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26 CHANTAJE

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Tuve que llamar con ganas al timbre de mi cliente antes de obtener contestación. Me abrió la puerta el chófer, alto y bronceado. Iba vestido con camiseta y pantalones y sujetaba un taco de billar en un puño.

—¿Qué quiere? —me preguntó, y luego, cuando me hubo echado otro vistazo, dijo—: Ah, es usted, ¿verdad? Bueno, ¿qué quiere?

—Quiero ver al señor Willsson.

—¿A las cuatro de la madrugada? Váyase de aquí. —Y empezó a cerrar la puerta.

Hice cuña con un pie. Levantó la mirada del pie a la cara, alzó el taco de billar y me preguntó:

—¿Quiere que le parta la rótula?

—No estoy de broma —insistí—. Tengo que ver al viejo. Díselo.

—No tengo por qué decírselo. Esta misma tarde me ha dicho que si venía por aquí no quería verle.

—¿Ah, sí? —Saqué del bolsillo las cuatro cartas de amor, cogí la primera, la menos estúpida, se la tendí al chófer y le dije—: Dale esto y dile que estoy sentado en las escaleras con las demás. Dile que voy a esperar cinco minutos y luego voy a llevárselas a Tommy Robbins, de Consolidated Press.

El chófer miró la carta con el ceño fruncido y dijo:

—¡Al infierno Tommy Robins y su tía ciega!

Cogió la carta y cerró la puerta.

Cuatro minutos después abrió de nuevo la puerta y dijo:

—Venga, adelante.

Lo seguí escaleras arriba hasta el dormitorio del viejo Elihu.

Mi cliente estaba sentado en la cama con la carta de amor arrugada en un puño redondo y rosado y el sobre en el otro.

Tenía el pelo corto erizado. Sus ojos redondos estaban tan enrojecidos como azulados. Las líneas paralelas de su boca y su barbilla casi se tocaban. Estaba de un humor estupendo.

Nada más verme gritó:

—Así que después de tanto fanfarronear ha tenido que acudir de nuevo al viejo pirata para que le salve el cuello, ¿eh?

Le dije que no venía por nada semejante. Le advertí que si iba a hablar como un idiota más le valía bajar la voz para que en Los Ángeles no se enteraran de lo idiota que era.

El viejo subió el tono un poco más y aulló:

—Porque haya robado un par de cartas que no le pertenecen, no vaya a creer que...

Me llevé los dedos a los oídos. No ahogaron el alboroto, pero resultaron lo bastante insultantes para que atajara sus berreos.

Aparté los dedos y dije:

—Eche de aquí a su lacayo para que podamos hablar. No lo necesitará. No pienso hacerle daño.

—Fuera —le dijo al chófer.

El chófer me lanzó una mirada sin el menor cariño y se fue, cerrando la puerta a su espalda.

El viejo Elihu se puso en plan acuciante y me exigió que le entregara el resto de las cartas de inmediato. Con palabras tan sonoras como blasfemas me dijo que quería saber dónde las había obtenido y qué hacía con ellas, y me amenazó con esto, aquello y lo de más allá, aunque sobre todo me maldijo.

No le entregué las cartas, sino que le dije:

—Se las cogí al hombre que contrató para que las recuperara. Es una pena para usted que tuviera que asesinar a la chica.

Se esfumó de la cara del viejo su habitual tonalidad rojiza y esta adquirió un color rosado normal. Frunció los labios sobre los dientes, me miró con el entrecejo arrugado y me dijo:

—¿O sea que así es como lo va a presentar?

La voz le brotó comparativamente queda del pecho. Estaba preparado para pelear.

Acerqué una silla a la cama, tomé asiento, puse la mueca más cínica que pude y dije:

—Es una posibilidad.

Me miró, moviendo los labios sin pronunciar palabra.

—Es el cliente más retorcido con el que me las he visto. ¿Qué hace? Me contrata para limpiar la ciudad, cambia de idea, arremete contra mí, me aprieta hasta que empieza a dar la impresión de que soy el vencedor, luego se queda viéndolas venir y ahora que cree que estoy otra vez acabado, ni tan solo quiere dejarme entrar en su casa. Suerte que he tropezado con esas cartas.

—Eso es chantaje —dijo.

Me reí y repuse:

—Vaya, quién habla de chantaje... Muy bien, supongamos que lo es. —Di unos golpecitos con el índice en el borde de la cama—. No estoy acabado, abuelo. He ganado. Acudió a mí llorando y me dijo que unos maleantes le habían arrebatado su pueblecito. Pete el Finlandés, Lew Yard, Thaler el Susurro y Noonan. Y ahora, ¿dónde están?

