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11. No estás sola

Dios sanó las heridas de los que habían perdido toda esperanza (Salmo 147,3)

Son las cinco de la tarde. María espera junto a la ventana, sentada en su silla de ruedas. María es una mujer de semblante envejecido pero llena de energía. Su vida ha sido dura. Su corazón ha sido traspasado una y otra vez: la muerte repentina de su marido, la ruptura con sus hijos, la enfermedad, el internamiento en el hospital y finalmente la soledad y el aislamiento.

Pero hoy, María espera confiada y con una cierta calma. Hoy la visitará su prima. La prima de María no ha tenido una vida fácil. Su padre la abandonó cuando era una niña, su madre tenía problemas con el alcohol y ella empieza a estar enganchada a algunas drogas.

María recibe a su prima. Un beso, una sonrisa, pocas palabras y enseguida se dirigen al jardín del hospital. Las horas pasan y ambas mujeres conversan tranquilamente en el bar del hospital. Sin embargo, de pronto, la prima de María siente algo…

Algo que es como una luz, como una llamada, como el susurro de una palabra, como una brisa suave… Algo que le impulsa a levantarse de la silla y a decir con calma: «María, voy al lavabo». La prima de María se levanta y llega al lavabo, pero no entra en él sino que camina jardín arriba, con paso monótono pero decidido, cada vez más rápido, cada vez más arriba, siempre hacia lo alto… hasta que desaparece en el horizonte…

Pasan los minutos y algunas horas y María sigue en el bar, sola, sin comprender nada, esperando contra toda esperanza. Al cabo de un rato María pide a la empleada del bar que llame a su pabellón para que la vengan a buscar…

María, no estás sola. Si en la oscuridad de la noche no has oído tu nombre no es porque Él no lo haya pronunciado. El Señor vive dentro de ti y te espera, te busca, te nombra y te dice: soy el Padre de los huérfanos, el defensor de las viudas y, desde la morada donde resido, preparo un hogar para los que están solos y desamparados (cf. Salmo 68,6-7).

Retales de sus vidas

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