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Prefacio Nosotros, los hijos de la radio

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De mi infancia en el puerto de Mollendo atesoro recuerdos como si los estuviera viendo, o mejor dicho... oyendo. Porque todos los atardeceres de aquellos iniciales años cuarenta, cuando el rojísimo y enorme sol se hundía en el horizonte, mi padre se inclinaba sobre su poderoso Telefunken de madera y movía el dial buscando las nuevas de la gran guerra europea…

Brotaban las noticias, mi madre mandaba callar el alboroto familiar con un gesto y entonces solo se oían voces extrañas que mis padres escuchaban con dramática atención en un ritual que se repetía todos los días. En la noche, después de comer, nos asomábamos al balcón que daba al mar para escudriñar en la negrura porque mi hermano mayor decía que en cualquier momento se verían las luces de un submarino alemán…

No había mejor medio que la radio para seguir de cerca las incidencias de la guerra, sus efectos en Lima, en la política, en un tiempo de confusiones en que muchos creían que la catástrofe total estaba a la vuelta de la esquina.

¿Qué emisoras sintonizaban? Solo conservo en la memoria ese suave crepitar que surge cuando se salta de una banda a otra y se mueve el botón para buscar la radio justa. Quizá era la célebre BBC de Londres con sus notas beethovenianas iniciales o La Voz de América desde Washington, o la más lejana Radio Moscú.

Aquel receptor era una especie de hermano mayor, pues cuando lo encendían debíamos callar para escucharlo, y en especial a mediodía, cuando irrumpía la presentación del famoso Repórter Esso, el noticiero que preparaba la agencia de noticias United Press para la petrolera Standard Oil de la familia Rockefeller. Pero esto lo sabríamos muchos años después, cuando comenzamos a comprobar que las emisoras iban a la guerra junto con sus ejércitos y que la radio había sido el más utilizado y potente medio de propaganda de la Segunda Guerra Mundial.

En este texto que prologamos, el investigador Emilio Bustamante nos cuenta todo esto y mucho más poniendo fechas a evocaciones que eran difusas, arrinconadas en la memoria a la vez que nos provee del contexto para su comprensión, pues de otra manera no se puede explicar un hecho histórico tan trascendente como una emisión de radio.

Para los tiempos en que tuve la fortuna de asomarme a la llamada edad de oro de la radio ya esta era un medio masivo de comunicación en toda la regla, que hacía temer y hasta retroceder a la prensa periódica que hasta entonces había reinado en el mundo de las noticias.

Hasta que la radio no comenzó a transmitir noticieros los grandes públicos debían esperar al día siguiente de los grandes eventos para conocer resultados. Pero ahora solo había que sintonizar el noticiero para saber quién había ganado el partido del deporte favorito o mejor todavía, seguir la competencia directamente confiando en la versión del narrador para imaginar lo que pasaba en aquel campo deportivo.

Al iniciarse la década de 1930 los resquemores de la prensa habían casi desaparecido porque se comprendió que eran roles y lenguajes distintos, los que podían convivir sin problemas en cualquier hogar: había un horario para leer las noticias y otro para encender el receptor y escuchar noticias; pero sobre todo entretenimiento y música, mucha música gratis.

Y esta fue otra resistencia que debió vencer la radio, pues inicialmente los fabricantes de discos se negaron a que las emisoras transmitieran sus productos hasta que entendieron que el nuevo medio era el mejor publicista para sus ventas.

Quienes primero advirtieron la enorme importancia del nuevo medio fueron los comerciantes, quienes comprobaron que comprar espacios para publicitar sus productos podía ser hasta más rentable que la ya vieja prensa. Pero probablemente quienes mejor aquilataron su importancia fueron los políticos, los cuales creyeron que los mensajes radiales eran infalibles para la propaganda, el reclamo de adhesión a sus ideas.

Todos los inventos son precedidos por otros y así, enriqueciendo, añadiendo, surgieron novedades tecnológicas tan importantes como la imprenta, por ejemplo, pero que debió esperar quinientos años antes de ser renovada. La radio en cambio fue consecuencia de una rápida sucesión: la telegrafía con hilos, el teléfono, la telegrafía sin hilos y finalmente la transmisión de sonidos, música y palabras. Fue tan novedosa que hubo que inventarle el nombre y así se adoptó el vocablo broadcasting (acción de diseminar semillas) porque no había otra manera de llamarla.

Los historiadores norteamericanos cuentan del radio boom de los años veinte, sin detenerse mayormente a considerar si este nuevo medio de comunicación masiva debía ser controlado dada su importancia política. Pero en América el prodigio se adaptó muy pronto al sistema comercial y, tal como la prensa, vendió espacios para avisos publicitarios. La radio entonces debía ser atractiva, convocar audiencias para que los avisos comerciales llamaran la atención y cumplieran con su rol de incentivar al consumo. Y todo esto debía estar, como en la prensa, en manos privadas empresariales. Los contenidos de la radio de los Estados Unidos —sistema que incidiría de manera decisiva en la enorme zona de influjo norteamericana— estarían a partir de entonces absolutamente ligados a lo comercial; y, en lo político, a lo que consideraban sistema ideal y natural de gobierno, es decir, a la democracia representativa.

