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1. Tu madre

Mujeres buenas hay muchas pero tú, (madre), eres la mejor de todas (Proverbios 31,24)

Las personas más sencillas nos dan a menudo grandes lecciones de vida. Con su fidelidad, con sus «sí» cotidianos, nos muestran tesoros escondidos, perlas enterradas, pequeñas semillas que hacen más humanas nuestras vidas.

Entre ellas, este aviso y recordatorio: no olvidemos nunca dedicar un tiempo a visitar y a estar al lado de nuestros seres queridos.

Me gustaría iluminar este mensaje con una historia que vi en directo hace unos años en una residencia:

Un día, vi como un hijo venía a ver a su madre a primera hora de la tarde. Aquel hombre venía de lejos y había trabajado aquella misma mañana. Su semblante era cansado pero a la vez satisfecho y contento por estar al fin al lado de su madre, aunque solo fuera unas horas.

El hijo la abrazó y la besó con cariño y fue entonces cuando la madre, con voz seria, le dijo lo que nuestras madres nos dicen a menudo: ¡Qué desastre eres Antonio! Seguro que has venido a verme y no has comido nada… Ahora mismo voy a la cocina y te preparo algo, aunque sea una tortilla… Y la mujer hizo el esfuerzo de levantarse y casi se puso de pie, pero no pudo caminar. Y no pudo por un detalle de gran importancia: aquella mujer no recordaba que hacía ya muchos años que se encontraba en una silla de ruedas. Sin embargo, conservaba, escondido pero intacto, el instinto protector por su hijo.

Aquella madre todavía estaba dispuesta a dar todo a cambio de nada. El amor incondicional por su hijo tiró de ella para que se levantara de la silla de ruedas. El amor de una madre dio vida a las palabras de san Juan de la Cruz: «Donde no hay amor, poned amor y encontraréis amor».

Retales de sus vidas

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