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12. De nuevo, san Martín

Venid benditos de mi Padre, porque estaba desnudo y me vestisteis (cf. Mateo 25,34.36)

Un día de invierno del siglo IV, un soldado del Imperio Romano encuentra a un pobre a las puertas de las murallas de Amiens. Hace mucho frío y el hombre está tiritando. Martín no lo piensa mucho. Desenvaina su espada y con un corte certero corta su capa y le da al pobre la mitad. Ninguno de los dos hombres quedará cubierto del todo, pero tampoco ninguno de los dos morirá de frío.

En aquella época, el Imperio compraba a sus soldados solamente la mitad de su uniforme. Así, Martín, dando la mitad de su capa a aquel hombre, le da todo lo que posee. Esa noche, Martín tiene una visión. Cristo se le aparece y le dice: «Hoy me has vestido…».

Más de mil años más tarde, en otro día frío y gris, la historia se repite… Es un día lluvioso de noviembre. El cielo tiene un color plomizo y metálico. El frío es intenso. Es domingo, y un grupo de enfermos de un hospital psiquiátrico se dirigen a misa. Hoy es un día especial. El hospital ha conseguido que un coro rociero venga a animar la celebración.

Empieza la misa. Hay un paciente que siempre lee la primera lectura. Es un hombre alto, fuerte y moreno, de voz imponente y profunda. El coro alegra la misa y muchos pacientes aplauden emocionados cada una de sus intervenciones. Justo delante de mí se encuentra una mujer joven, vestida con un pijama azul. La mujer sigue la misa con emoción, aplaudiendo, cantando y bailando. Sin embargo, de pronto, algo inesperado ocurre. En una de las canciones la mujer se arranca la parte de arriba del pijama y lo arroja al altar. La chica se queda desnuda de cintura hacia arriba.

Yo estoy justo detrás y me quedo mirando la escena sin saber qué hacer. Lo mismo les pasa a los sacerdotes y a la gente que está a su lado… Todos quedamos como petrificados, menos el hombre fuerte que lee la primera lectura, el cual como un san Martín, desabrocha su camisa y, con una delicadeza llena de cariño tapa a la mujer y la acompaña fuera de la iglesia. De todos los presentes, aquel hombre es el único que se ha hecho pan y se ha dado a los demás.

Cuando termina la misa me encuentro cara a cara con él. Está radiante y no puede dejar de sonreír… Y es que, como nos dice Etty Hillesum en su diario, el amor al prójimo es como un brillo, como una oración que nos ayuda a vivir.

Retales de sus vidas

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