Pero los ingleses y muchos europeos no pensaban así, y plantearon y lanzaron el sistema de servicio público liderado por la BBC que no dejó pasar la publicidad como método de financiamiento, y adoptaron un sistema de pagos que el usuario debía hacer para disfrutar de una programación de entretenimiento cuidadosamente estudiada y noticieros muy balanceados y alejados de la pasión partidaria.

Poca atención se prestó por entonces a que en el otro lado de Europa nacía la Unión Soviética que lideraba el desconocido Lenin, fundador del primer partido comunista que llegaba al poder desmantelando nada menos que al antiguo y poderoso imperio ruso. Era el año 1917, en plena Primera Guerra Mundial, cuando tomaron el control del país imponiendo su doctrina política, el marxismo-leninismo, esto es, la teoría de Karl Marx y la acción político-partidaria de Lenin. Quizá algunos se habían detenido a examinar el proyecto que señalaba claramente que los medios de comunicación, la prensa y la naciente radiodifusión debían ser utilizados para la educación de las masas, la politización, la organización, y en consecuencia pasarían a ser controlados por el partido y el Estado. Y así la nueva prensa y la radio comunistas nunca conocieron la publicidad porque su rol sería propagandístico y cultural.

Tres modelos o puntos de vista sobre el uso y regulación de la radiodifusión. Y esto lo debió considerar el presidente Augusto B. Leguía cuando decidió que la radiodifusión debería formar parte de su modelo modernizador que había echado a rodar en esos años veinte, de gran influencia norteamericana.

Y así comienza esta historia que nos relata en detalle Emilio Bustamante. Leguía no tenía otro camino que el liberal democrático norteamericano porque él mismo era Presidente gracias a elecciones. Pero era un dictador civil, es decir, había construido un férreo aparato político burocrático de control de las instituciones, incluido el Parlamento, que no toleraba la libertad de crítica.

Entonces ideó un extraño modelo a la peruana. Otorgó el monopolio de la nueva radiodifusión a una empresa particular cuyos accionistas eran sus amigos y partidarios. Así salió al aire la pionera y legendaria OAX que más tarde sería adjudicada a la empresa inglesa Marconi, adoptándose el modelo inglés de pago por “derecho de antena”, un sistema exótico para un país latinoamericano.

Lo interesante, cuenta Bustamante, fue la confianza de Leguía en el poder propagandístico de la radio pues, en su primer discurso luego de elogiar las bondades de la modernidad representadas en el nuevo medio pasó a asegurar que pronto se resolvería el agudo problema de las llamadas “provincias cautivas” —Arica, Tacna y Tarapacá—, en manos chilenas desde el fin de la Guerra del Pacífico.

Fueron años de rutina y baja calidad de programación que cambiarían de manera drástica luego de la caída del régimen leguiista. En la década de 1930 la radio peruana solo conoció el crecimiento; y las cifras, ejemplos y relatos de Bustamante lo demuestran.

La extraordinaria capacidad de convocatoria y credibilidad de la radio fueron confirmadas en el Perú en 1936 con las emocionantes noticias que llegaban desde Berlín, adonde partiera una importante delegación peruana para participar en las Olimpiadas. Es probable que aquella haya sido la fecha clave para el gran lanzamiento de la nueva radio, que abandonaba su tono provinciano para buscar igualar a sus pares latinoamericanos, y en especial en el ancho mundo de los deportes donde reinaban el fútbol y el boxeo. El punto máximo de atención y tensión puede haber sido la confrontación militar con Ecuador, en 1941, donde se confirmó la capacidad propagandística del medio.

Fue también el tiempo del grito de “¡Coche a la vista!” de los locutores que anunciaban la llegada de un automóvil a la meta o de los corresponsales que aguardaban en los puestos de control el paso de los famosos pilotos peruanos Arnaldo Alvarado, el Rey de las Curvas; Henry Bradley y su Avispón Verde, o Luis Astengo, Flecha de Oro. Pero sobre todo del ídolo máximo, el Cholo Julio Huasaquiche, mecánico y piloto, que con un Ford casi destartalado partía entre los últimos y llegaba en el límite, cuando el público ya se había marchado y estaban a punto de cerrar el registro. La emoción era intensa cuando el locutor gritaba “¡Atención... se ven luces… viene un auto muy despacio... es... es... ¡Huasasquiche!”.

Las carreras de autos estaban absolutamente ligadas a la radio. Hubo, recordarán todavía algunos, por lo menos tres competencias importantes: en 1940 Buenos Aires-Lima-Buenos Aires; luego, en 1948, la formidable Buenos Aires-Caracas, y ese mismo año la Lima-Buenos Aires. En todas destacaba el esfuerzo organizador de Juan Sedó y sus corresponsales. Fue uno de ellos quien transmitió la primicia de que Arnaldo Alvarado, crédito nacional, atropelló a un burro en Paramonga y quedó fuera de la carrera cuando le pisaba los talones a Juan Manuel Fangio y los hermanos Gálvez en la sétima etapa, Lima-Tumbes, de la Lima-Caracas.

