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Miraban a Diana con morbo

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La cita era a las ocho de la mañana y todos teníamos que ir encuerados. A mí, desde siempre, este tipo de actos artísticos me parecían cosa de lo más obsceno y ridículo. No me la creo que el “artista” se haga sacándoles fotos a un montón de traseros y chichis en el frío matutino de la ciudad de México. Pero desde que nos invitaron, Diana dijo que sí. Cuando con esa cara de emoción que derrite ogros me miró tan emocionada y me preguntó si yo también me apuntaba qué más iba a decir. A la mañana siguiente ya estaba frente al espejo del cuarto de mi madre mirándome con detenimiento para ver si tenía algo que de plano no quisiera mostrar. Pensé en llevarme taparrabos o alguna especie de tanga porque creí que a nadie le molestaría si me tapaba los huevos justo hasta que el fotógrafo dijera que todo estaba listo para las tomas. Diana —que para ese entonces no sabía que yo le declararía mi amor— era de esas chicas de lo más radiante. Yo diría que perfecta. Y ese era el consenso general entre mis mejores amigos que cuando se enteraron de aquel asunto y fueron y se anotaron para también salir en pelotas en alguna de las fotografías del extranjero aquel. Con los días empecé a ponerme nervioso. Y cuando llegó el gran evento nada me mataba más de nervios que pensar en lo que iba a ocurrir allí. Tanta gente. La mayoría mujeres y uno que otro canijo cuarentón con cara de que quería ver algo sabroso. Por fortuna tenían mucha seguridad. Nada de cámaras, celulares, ojos de locos, tangas ni taparrabos. Todos en cueros a la de tres. Entonces la vi. Dejó caer su ropa y se asomó el ángel de piel más perfecta que había conocido en mi vida. Al instante fui una canción de Radiohead. Todos los minutos que siguieron fueron el cielo para mí. Ella me tomó de la mano. El mundo era de colores. Escuché gritos por megáfono y una cagada de paloma me recordó que estaba vivo y que los mirones en los techos cercanos espiaban con risas de nerviosismo en sus estúpidas caras. Nada me importó. Noté que algunos güeyes miraban a Diana con morbo, y ella, a cada mirada que no le gustaba, se pegaba más a mí y yo me sentía como el pinche macho alfa. El bato de espalda plateada de la colonia Escandón. Ese fue el día que le dije, así de plano, que estaba enamorado de ella. Recuerdo que sonrió y que me quiso decir algo antes de que los gringos aquellos me empezaran a sacar de la fila. Pinches negros. Mi erección era lo último que yo había notado, pero al parecer a ellos sí les importaba mucho. Muchísimo. Mi foto salió en varias portadas y Diana empezó a salir con un compañero del salón. Pinche fotógrafo artista. Pinche redbull mañanero. Pinche amor que se me salió aquel día del pantalón

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