»Yard murió el martes por la mañana. Noonan esa misma noche, el Susurro el miércoles por la mañana y el Finlandés hace un rato. Voy a devolverle su ciudad tanto si quiere como si no. Si eso es chantaje, pues muy bien. Ahora lo que va a hacer es lo siguiente. Va a ponerse en contacto con el alcalde, porque supongo que esta ciudad asquerosa tiene un alcalde, y usted y él van a llamar al gobernador... Cállese hasta que haya terminado.

»Va a decirle al gobernador que la policía de su ciudad se ha desmadrado, que hay contrabandistas haciendo las veces de agentes de policía, y demás. Va a pedirle ayuda: lo mejor sería que viniera la guardia nacional. No sé cómo funcionan los distintos tinglados que hay en la ciudad, pero sí sé que los peces gordos, los que le daban miedo, están muertos. Los que poseían demasiada información sobre usted para que les plantase cara. En estos mismos momentos hay un montón de chicos maquinando como locos para ocupar el lugar de esos muertos. Cuantos más, mejor. A los soldados de guante blanco les resultará mucho más fácil hacerse con el control de la situación mientras todo sigue desorganizado. Y no es muy probable que ninguno de los sustitutos sepa lo bastante sobre usted para causarle mucho perjuicio.

»Va a encargarse de que el alcalde, o el gobernador, el que se ocupe de estos asuntos, suspenda a las fuerzas policiales de Personville al completo y deje que las tropas que envíen se encarguen de todo hasta que usted pueda organizarlas de nuevo. Tengo entendido que el alcalde y el gobernador son peones de su propiedad. Harán lo que les diga. Y lo que va a decirles es esto. Puede hacerse y hay que hacerlo.

»Entonces recuperará su ciudad, bonita y limpia y lista para que se la eche otra vez a los perros. Si no lo hace, voy a pasarles estas cartas suyas a los buitres de la prensa, y no me refiero a los que tiene en plantilla en el Herald, sino a las asociaciones de prensa. Le saqué las cartas a Dawn. Se divertirá de lo lindo intentando demostrar que no lo contrató para recuperarlas, y que no mató a la chica al hacerlo. Pero esa diversión no es nada comparado con lo que se divertirá la gente leyendo estas cartas. Echan chispas. No me reía tanto con nada desde que los puercos se comieron a mi hermano pequeño.

Guardé silencio.

El viejo estaba tembloroso, pero no había miedo en sus temblores. Volvía a estar rojo. Abrió la boca y bramó:

—¡Publíquelas, maldita sea!

Las saqué del bolsillo, las dejé caer en su cama, me levanté de la silla, me puse el sombrero y dije:

—Daría la pierna derecha por poder creer que la chica fue asesinada por la persona que envió a recuperar las cartas. ¡Dios santo, cómo me gustaría dar carpetazo a este trabajo mandándolo al cadalso!

No tocó las cartas. Dijo:

—¿Me ha contado la verdad sobre Thaler y Pete?

—Sí. Pero ¿qué importa eso? Será algún otro el que lo mangonee.

Apartó las mantas y descolgó por encima del borde de la cama las gruesas piernas enfundadas en el pijama y los pies de tono rosado.

—¿Tiene agallas —me espetó— para aceptar el puesto que le ofrecí en otra ocasión, el de jefe de policía?

—No. He perdido las agallas librando sus batallas mientras usted se quedaba en la cama pensando nuevas maneras de repudiarme. Búsquese otra ama de cría.

Me fulminó con la mirada. Entonces asomaron a sus ojos unas arrugas de sagacidad.

Asintió con su anciana cabeza y dijo:

—Le da miedo aceptar el puesto. Así que mató a la chica, ¿no?

Lo dejé igual que la vez anterior, le dije que se fuera al infierno y me largué.

El chófer, que aún blandía el taco de billar y me miró con la misma ausencia de cariño, me salió al paso en la planta baja y me acompañó hasta la puerta, casi como si tuviera ganas de que yo empezara algo. No lo empecé. Dio un portazo a mi espalda.

La llegada de la luz del día daba una tonalidad gris a la calle.

Algo más arriba había un cupé negro debajo de unos árboles. No alcanzaba a ver si llevaba algún ocupante. Preferí no arriesgarme y me fui en dirección contraria. El cupé me siguió.

No tiene mucho sentido correr por la calle cuando te persiguen automóviles. Me detuve de cara al coche que seguía acercándose. Aparté la mano del costado cuando vi la cara roja de Mickey Linehan al otro lado del parabrisas.

Me abrió la puerta para que subiera.

