Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 12
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Tip, tip, tip. Hacía frío. Abrió los ojos despacio. El suelo estaba húmedo y duro. Sintió algo de lodo adherido a su mejilla. Se limpió con la manga del suéter. Trató de entender en dónde estaba: era en un callejón. Se levantó. No tenía nada lastimado. Estaba sola. Caminó hacia la salida. La ciudad se veía normal, la gente caminaba por las aceras y nadie pareció notar su presencia. Casi no había autos, sólo un Cadillac negro impecable, como de colección. Los músculos de Luna se tensaron al reconocer el carro. Lo había soñado antes. El vehículo se acercaba a ella. Corrió en dirección a él. Andrea se lo dijo una vez: era mejor correr hacia él porque ganaría tiempo mientras el conductor trataba de darse la vuelta.
Miró de reojo a los tripulantes: todos vestían de negro, llevaban lentes oscuros y voltearon sus rostros hacia ella. Una de las puertas se abrió. Una mano se cerró con fuerza en la pantorrilla de Luna. Cayó. Las uñas del hombre perforaban su piel mientras pataleaba para escapar. Luna consiguió soltarse. Se levantó. Ignoró el dolor lo mejor que pudo para seguir corriendo. Escuchó el rechinar de las llantas. Olía a plástico quemado. Los hombres bajaron del auto para seguirla. No estaban dispuestos a perder tiempo. Ella giró a la izquierda en la primera esquina que encontró. «Siempre ve entre calles, lo importante es que no te alcancen», otro consejo de Andrea. ¿Cuándo le había dicho todo eso?
El aguante comenzaba a fallarle. No podría correr mucho más. Vio una separación entre dos edificios, si lograba entrar lo suficiente y no hacer ruido, quizá podría engañar a sus perseguidores. Se fue introduciendo tan rápido como pudo. Las paredes le lastimaban los brazos. No se escuchaba nada. Luchó por regresar su respiración al ritmo normal, también por mantenerse en silencio. El frío calaba más y más. No tenía noción del tiempo ni modo de asegurarse de que los hombres se hubieran alejado. En algún momento tendría que salir, pero se arriesgaba a que ellos estuvieran ahí. Tampoco puedes quedarte aquí para siempre. El latido de su corazón parecía hacer eco en el escondite. Es sólo una pesadilla, cálmate.
Esperó un poco más aguzando el oído. Silencio absoluto. Comenzó a salir poco a poco. Tenía medio cuerpo de fuera y todo seguía tranquilo. Dio un paso más. Dolor. Una mano se aferró a su cabellera. Jaló con fuerza. El cuerpo de Luna se estrelló contra el suelo. Un pie chocó contra su estómago. Lu jadeaba, peleaba por recuperar el aliento. Las manotas del tipo le envolvieron las costillas. Primero la dejó caer, provocándole rasguños. Después la levantó de nuevo e hizo una mueca sardónica. Se divertía. Sus camaradas se acercaron para indicarle con señas que la llevara al auto. Luna hizo acopio de todas sus fuerzas, tenía una sola oportunidad. Cuando el gorila se preparaba para arrastrarla, la chica lo tomó de la cara y encajó los dedos pulgares en los ojos del sujeto. Él la soltó entre alaridos. Los demás fueron por ella. Empezaba a rendirse cuando reparó en una botella en el suelo. La tomó, la estrelló contra la pared y la apuntó contra su vientre.
Pudo sentir cómo el vidrio atravesaba su piel y arañaba el músculo. Luego, la dureza del suelo contra su espalda. Se incorporó con un grito. Miró su abdomen esperando ver sangre, pero no había nada ahí. Escudriñó los alrededores. Reconoció el piso alfombrado de la sala. Amanecía, el restirador estaba en perfecto orden. Tuvo mejor suerte que las fotocopias sobre las cuales había caído la cabeza de Luna: éstas exhibían un manchón difuso que, descubrió con horror, fue ocasionado por su propia baba. Me madrearon unos cholos, alcanzó a pensar mientras terminaba de despertar. Se levantó a trompicones. Se obligó a ducharse. Deseó no haberlo hecho, sus brazos estaban llenos de moretones, tenía rasguños en los costados, marcas de dedos en la pantorrilla y una mancha redonda en el vientre. Lloró en silencio mientras terminaba de arreglarse para la escuela.