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2 EL NARIGUDO

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Dediqué un par de horas a ir de puerta en puerta por el vecindario, intentando localizar al tipo que habían visto la señora y la señorita Leggett. Con ese no tuve suerte, pero averigüé algo sobre otro. Una tal señora Priestly —una pálida mujer medio inválida que vivía tres puertas calle abajo— fue la primera que me dio noticias suyas.

La señora Priestly acostumbraba a sentarse delante de una de las ventanas delanteras por la noche cuando no podía dormir. Había visto a ese hombre un par de noches. Dijo que era alto y joven, creía, y que caminaba con la cabeza echada hacia delante. La calle estaba muy poco iluminada para que pudiera describir su ropa y su tez.

Lo había visto por primera vez la semana anterior. Había pasado arriba y abajo por la acera de enfrente cinco o seis veces, a intervalos de quince o veinte minutos, con la cara vuelta como si vigilara algo, o buscara algo, en el lado de la calle de la señora Priestly y de los Leggett. Le parecía que esa noche lo había visto la primera vez entre las once y las doce, y hacia la una la última. Unas noches después, el sábado, había vuelto a verlo, aunque esta vez no caminaba, sino que estaba parado en la esquina, mirando calle arriba, en torno a medianoche. Media hora después se marchó, y no había vuelto a verlo.

La señora Priestly conocía a los Leggett de vista, pero no sabía gran cosa sobre ellos, más allá de que se comentaba que su hija era un tanto alocada. Parecían buena gente, pero guardaban las distancias. Él se había mudado a la casa en 1921, a solas salvo por el ama de llaves, una tal señora Begg, que, según tenía entendido la señora Priestly, ahora estaba con una familia apellidada Freemander en Berkeley. La señora Leggett y Gabrielle no habían ido a vivir con Leggett hasta 1923.

La señora Priestly dijo que no estuvo mirando por la ventana la noche anterior, y que por tanto no había podido ver al individuo que la señora Leggett había visto en la esquina.

Un hombre llamado Warren Daley, que vivía en la acera de enfrente, cerca de la esquina donde la señora Priestly viera a aquel tipo, había sorprendido cuando echaba la llave el domingo por la noche a un hombre —al parecer el mismo— en la galería. Daley no estaba en casa cuando llamé a su puerta, pero, después de ponerme al tanto de aquello, la señora Daley lo localizó por teléfono para que pudiera hablar con él.

Daley dijo que el hombre estaba plantado en la galería, o bien escondiéndose o bien vigilando a alguien calle arriba. En cuanto Daley abrió la puerta, el hombre salió corriendo calle abajo sin prestar atención al «¿Qué está haciendo ahí?» que le dirigió Daley. Este dijo que era un hombre de unos treinta y dos o treinta y tres años, bastante bien vestido con ropa oscura, y que tenía la nariz larga, fina y afilada.

Eso fue todo lo que conseguí sacarles a los vecinos. Luego me fui a las oficinas de Spear, Camp y Duffy en Montgomery Street, y pregunté por Eric Collinson.

Era un tipo joven, rubio, alto, corpulento, bronceado y elegante, con la cara atractiva y poco inteligente de alguien que debía de saberlo todo sobre jugar al polo, o cazar, o volar o algo por el estilo —tal vez incluso sobre dos de esos pasatiempos— pero no gran cosa sobre nada más. Nos sentamos en un rechoncho sofá de cuero en la sala destinada a los clientes, que, ahora, una vez concluida la jornada, estaba vacía salvo por un muchacho esmirriado que garabateaba cifras en una pizarra. Le conté a Collinson lo del robo y le pregunté por el hombre que habían visto él y la señorita Leggett el sábado por la noche.

—Era un tipo de aspecto común y corriente, hasta donde pude ver. Estaba oscuro. Era bajo y fornido. ¿Cree que se los llevó él?

—¿Salía de la casa de los Leggett? —le pregunté.

—Del jardín, por lo menos. Parecía nervioso; por eso pensé que igual había estado metiendo las narices donde no debía. Sugerí ir tras él y preguntarle qué se traía entre manos, pero Gaby no quiso que lo hiciera. Tal vez fuera un amigo de su padre. ¿Se lo ha preguntado? Se codea con tipos raros.

—¿No era tarde para que se marchara una visita?

Desvió la mirada, así que le pregunté:

—¿Qué hora era?

—Medianoche, diría yo.

