Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 4

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—¿Te pasas? —Luna se limitó a señalar al interior del departamento mientras fijaba la vista en su padre.

—No, aquí te espero.

Dejó la puerta abierta mientras bebía un vaso de agua, caminaba lo más lento posible a su habitación y se tomaba su tiempo para acomodar sus llaves, un brillo labial, un paquete de pañuelos desechables, su cartera, el celular y las llaves en su bolsa. Su papá jamás había puesto un pie dentro del departamento desde lo de Andrea; Luna pensaba que si pudiera tocar el timbre con un palo de escoba lo haría, todo con tal de mantenerse lejos del lugar de la tragedia. Sin embargo, ese sitio también era su hogar. Por mucho que el pasado flotara en el ambiente, habría agradecido que él la visitara de vez en cuando, comer pizza juntos, ver alguna serie. Ella sola no podía borrar el aire opresivo de su hogar por mucho que tratara, pero tampoco podía mudarse y perder lo último que sobrevivía de su hermana.

Regresó a la puerta; él estaba justo donde lo había dejado, ni siquiera dio un paso más hacia adentro. Mirarlo así, con su traje impecable, le daba la impresión de que se alistaban para un trámite burocrático más que para un ritual familiar. Luna vestía jeans negros, una playera del mismo color, un suéter color vino y botas industriales. La sola idea de vestir colores alegres la irritaba; su guardarropa sólo tenía prendas oscuras.

Luna empezaba a imaginarse la tortura del elevador. Salió al pasillo detrás de su padre y se tomó su tiempo para cerrar la puerta. Cuando lo alcanzó, él ya se enfilaba hacia las escaleras. NO FUNCIONA, anunciaba una cartulina neón con tipografía irregular. Mejor así. Le aliviaba no tener que forzar una conversación inútil. Bajaron las escaleras en silencio y una pequeña sonrisa traicionera se le dibujó en los labios al notar que, al igual que ella, su padre contaba los escalones al bajar. Andrea decía que eran idénticos, Luna ya no estaba tan segura. Cada interacción era más incómoda que la anterior. Era como si ella y su papá estuvieran separados por vidrios polarizados todo el tiempo. Era poco más que una sombra para su padre, no acertaba con la forma de acercarse de nuevo a él, si tal cosa existía siquiera. Terminaron el descenso y caminaron al auto. ¿Cuál círculo de Dante es éste? Tuvo que respirar profundo para cerrar la puerta sin azotarla.

—¿Cómo va todo, hija?

—Bien, padre.

—¿La escuela? —Se aflojó un poco la corbata.

—Bien.

—¿La terapia está…?

—Bien —interrumpió ella.

La conversación se estrelló de lleno. Luna vio cómo Joaquín encendía el auto. La radio trataba de llenar el silencio incómodo que invadía el vehículo. Los acordes de «Jumpin’ Jack Flash» le crisparon los nervios. ¿Cómo llegas a odiar algo que antes te encantaba? Recordaba los viejos tiempos, cuando su padre cantaba al conducir mientras ella y Andrea fingían tocar instrumentos invisibles. Luna en la guitarra, su hermana en la batería. Eran como una pequeña banda decadente de garage preparándose para enfrentar un lunes aburrido con el poder del rock. Ya no tenían ese poder, se les esfumó con el último aliento de Andrea. Dirigía miradas furtivas a su padre. La culpa la golpeó, quería contarle más de su vida, recordar cómo conectar con él, pero todo le parecía una repetición interminable de clases, terapia e intentos infructuosos de actuar como una persona normal. Deseaba tener algo bueno que decirle a su padre, pero ni ella misma podía encontrarlo.

La grava se quejó bajo la presión de las llantas, habían llegado. Vio a su padre bajarse del auto, rodear la parte delantera del carro, abrir la puerta del copiloto y ofrecerle la mano para ayudarla a bajar. Antes no lo hacía. Desde la muerte de Andrea exhibía una caballerosidad que ella aceptaba a regañadientes. Su madre se habría molestado también, pero Luna no tenía fuerzas para rechazar los intentos de Joaquín para establecer contacto. Algo es algo, se repetía a modo de mantra.

El ambiente de las criptas siempre le daba escalofríos. Era pesado, como si de la nada le pusieran una mochila llena de piedras sobre la espalda. Se abrazó a sí misma para calmar el frío que le erizaba la piel y disimular. Su padre clavó la mirada en ella antes de poner su saco sobre los hombros de Luna. Comenzaba a atardecer, el clima invernal de la ciudad se hacía cada vez más presente.

Las enormes letras doradas con la inscripción «Familia» seguida de los apellidos de sus padres le parecían un chiste de mal gusto. No quedaba una familia, sólo una parte de ella encerrada tras el frío mármol y otra mitad aún más incompleta luchando por hallarle sentido a la vida. El padre se aproximó

para acariciar con sumo cuidado las letras que sentenciaban «Mairead Lynch (1968-2008)». Joaquín le había contado a Luna que cuando ocurrió no pudo añadir más al epitafio. ¿Qué podía decir sobre el amor de su vida? La sola idea de etiquetarla en palabras como «esposa» o «madre» le conflictuaba. Mairead efectivamente había sido eso, pero él odiaba cualquier insinuación de que su valor radicaba en los roles que había tenido en su vida. Ella había sido su existencia entera, una melena indomable, su adorable acento, su risa estruendosa, su carácter aguerrido y su habilidad de beber como un vikingo. Para él era como si apenas su nombre bastase para dar un indicio de las tempestades que contenía, la única palabra posible. Para Luna, era más un reflejo de la nada; mientras más olvidaba todos esos detalles, su memoria se parecía más a esa lápida.

Luna y su padre compartieron las lágrimas al posar la vista en el «Andrea Ojeda Lynch (1994-2013)». Tal vez ese pequeño hueco podía contener las cenizas de su madre y de su hermana, pero el resto del universo con trabajos era suficiente para contener su dolor, la terrible ausencia que impregnaba el mismo aire que respiraba, el aroma de crisantemos y muerte que no podía expulsar de su mente. No pudieron tocarse ni siquiera para consolar al otro, el luto era una enfermedad contagiosa que infectaba todo.

El fuego en la memoria

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