—Imaginaba que vendrías por aquí —dijo cuando me senté a su lado—, pero he llegado con un par de segundos de retraso. Te he visto entrar, pero estaba muy lejos para alcanzarte.

—¿Qué tal te ha ido con la policía? —le pregunté—. Más vale que sigas adelante mientras hablamos.

—No sabía nada, no podía suponer nada, no tenía idea de lo que te traías entre manos, sencillamente llegué a la ciudad y tropecé contigo. Viejos amigos y todo ese rollo. Seguían machacándome cuando empezó el barullo. Me tenían en una de las salitas enfrente de la sala de reuniones. Cuando se montó el circo me largué por una de las ventanas traseras.

—¿Cómo terminó el circo? —pregunté.

—Los maderos los cosieron a tiros. Recibieron el chivatazo con media hora de antelación y tenían todo el vecindario lleno de agentes especiales. Por lo visto fue una trifulca de las buenas mientras duró; los polis tampoco lo tuvieron nada fácil. Fue cosa de la banda del Susurro, tengo entendido.

—Sí. Reno y Pete el Finlandés se enzarzaron anoche. ¿Has oído algo al respecto?

—Solo que se liaron a tiros.

—Reno mató a Pete y se encontró con una emboscada cuando huía. No sé qué pasó después. ¿Has visto a Dick?

—Fui a su hotel y me dijeron que dejó la habitación para coger el tren nocturno.

—Lo envié a casa —me expliqué—. Por lo visto creía que yo maté a Dinah Brand. No dejaba de darme la vara con eso.

—¿Y?

—¿Quieres decir que si la maté? No lo sé, Mickey. Intento averiguarlo. ¿Quieres seguir conmigo o quieres volverte a la costa con Dick?

Mickey dijo:

—No te pongas tan gallito por un mísero asesinato que igual ni siquiera fue cosa tuya. ¿Qué demonios? Sabes que no le levantaste a la chica el dinero y las joyas.

—El asesino tampoco. Seguían allí a las ocho de la mañana, cuando me fui. Dan Rolff pasó por el apartamento entre entonces y las nueve. Seguro que no se las hubiera llevado. El... ¡Ya lo tengo! Los polis que encontraron el cadáver, Shepp y Vanaman, llegaron a las nueve y media. Además de las joyas y el dinero, unas cartas que el viejo le había escrito a la chica fueron sustraídas, no hay otra posibilidad. Me las encontré luego en el bolsillo de Dawn. Los dos detectives desaparecieron más o menos entonces. ¿Lo ves?

»Cuando Shepp y Vanaman encontraron a la muchacha muerta saquearon la casa antes de dar la alarma. Puesto que el viejo Willsson es millonario, las cartas les parecieron interesantes, así que se las llevaron con los demás objetos de valor, y se las entregaron al picapleitos para que se las vendiera a Elihu. Pero Dawn fue asesinado antes de que pudiera hacerlo. Las cartas me las llevé yo. A Shepp y Vanaman, tanto si sabían que no se habían hallado las cartas en posesión del muerto como si no, les entró canguelo. Temían que siguieran el rastro de las cartas hasta ellos. Tenían el dinero y las joyas. Se largaron.

—Parece bastante verosímil —convino Mickey— pero no creo que nos sirva para identificar a los asesinos.

—Aclara un poco el asunto. Intentaremos aclararlo un poco más. A ver si encuentras Porter Street y un viejo almacén con un letrero de la Redman. Según tengo entendido, Rolff mató allí al Susurro, se le acercó y lo acuchilló con el picahielo que había encontrado clavado en la chica. Si lo hizo así, entonces el Susurro no la mató. O se habría visto venir algo parecido y no habría permitido que el tuberculoso se le acercase tanto. Me gustaría echar un vistazo a sus restos y asegurarme.

—Porter está al otro lado de King —dijo Mickey—. Probaremos primero con el extremo sur. Está más cerca y es más probable que haya almacenes. ¿Qué piensas de ese tal Rolff?

—Queda excluido. Si mató al Susurro por cargarse a la chica, eso lo descarta. Además, ella tenía magulladuras en las muñecas y la mejilla, y él no era lo bastante fuerte para forcejear así. Yo diría que se largó del hospital, pasó la noche Dios sabe dónde, se presentó en casa de la chica después de que yo me hubiera ido esa mañana, entró con su propia llave, la encontró, decidió que aquello había sido cosa del Susurro, le desclavó el picahielo y se fue a por el Susurro.

—Entonces —dijo Mickey—, ¿de dónde has sacado la idea de que podrías haberlo hecho tú?

—Ya está bien —le dije con malos humos cuando enfilábamos Porter Street—. Vamos a buscar nuestro almacén.

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