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Día familiar

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Hay un diablo muerto en el jardín de la casa. Papá ha dicho que lo sacaría esta tarde junto con las bolsas de la basura. Mamá piensa que lo mejor sería quitarlo de una vez porque da muy mala imagen y quién sabe qué vaya a pensar la sociedad. Pero igual se ha quedado allí tirado y mi hermano el mayor tampoco tiene intenciones de moverlo a ningún lado. El perro que tenemos por mascota fue a darse una vuelta por el demonio difunto para reconocer el territorio. Lo huele y parece que el azufre le molesta y se retira solemne mientras le lanza un poco de tierra con la pata izquierda. Mi hermana la pequeña prepara un elaborado juego de té y ya tiene al diantre cadáver cubierto de pulseras de colores. Mamá sigue regando las flores del jardín como si nada pasara y sonríe nerviosa cuando pasa alguno de los vecinos. Algunos se detienen a observar con extrañeza al difunto. Han querido tomarle fotos pero mamá los convence de lo contrario haciéndoles la plática de alguna cosa trivial que no alcanzo a entender.

Papá ha vuelto esta tarde con una sonrisa en la cara y nos ha llamado a todos a entrar a la vivienda. En el periódico de hoy anuncian viajes gratis al Caribe a la familia que lleve el objeto más increíble que tenga en su jardín. A mi madre no le ha gustado mucho la idea, pero sostiene con sus guantes de látex los pies colgantes del ángel caído mientras lo cargamos hasta la sede del concurso. Papá nos mira a todos con orgullo y sonríe. Mi hermano publica en Facebook una foto del alegre suceso. Yo pienso en lo complicado que será traerlo de vuelta. También será difícil explicar el golpe en la cabeza que mató a Satanás mientras dormía anoche en nuestro césped. Pero eso —creo yo— nadie tiene que saberlo.

Dios en un Volkswagen amarillo

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