Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 18

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La amaba. Después de lo ocurrido era terrible admitirlo, pero el sentimiento no mentía. «Los instintos están para ser seguidos, no ignorados, hijo», fue lo que le dijo su padre en sus prime-

ros entrenamientos. Los cazadores necesitan meterse en la mente de la presa, sentir su ansiedad, el miedo, la adrenalina. Ser racional viene después. Es la forma en que construyes la trampa definitiva, lo que te hace superior al perseguido. Las ideas brotaban con tanta facilidad de su memoria que eran suyas, se las había apropiado, ya no pertenecían al padre.

Dijo su nombre despacio, la primera a fue apremiante como la súplica de un hombre sediento, la segunda sílaba vibró con fuerza en sus cuerdas vocales. Como una reafirmación de lo que su corazón albergaba. La última a salió aliviada como la primera noche que pudo llorar su muerte sin miedo a terminar en la mazmorra por mostrar debilidad. Tres sílabas para resumir su pena.

«La Orden requiere sacrificios, el poder tiene un precio»: ésa fue su letanía para calmarse luego de sus visitas a los sitios de tortura erigidos por su padre. Lo habían engañado, el precio era demasiado alto. Era demasiado tarde, estaba hecho. Quizá por eso la venganza parecía tan sencilla. No se le daba bien mentir, engañar era otro arte. Se engañaba a sí mismo pensando que cortejaba a su amada para hacerlo pasar por verdadero. Sencillo. El parecido entre Luna y Ella era suficiente. Sabía que su objetivo no recordaba nada, ni siquiera lo reconoció. El cazador y la presa, como desde el principio de los tiempos: está en tu sangre, se dijo en voz alta, pero escuchó la de su padre.

El deseo es sólo eso. A fin de cuentas él quería una cosa de Luna, mas no amor. Todos temieron que después de tres años sería demasiado fuerte, hallarla destrozada y sin recuerdos fue un beso de la diosa fortuna. Se estremeció. La emoción lo invadió, estaba tan cerca. Paciencia, no lo eches a perder, se reprochó. Miró su foto, todavía la tenía en la cartera. Estaba oculta en uno de los bolsillos, para evitar que su padre la viera en un descuido. Aquellos ojos color chocolate; al cruzar su mirada con la de Luna escudriñaba en busca de parecidos. Se convencía de que miraba los de Ella, de que le sonreía sólo a Ella. «Cuando lo consiga, tu muerte no habrá sido en vano», le repitió a la fotografía, como si pudiese escucharlo. Una lágrima corrió por su mejilla, se obligó a calmarse.

Pasos en el corredor. La puerta se abrió sin aviso alguno.

—La Orden sesiona esta noche, no me decepciones.

—Entendido, Señor.

Alivio inmenso. El Maestro ni siquiera se dignó a mirarlo, sólo dejó las pastillas para dormir en la mesita más próxima. Guardó el retrato. Debería poner un hechizo contra intrusos, pero su padre lo notaría, asumiría que esconde algo y todo empeoraría. Se resignó a terminar algunas tareas pendientes mientras llegaba la hora de acostarse.

El fuego en la memoria

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