Читать книгу El fuego en la memoria - Edna Montes - Страница 8

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Garabateó cientos de veces el nombre y el número del chico en su cuaderno. Se había sentido ridícula por encerrarse en una caseta del baño para revisar los contactos de su teléfono esperando encontrarlos guardados ahí. No estaban. Regresó al salón arrastrando los pies tanto como su dignidad. Una vez que apoyó el lápiz sobre la última hoja de la libreta y trazó «Eric» con su mejor letra, descubrió que recordaba el teléfono. Ah, «guardados en tu memoria» era esto. Eric olía como un bosque: a notas de pino, tierra mojada y otra cosa fresca que no conseguía nombrar. Le sorprendió recordar esos detalles; creía que pensar en la pesadilla de la noche anterior sólo le provocaría más angustia, pero había un aura familiar en él, algo tranquilizador. A ratos, divagaba en los ojos verdes del muchacho. No mames, Luna, sí estás muy necesitada. Se obligó a poner atención en clase. De verdad tenía que hablarlo con la terapeuta. Se puso las manos en las mejillas para estirarse la piel, imitando El grito de Munch. Estaba convencida de que las buenas calificaciones eran más un milagro que mérito propio.

Al terminar la clase no tuvo más opción que aceptar una invitación a comer de sus compañeros. Hubiera preferido mil veces ir a la biblioteca, adelantar unas tareas e irse a dormir temprano, aunque el trabajo en equipo fuera mucho más urgente. Al menos creen que soy normal. En su salón, la mayoría la consideraba tímida y nadie sabía lo de Andrea. Una de las cosas que más le gustaban de la universidad era que, fuera de K, nadie cercano a ella la conocía de antes. En cuanto puso un pie en la Facultad de Arquitectura de la UNAM dejó de ser «la hermana de la que se mató»: al fin recuperó su nombre. Aquí nadie tenía motivos para ser cruel con ella. Por eso se mantenía en una zona segura: mientras menos contara, más a salvo estaba. Era una ñoña tímida, nada mal. Ésa sí era una etiqueta con la que podía vivir cada día sin estar perpetuamente enojada con Andrea por haberla dejado sola, entre los bullies de aquel estúpido colegio privado.

—Por cierto, ya tengo el presupuesto de las celdas solares para la casa autosustentable —abrió la conversación.

—Eres la neta, Ojeda. Con eso ya nos la rifamos con el profe —respondió uno de sus compañeros—. Ya ves que se fija cañón en esos detalles.

—Pues igual si hace falta algo de información me dicen y lo investigo.

—Ya estás. Oye, ¿tienes plan este fin?

—Mmmm, no estoy segura. ¿Por?

—Es cumple de la Bety, te paso los datos por el Whats. Si puedes caerle un rato estaría chido. No hay pex si llevas a alguien.

—Va, veo y les aviso.

Fingir normalidad es muy cansado. No estaba de humor para fiestas, ni ese fin ni nunca.

—No me estoy castigando —escupió las palabras sin mucha convicción.

—¿Has considerado las razones por las que te aíslas? —insistió la terapeuta.

Un silencio incómodo fue esparciéndose como niebla por el consultorio. El ambiente se volvía más pesado a cada segundo. Luna empezó a contar sus respiraciones para mitigar la incomodidad anidada en su pecho.

—¿Aún te parece que debes sentir culpa o que te redimes a través del dolor? —Violeta era como un perro de caza.

Se quedó callada. No quería responder. Hablar era darle la razón y Luna odiaba perder, casi tanto como sentirse descubierta. Su dolor estaba ahí, era real, no le «parecía» nada ni se lo estaba inventando por el mero gusto de sentirse miserable. Bufó de forma automática.

—Terminemos por hoy. Te veo la próxima semana. Luna, considera que sentir algo no valida tus percepciones fatalistas. Tus emociones son reales pero tus conclusiones sobre la realidad no lo son en automático sólo porque el sentimiento esté ahí.

Luna salió en silencio sin dar las gracias ni despedirse. Parece que me lee la mente; «is qui quinsidiri»… considere mis nalgas, doctora.

Pensó en llamarle a K para contarle todo, pero desistió cuando se dio cuenta de que era la única persona a quien podía recurrir. Apretó los puños con fuerza y sintió cómo sus yemas se estrellaban contra la palma de su mano. Aflojó. Durante los meses que siguieron a la muerte de Andrea, Luna se dejaba las uñas largas: usaba el mismo movimiento para hacerse sangrar las palmas de las manos. Un dolor para olvidar otro. Cuando Joaquín se dio cuenta, ir a terapia dejó de ser una sugerencia. Desde entonces Luna se cortaba las uñas lo más posible y trataba de mantenerlas así para no herirse, pero el gesto se negó a dejarla.

El trayecto a casa le dio tiempo para pensar; sabía que Violeta estaba en lo cierto, sólo no estaba lista para admitirlo. Tendría que salir, socializar, conocer gente… dejar que la conocieran con todo y las crisis de ansiedad, la depresión y la prescripción psiquiátrica. ¿Estaba atrapada dentro de ella misma? ¿Era incapaz de abrirse de nuevo? Pensó en su cuerpo como un pesado ataúd y en su alma como alguien que despierta sólo para darse cuenta de que le queda muy poco aire, de que si no sale pronto morirá rascando el satín del féretro, con un rictus congelado en la desesperanza. Tomó su celular, le escribió a K y presionó enviar antes de arrepentirse.


El fuego en la memoria

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