—¿Medianoche?

—Eso es. El momento en que las tumbas dejan salir a sus muertos y los fantasmas merodean.

—La señorita Leggett dijo que eran más de las tres.

—¡Ahí lo tiene! —exclamó en un afable tono triunfal, como si hubiera demostrado algo sobre lo que estábamos discutiendo—. Está medio ciega y no quiere ponerse gafas por miedo a no estar tan guapa. Siempre comete errores así. Juega fatal al bridge: confunde doses con ases. Probablemente eran las doce y cuarto, y al mirar el reloj confundió las agujas.

Yo dije: «Es una pena» y «Gracias», y me fui a la joyería de Halstead y Beauchamp en Geary Street.

Watt Halstead era un hombre fino, pálido, calvo y gordo con los ojos fatigados y el cuello de la camisa más ajustado de la cuenta. Le dije lo que me llevaba allí y le pregunté hasta qué punto conocía a Leggett.

—Lo conozco como el buen cliente que es y por su reputación como científico. ¿Por qué lo pregunta?

—El asunto del robo no está claro, al menos en algunos aspectos.

—Ah, se equivoca. Es decir, se equivoca si cree que un hombre de su talla podría estar involucrado en algo así. Una criada, claro; sí, es posible, ocurre a menudo, ¿verdad? Pero Leggett, no. Es un científico de renombre, ha llevado a cabo un trabajo notable con el color, y, a menos que nuestro departamento de crédito esté mal informado, es un hombre con una renta más que excelente. No quiero decir que sea rico en el sentido moderno de la palabra, pero sí demasiado pudiente para hacer algo así. Y, en confianza, me consta que su cuenta en el Seaman’s National Bank arroja en estos momentos un saldo positivo de diez mil dólares. Bueno, esos ocho diamantes no debían de valer más de mil doscientos o mil trescientos dólares.

—¿Precio de venta al público? ¿Entonces le costaron a usted quinientos o seiscientos?

—Bueno —dijo sonriente—, cerca de setecientos cincuenta.

—¿Cómo es que le cedió los diamantes?

—Es cliente nuestro, como le he dicho, y cuando me enteré de lo que había hecho con el cristal, pensé que sería maravilloso que se pudiera utilizar el mismo método con los diamantes. Fitzstephan, que fue en buena medida quien me puso al tanto del trabajo de Leggett con el cristal, era escéptico, pero yo creía que merecía la pena intentarlo, y sigo creyéndolo, así que convencí a Leggett de que lo intentase.

El nombre de Fitzstephan me sonaba. Le pregunté:

—¿A qué Fitzstephan se refiere?

—A Owen, el escritor. ¿Lo conoce?

—Sí, pero no sabía que estuviera en la costa. Antes solíamos irnos de copas. ¿Sabe su dirección?

Halstead me la buscó en la guía telefónica; tenía un apartamento en Nob Hill.

De la joyería fui al barrio donde estaba la casa de Minnie Hershey. Era un vecindario negro, lo que hacía que obtener información fiable fuera el doble de difícil de lo que ya era habitualmente.

Lo que logré averiguar fue lo siguiente: la chica había venido a San Francisco desde Winchester, Virginia, cuatro o cinco años atrás, y llevaba el último año y medio viviendo con un negro llamado Rhino Tingley. Uno me dijo que el nombre de pila de Rhino era Ed, otro que Bill, pero coincidieron en que era joven, grande y negro y se le podía reconocer fácilmente por la cicatriz que tenía en el mentón. También me dijeron que sus ingresos dependían de Minnie y del billar; que no era mal tipo salvo cuando se enfadaba. Entonces por lo visto era un auténtico demonio; y que podía verlo a primera hora de cualquier noche en la barbería de Bunny Mack o en el estanco de Bigfoot Gerber.

Averigüé dónde estaban esos establecimientos y luego me fui otra vez al centro, a la comisaría del Palacio de Justicia. No había nadie en el despacho que se encargaba de las casas de empeños. Crucé el pasillo y le pregunté al teniente Duff si habían destinado a alguien al caso Leggett.

Me dijo:

—Vete a ver a O’Gar.

Fui a la sala de reuniones en busca de O’Gar, preguntándome qué tenía que ver él —un sargento detective de Homicidios— con mi caso. No estaban ni O’Gar ni Pat Reddy, su compañero. Fumé un pitillo, intenté imaginar quién habría sido asesinado y decidí telefonear a Leggett.

