Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 10
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Las manos le temblaban como si fueran de gelatina. La derecha se esforzaba por centrar el botón del timbre y pulsarlo, la izquierda estrujaba una bolsa de papel que emitía severos crujidos a modo de queja. Podía haber llamado antes de llegar, aunque prefirió correr el riesgo de que Luna no estuviera en casa a soportar otro rechazo en el teléfono.
—¿Quién es? —preguntó la voz de su hija a través del intercomunicador.
—El peor padre del mundo con los mejores churros de la ciudad.
Joaquín escuchó la risa de Lu y se imaginó la cara de la chica tratando de contenerse pero aceptando la derrota mientras la puerta se abría con un zumbido electrónico. Le dio gusto saber que todavía conocía bien las debilidades de su niña.
Luna sonaba amodorrada, así que prefirió usar las escaleras y darle tiempo extra para recomponerse. También pensó que cansarse un poco le ayudaría para disimular su ansiedad. El terapeuta le había dicho que para obtener avances en su relación con Luna debía ceder y aventurarse en los espacios de ella. Joaquín se había levantado de golpe del diván. Replicó que era el departamento de sus hijas, pero sabía que el dolor no era la barrera invisible que le impedía entrar al lugar. Era el egoísmo. El peso de admitir por completo que le restaba sólo una hija viva en ese lugar. Los días después de la sesión habían sido terribles, cada vez entendía mejor que se aferraba a su hija muerta y perdía las fuerzas para hacer lo mismo con la viva. Tenía que elegir.
—¿Por qué no tomaste el elevador? —Luna interrumpió sus reflexiones. Lo esperaba en la puerta del departamento, en pijama y pantuflas.
—No llegaba, creo que se quedó atorado en otro piso —justificó él, con torpeza.
—Ah, ya. A veces los del piso 3 lo traban, son una lata. ¿Estás bien? ¿Te saco un vaso de agua?
—De hecho… ¿Te molesta si me quedo a desayunar?
Vio cómo los ojos de su hija se abrían de par en par: el mismo gesto de sorpresa desde niña. Ella se apartó de la puerta y le hizo una seña con el brazo, invitándolo a entrar. Joaquín abrió la bolsa mientras pasaba junto a ella, la escuchó inhalar y soltar un mmmm bajito. Contó cada paso hacia la mesita del desayunador. Se obligó a respirar profundo, todo su cuerpo estaba tenso. Cálmate, sólo tienes que ser un papá, sabes cómo hacerlo.
—Perdona el desorden, padre, no sabía que venías. —Luna cerró la puerta.
—No te preocupes, se me ocurrió de último momento. —Movió trastes sucios y unos cuadernos para acomodar la preciada carga.
—Voy a ponerme algo más presentable, hay leche en el refri.
Joaquín sonrió un poco. Su hija todavía recordaba algunos de sus gustos también. No se habían convertido en extraños. Aún había tiempo, después de todo. Hurgó por la cocina tratando de no hacer ruido. Puso algo de leche en una olla, sacó un cucharón de uno de los cajones y comenzó con la preparación del detalle faltante para hacer las paces con Luna. Mientras batía el chocolate se miró las manos. Su argolla de matrimonio brilló emitiendo algunos destellos plateados. En los siete años transcurridos desde la muerte de Mairead, jamás le había pasado por la mente quitársela. Examinó el grabado mientras batía el chocolate. «Las dos manos significan la amistad, el corazón el amor y la corona la lealtad», le había explicado su esposa. Se trataba del anillo tradicional de su país. Cuando quería hacerla enojar, mencionaba los duendes, las monedas de oro, el arcoíris o cualquier cosa verde; el estereotipo la enfurecía. También era bastante pendenciera y su resistencia para beber era legendaria. Sonrió. A menudo podía ver a Mairead reflejada en la naturaleza combativa de Luna.
—¿Huele a chocolate o ya alucino?
—Te tardaste, ¿eh, chamaca? Esto ya casi está —atajó Joaquín.
—¿Todo bien?
—¿Por?
—Padre, trajiste churros de El Moro y me estás haciendo chocolate caliente…
—Nada mal para un domingo, ¿verdad?
Luna sólo levantó los hombros a modo de respuesta.
—Tu refri se ve muy vacío, hija. ¿Estás comiendo bien?
—¡Oye! Creí que venías en son de paz, Joaquín.
