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7. El caramelo y el monje

¡Cuán dulces son a mi paladar Tus palabras! Sí, más que la miel a mi boca (Salmo 109,103)

Hace ya algunos años un monje benedictino me explicó una pequeña historia de cuando era niño. Hacía poco tiempo que había terminado la Guerra Civil Española. Sus padres eran pobres y apenas tenían dinero para alimentar a sus hijos. El monje me explicaba que pocas veces le regalaban caramelos, pero que, cuando le daban uno, era un día de fiesta mayor. Recordaba que cuando tenía el dulce en sus manos, abría con ilusión el envoltorio, se lo ponía en la boca, lo saboreaba unos minutos y lo volvía a envolver. De este modo el caramelo podía durar un día entero. Y durante muchas horas permanecía el sabor de aquella golosina en la boca de aquel niño.

«Pues lo mismo pasa –me decía aquel monje– con la Palabra de Dios en nuestro corazón». Cuando la leemos con atención, la meditamos y hacemos oración de ella, nos queda durante todo el día su aroma de paz, alegría y amor.

Relata el cura de Ars que un día encontró en su parroquia a un campesino que llevaba más de una hora rezando delante del Sagrario. Cuando el sacerdote le preguntó qué hacía allí tanto rato, este le respondió: «Yo le miro, Él me mira, y los dos somos felices».

La oración puede abrir una nueva dimensión a nuestra existencia. La vida es un sueño profundo en el que el hombre se abandona entre las manos de Dios. Cada día podemos ponernos en presencia de Dios y ofrecerle nuestras alegrías y penas de la jornada. El instante más pequeño de nuestra vida, Dios puede convertirlo en algo maravilloso, si se lo damos de corazón.

Termino con una adaptación de un escrito del poeta Hafiz, que nos puede ayudar a empezar la mañana y animarnos a orar más:

«Aquella mañana, cuando comencé a despertarme, apareció de nuevo ese sentimiento de que Tú, Amado, habías estado velándome y mirándome toda la noche. Amanecí con ese sentimiento y, tan pronto como comencé a despertar, besaste con tus labios mi frente y encendiste una lámpara sagrada en mi corazón».

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