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1.1 El gobierno de Leguía

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Augusto B. Leguía pone fin en 1919 a lo que Jorge Basadre llamó “La República Aristocrática”, aquel período de relativa estabilidad política y crecimiento económico iniciado en 1895 y caracterizado por la sucesión de presidentes surgidos de la oligarquía, cuya representación política recaía fundamentalmente en el Partido Civil. La oligarquía estaba compuesta por familias de Lima y la costa norte vinculadas a la agroexportación y la minería, y por algunos ricos comerciantes del sur dedicados a la exportación lanera. Este grupo social de ascendencia europea era muy cerrado y excluyente, mantenía una alianza tácita con los gamonales de la sierra, y alentaba la inversión extranjera en el país.

De 1895 a 1912 se sucedieron en el gobierno Nicolás de Piérola, Eduardo López de Romaña, Manuel Candamo, José Pardo y Augusto B. Leguía. En 1912, Guillermo Billinghurst fue elegido presidente sin contar con el apoyo del Partido Civil, pero en 1913 el coronel Oscar R. Benavides lo derrocó, y devolvió el gobierno en 1915 a los civilistas en la persona de José Pardo. Al terminar el segundo régimen de Pardo, en 1919, Augusto B. Leguía, distanciado ya del Partido Civil que lo había llevado al gobierno en 1908, se enfrentó en un proceso electoral al candidato de aquella agrupación política, Ántero Aspíllaga. Sin embargo, poco antes de la votación, el 4 de julio de 1919, Leguía dio un golpe de Estado alegando que se preparaba un fraude en su contra. En 1924 se reeligió, siendo candidato único, previa enmienda constitucional y luego de condenar a la prisión y el destierro a sus adversarios. Fue derrocado en 1930.

Aunque había sido miembro del Partido Civil, Leguía (nacido en Lambayeque en 1863), no era exactamente un oligarca, sino un hombre de clase media que había obtenido su riqueza gracias a su sagacidad en la economía y los negocios actuando para empresas extranjeras y propias. Al asumir de facto la jefatura del Estado en 1919 anunció un régimen de “Patria Nueva”; al término de este, su gobierno se conocería como “El Once-nio”, por los once años que duró.

Según Baltazar Caravedo Molinari, el Oncenio de Leguía tuvo dos “fases políticas”: la primera, de 1919 a 1922; la segunda, de 1923 a 1930. A la primera fase la habría caracterizado la lucha anticivilista (y, por tanto, antioligárquica), la búsqueda de respaldo entre los nuevos sectores industriales, medios y populares, y una campaña proindígena y antigamonalista (Caravedo 1977: 59-60, Burga y Flores Galindo 1981: 132-133).

La segunda estaría definida por la hegemonía norteamericana, el apoyo en la burguesía agraria e industrial y un “burocratismo represivo acentuado” (Caravedo 1977: 60). Aunque los historiadores Manuel Burga y Alberto Flores Galindo admiten la existencia de estas dos fases, consideran que hubo “líneas permanentes de gobierno y administración” y señalan como una de ellas la modernización del país, “desde múltiples perspectivas y niveles”; para ellos, “la preocupación central que asediaba a Leguía era urbanizar, construir caminos e irrigar tierras” (Burga y Flores Galindo 1981: 135).

En efecto, durante el régimen se mejoraron de manera notable los servicios de agua potable y electricidad, se construyeron avenidas, paseos, bulevares, muelles, malecones, edificios públicos y monumentos. Lima, la capital del país se transformó, adquiriendo la apariencia de una ciudad moderna. El financiamiento de esas y otras obras se logró gracias a un aumento descomunal de la deuda externa.

Al apartar a la oligarquía del gobierno, Leguía buscó apoyo en una nueva plutocracia que se esmeró en crear (Burga y Flores Galindo 1981: 137) y en una burocracia que amplió considerablemente, integrando a ella a sectores mesocráticos; sin embargo, no modificó sustancialmente la estructura de la propiedad ni el modelo económico de la República Aristocrática. Las actividades principales siguieron siendo la agroexportación y la minería, y su gobierno continuó estimulando la inversión extranjera, aunque los capitales norteamericanos reemplazaron en gran medida a los ingleses que habían predominado en años anteriores. Una práctica de entonces fue que los mismos inversionistas asumieran la administración de las áreas en las que colocaban su dinero; el control de las aduanas, por ejemplo, pasó a manos de funcionarios de los bancos norteamericanos (Burga y Flores Galindo 1981: 137).

Leguía también fortaleció a las instituciones militares y policiales, lo que permitió al Estado “imponer una autoridad indiscutible” (Burga y Flores Galindo 1981: 138). No debe olvidarse, por otro lado, que, pese al funcionamiento del Parlamento durante el Oncenio, el origen del régimen era espurio, las elecciones de 1924 fueron una farsa, y la práctica del Ejecutivo no dejaba de ser autoritaria. Tanto en la primera como en la segunda fase, el gobierno practicó la detención y la expulsión del país de sus opositores políticos. Asimismo, estimuló la obsecuencia al Jefe de Estado de buena parte de la prensa, y encubrió una corrupción que tras su caída se reveló inmensa.

Los primeros años de la radiodifusión en el Perú son indesligables de las características señaladas del Oncenio. El gran interés de Leguía por la modernización fue coherente con el apoyo que brindó a la iniciativa de crear una estación de radio en Lima a mediados de la década de 1920. La radio, entonces, era signo de lo nuevo, y un gobierno que se preciaba de moderno no podía ignorarla. El afán por la construcción de caminos por parte del régimen reflejaba, además, la voluntad de conectar a un país todavía insuficientemente cohesionado y cuyas fronteras, inclusive, no se hallaban plenamente definidas por tratados internacionales (otra de las preocupaciones de Leguía fue, precisamente, firmar convenios limítrofes con los estados vecinos); no era extraño por tanto, desde esta perspectiva integradora, que un medio de comunicación, como la radio, capaz de enlazar a habitantes de diversas regiones, resultara seductor para el gobierno. Por otro lado, fiel a su política respecto al capital extranjero, el gobierno de Leguía entregó en un inicio (no sin fuerte resistencia de adversarios e incluso aliados políticos) la administración de la radiotelefonía a una empresa extranjera (la británica Marconi), aunque después permitiera que ella fuera asumida por una entidad nacional privada integrada por miembros de aquellos sectores cuyo ascenso político y económico se esmeró en estimular.

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