Sonrió ante el reclamo. Cuando convenció a su hija de enfocarse sólo en la escuela y la terapia, ella hizo un presupuesto estricto de lo que necesitaba para vivir. Nunca le pidió ni un peso más. Era su forma de no sentirse inútil o incapaz de ver por sí misma. Ese sentido desmedido de orgullo lo heredó de él. Luna siempre le pareció más cabal que Andrea; su hija mayor era un tanto más cínica. Había temporadas en las que ambas peleaban mucho: cosas de hermanas. Eran muy parecidas en el físico y por completo distintas en el carácter. Jamás sospechó que la más alegre de las dos… ni siquiera los años de terapia o las noches de insomne retrospección lo ayudaron a dilucidar la causa.
—¿Estás pensando en Andy? —preguntó Luna, sirviendo el chocolate en dos tazas muy grandes.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Estabas mirando a su recámara. Además, no es como que tengas mucho en qué pensar.
—Para que lo sepas, jovencita, tu padre tiene muchas cosas fantásticas e interesantes en qué pensar. Aunque sí, pensaba en Andy. —Tomó asiento.
—¿Cuánto hace que no comíamos churros juntos?
—Mmmmm, un par de años al menos. —Agradeció que Luna cambiara el tema, pero tampoco se iba a librar tan fácil—. ¿Sí estás comiendo bien? Te veo más delgada.
—Se llama universidad, padre —replicó Luna mientras dirigía su mirada al techo.
—Ya, ya, este viejo sólo se preocupa por ti.
—Tampoco eres tan viejo.
Luna tenía razón: en unos meses Joaquín cumpliría 49 años. Incluso había escuchado que algunas mujeres se referían a él como un hombre «maduro e interesante».
—Ok, hagamos algo. Mientras almorzamos nada de Andrea o de la terapia ¿de acuerdo? —propuso el padre.
—¡Va!
—Entonces… ¿Qué tal tu sábado? ¿Netflix?
—Se supone que tenía una fiesta, pero terminé en el cine con Karen.
Escuchó con atención los detalles de la fiesta que nunca fue. Estaba un poco nostálgico por todo el tiempo que había pasado desde la última vez que ambos conversaron a gusto de cualquier cosa no relativa al duelo.
—En resumen, jamás voy a recuperar la capacidad de salir y moriré sola.
—No seas ridícula, hija. Lo de hoy son los gatos, no los novios. —Luna rio y él sintió que eso le devolvía la vida—. Llévate las cosas con calma, pequeña. No tienes que resolver todo de golpe.
—Supongo… —Tomó un churro y lo sumergió en el chocolate.
—¿Hay algún chico especial?
—No, papá, ninguno. Ni especial ni normal.
—Tú nunca fuiste la de los ligues. —Intentar evadir el tema de Andrea era como caminar por un campo minado. Se apresuró a corregir el rumbo—. Conste que no estoy diciendo que morirás sola ni nada por el estilo, sino que siempre parecías tener algo más importante en mente. Creo que la única vez que realmente te vi enamorada fue del chico aquél…
—¿Qué chico? —habló con la boca llena.
—Iba en la prepa contigo y Andrea. ¡Qué chistoso! No logro recordar más que eso.
—Pues yo no me acuerdo de él para nada, papá.
—¡Ah, amores adolescentes! Para siempre son tres meses.
Luna se quedó callada. A Joaquín le pareció que su hija estaba frustrada por no ser capaz de recordar algo más sobre aquel romance. A decir verdad, él mismo lo estaba, pero trató de restarle importancia. Los afectos de Luna solían ser duraderos y profundos, Andrea era más dada a las relaciones breves, juguetonas. El resto del tiempo se fue hablando sobre el despacho de Joaquín, trabajo, su nulo interés en salir con alguien y cualquier cosa que contara como «ponerse al corriente».
—Ya es tarde, mejor me voy.
—Papá… —La voz de Luna sonaba entrecortada aunque ella se esforzaba en vano por disimularlo—. Podemos quedar otro día… si quieres.
—¡Claro que sí, pequeña! —El pecho de Joaquín se llenó de fuegos de artificio.
Antes de marcharse, ayudó a su hija con los trastes. Pensó en darle un abrazo, pero se contuvo. Poco a poco, se reprendió en silencio. De todas formas, decidió bajar los seis pisos por las escaleras, silbando una tonada alegre. Se sentía vivo por primera vez en años.