Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 5

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—Ningún padre cree que deberá enterrar a un hijo.

Repasaba las palabras que dijo tras el funeral, tres años atrás. Luego de un par de whiskies, ¿o fueron seis?, le había contado a Luna que siempre pensó que él y Mairead morirían a una edad avanzada, cuando sus hijas fueran adultas y hubieran tenido tiempo de hacerse a la idea. Las había imaginado como adultas nada más sostenerlas en brazos recién nacidas. Nada en específico: sólo vivas y felices.

—Eres todo lo que tengo… ¿Cómo voy a protegerte? —expulsó las palabras entre sollozos.

Esa fue la última vez que se abrazaron de verdad.

Cuando se acercó a Luna para tomar el pañuelo del saco y secar las mejillas de su hija con cuidado, surcó años de dolor para volver al presente. La rodeó con los brazos y le sorprendió que ella no lo rechazara. En vez de eso, se aferró fuerte a él y pudo escucharla llorar con la cabeza apoyada en su hombro, como cuando era pequeña. Al menos podían compartir eso. Ya más tranquilos, se dieron unos minutos para conversar en silencio con Mairead y Andrea. Su mujer solía decir que el 31 de octubre los límites entre el mundo físico y espiritual se adelgazaban, los seres queridos estaban de visita. Joaquín deseaba que fuera cierto.

Luna no dijo casi nada en la cena, él tampoco. Temía arruinar el momento que habían compartido antes, desde aquello ya no sabía cómo tratar de acercarse a ella sin echarlo a perder.

—Estoy bien, papá, no te preocupes por mí. —Su hija menor siempre fue una pésima mentirosa.

—Siempre me preocupo por ti. —Tentó a la suerte y tomó las manos de Luna, ella sonrió.

El resto de la velada transcurrió entre tragos de malteada, mordidas de hamburguesa y suspiros. Ése era el sitio favorito de las hermanas cuando eran pequeñas. Joaquín se preguntaba si llegaría el momento en que los recuerdos gratos fueran más luminosos que incapacitantes. Tras otro aniversario, seguía sin obtener la respuesta.

Hablaron un poco más de camino a casa. Por un momento incluso consideró pedirle a su hija que pensara en mudarse de nuevo a casa, con él. Al final se quedó callado. No era buena idea, bastaba ver cómo Luna se aferraba al departamento que compartió con su hermana. La culpa volvió con su látigo: quizás pudo haberla salvado. ¿Qué clase de imbécil deja que dos adolescentes vivan solas? ¡Nada de moderno, pendejo! Debería ordenar la mudanza de Luna sin preguntarle su opinión, pero conocía a su hija, ¡era tan parecida a él! Si le daba una orden sólo la perdería más. Ya era mayor de edad, debía asumir eso aunque no le gustara. Haberla convencido de no trabajar y centrarse en sus estudios mientras se recuperaba ya era un gran logro. Luna había cedido a regañadientes. En eso era como su madre. ¿En serio crees que te necesita?

No arrastrar los pies mientras acompañaba a su hija hasta la puerta del departamento requirió de un esfuerzo adicional. Se sabía incapaz de entrar, no estaba listo. Antes de dejarla partir la abrazó con fuerza. Luna no se lo esperaba. Recibió el abrazo con el cuerpo tenso, después se relajó un poco. Era la única forma en la cual podía decirle a su hija que, a pesar de sus fallas y su debilidad, no se había rendido con ella: nunca lo haría. Podría esperar otro año para abrazarla de nuevo. Encontraría la forma de acercarse de nuevo. Le dolió tener que marcharse, pero sabía que ambos necesitaban descansar.

El fuego en la memoria

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