—¿Ha ido a verle algún detective de la policía desde que estuve yo? —le pregunté al oír su áspera voz.

—No, pero hace un rato ha llamado la policía y le ha pedido a mi mujer y mi hija que vayan a un lugar en Golden Gate Avenue para ver si pueden identificar a un hombre. Se han marchado hace unos minutos. Como no vi al supuesto ladrón, no las he acompañado.

—¿A qué altura de Golden Gate Avenue?

No recordaba el número, pero sabía la manzana: al norte de Van Ness Avenue. Le di las gracias y fui hacia allá.

En la manzana indicada encontré a un poli de uniforme delante de la puerta de un pequeño edificio de apartamentos. Le pregunté si estaba O’Gar.

—Arriba, en el 310 —dijo.

Subí en un ascensor destartalado. Al bajarme en la tercera planta, me encontré de frente con la señora Leggett y su hija, que se marchaban.

—Confío en que ahora ya esté convencido de que Minnie no tuvo nada que ver con el asunto —me reprendió la señora Leggett.

—¿Ha dado la policía con el hombre que vieron?

—Sí.

Le dije a Gabrielle Leggett:

—Eric Collinson asegura que no era más que medianoche, o poco después, cuando la llevó a casa el sábado.

—Eric —dijo con irritación, mientras pasaba por mi lado para entrar en el ascensor— es un idiota.

Su madre, que la seguía hacia la cabina del ascensor, la regañó:

—Venga, cariño.

Recorrí el pasillo hasta una puerta donde Pat Reddy estaba hablando con un par de periodistas, saludé, me abrí paso para acceder a un pasillo estrecho y lo crucé hasta una habitación pobremente amueblada, donde un hombre muerto yacía en una cama abatible.

Phels, de la sección de identificación de la policía, levantó la vista de la lupa para saludarme con un gesto de cabeza y luego reanudó su inspección del borde de una sencilla mesa de madera.

O’Gar asomó la cabeza y los hombros por la ventana y gruñó:

—Vaya, ¿otra vez tenemos que aguantarte?

O’Gar era un hombre fuerte e impasible de cincuenta años, que llevaba sombreros negros de ala ancha como los de los sheriffs de las películas. No había lugar para tonterías en su dura cabeza en forma de bala, y resultaba cómodo trabajar con él.

Eché un vistazo al cadáver: era un hombre de unos cuarenta, con la cara pálida y rasgos toscos, pelo corto algo canoso, bigote moreno y desaliñado y brazos y piernas fornidos. Tenía un orificio de bala justo encima del ombligo, y otro más arriba en el lado izquierdo del pecho.

—Es un hombre —dijo O’Gar, cuando yo volvía a taparlo con la sábana—. Está muerto.

—¿Qué más te han contado? —indagué.

—Parece ser que este y otro tipo birlaron las joyas y luego el otro tipo decidió quedarse con todo el botín. Los sobres están aquí —O’Gar se los sacó del bolsillo y los contó rápidamente pasando el pulgar por el borde—, pero los diamantes no. Estos salieron por la escalera de incendios con el otro tipo hace un rato. Lo han visto largarse, pero lo han perdido de vista en cuanto han atajado por la callejuela. Era un tipo alto con la nariz larga. Este —señaló la cama con los sobres— llevaba aquí una semana. Se llama Louis Upton, y su equipaje lleva etiquetas de Nueva York. No lo conocemos. En este antro no hay ni una sola persona dispuesta a confesar que lo vio en compañía de alguien. Nadie está dispuesto a admitir que conocía al narigudo.

Entró Pat Reddy. Era un joven grande y jovial, casi con sesera suficiente para compensar su poca experiencia.

Les dije a él y a O’Gar todo lo que había averiguado sobre el caso hasta el momento.

—¿El narigudo y este pavo se turnaban para tener vigilada la casa de Leggett? —sugirió Reddy.

—Es posible —dije—, pero hay indicios de que alguien de dentro estaba involucrado. ¿Cuántos sobres tienes, O’Gar?

—Siete.

—Entonces falta el del diamante que dejaron en el césped.

—¿Qué hay de la chica mulata? —preguntó Reddy.

—Esta noche voy a ver si localizo a su hombre —dije—. ¿Os habéis puesto en contacto con Nueva York para ver si saben algo de este tal Upton?

—Ajá —asintió O’Gar.

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