento y el de su familia, a través del salario; adquirir una modesta fortuna que los aleje de la pobreza y contar con una pensión en tiempos de vejez, enfermedad o desempleo. En definitiva, el comunismo era un peligro que debía ser detenido gracias a una inteligente y justa política inspirada en los principios socialcristianos.