Las radios locales de aquellos años dorados enviaban locutores y equipos a todos los eventos, de cualquier clase. Ellos ponían la narración y nosotros imaginábamos. Por ejemplo, un anunciante tuvo la idea de publicar un dibujo de la cancha cuadriculada en sectores numerados para que se pudiera seguir el partido de fútbol y entonces el argentino Boris Sojit pedía tener a la vista el diagrama y anunciaba “Pasan el balón al sector C… de ahí con un pase largo al sector D…”.

Más imaginación todavía había que poner en las transmisiones dominicales de las corridas de toros, de la procesión del Señor de los Milagros, del fútbol de Lolo Fernández, del boxeo de Antonio Frontado y la célebre transmisión internacional Cabalgata Deportiva Gillete, con el locutor que insistía: “No se vayan… que esto se pone bueno…”, desde el lejano Madison Square Garden de Nueva York.

Llegó entonces la época de los auditorios, que los colegiales sabíamos aprovechar bien. A la vuelta del colegio San Agustín, en el jirón Camaná, estaba Radio Colonial, donde a las cinco de la tarde se iniciaba un programa infantil al que asistían también alumnas de un colegio cercano. Apenas salíamos de las aulas nos atropellábamos en las estrechas escaleras que conducían a una pequeña sala donde nos apretujábamos más para ver a las chicas que para participar en el programa.

Pronto los miembros de la pandilla quinceañera de Monserrate nos convertimos en expertos en programaciones, horarios y carteleras; porque todos los artistas de renombre hacían sus presentaciones en teatros, quizá cabarés (boites) y generalmente pasaban a la radio, donde el ingreso era libre. Solo era cuestión de ir temprano y acomodarse. Las radios Central, Mundial, Nacional (la de más antigua y mejor sala), Atalaya, La Crónica (quizá la última moderna), y otras, eran las favoritas.

Era también el tiempo de los radioteatros, el antecesor de las radionovelas. La diferencia, según la define el cubano Reynaldo Gonzales, está en que los primeros recogen adaptaciones de los folletines nacidos en Francia para la prensa popular. Más tarde vendrían los autores especializados y nacería el género radionovelesco, con técnica y lenguaje propios.

Los melodramas preferían el mediodía y la tarde mientras que la noche era para el misterio y la aventura y también la política, porque alguna emisora recibía los discos que enviaba el servicio informativo de los Estados Unidos con su serie anticomunista Ojo de águila.

El derecho de nacer, del cubano Félix B. Caignet, fue la máxima expresión de la radionovela, pues alcanzó niveles de sintonía que no han sido igualados, un fenómeno que llegó al Perú y aquí se hizo una versión a la peruana. Bustamante nos recuerda bien el incidente de la presunta agresión al actor Ego Aguirre que hacía el papel del odioso Rafael del Junco, el canalla de la historia.

Nosotros también nos pasamos a la televisión cuando en 1957 ingresó a la casa un televisor Philco, que pronto cautivó a la familia e hizo arrinconar el radiorreceptor, que sin embargo no fue olvidado, porque siempre conservó su espacio para las noticias, el deporte y la música de moda, aunque el cambio fue inevitable. La banda de AM perdió terreno ante la novísima FM y sus emisoras de formato puramente musical, y en algún día que no podemos precisar se transmitió la última radionovela.

Pero la vieja Onda Corta, aquella de las bandas de 19, 25 y, la favorita, de 31 metros, eran todavía el escenario preferido de la confrontación conocida como la Guerra Fría, en que La Voz de América lanzaba su artillería anticomunista hacia el otro lado de la Cortina de Hierro y desde allá contestaban y rebatían con igual potencia Radio Moscú y Radio Progreso.

En el medio, para estar mejor informado, estaba la venerable BBC de Londres marcando una línea de esfuerzo de imparcialidad que seguían muchas otras emisoras, entre las que recordamos a Radio Nederland, Radio Suecia Internacional, la Deutsche Welle de Alemania Occidental, Radio Francia Internacional y muchas otras más (escribí una vez a Radio Pekín dando cuenta de haber escuchado sus programas y meses después me enviaron un recuerdo: varios paisajes recortados a tijera).

Al terminar los años cincuenta trabajé por un par de años en La Oroya, editando una revista para empleados de la otrora formidable Cerro de Pasco Copper Co. Todos los que han transitado alguna vez por aquella ciudad (si se le puede llamar así) de paso a Jauja o Huancayo, concordarán en que es uno de los lugares más inhóspitos de los Andes centrales. Noches solitarias, frías e interminables, de lluvia y nieve, en que mi viejo receptor Philips de tubos, “tropicalizado”, que todavía conservo, se convertía en el amigo necesario para sobrellevarlas.

Recuerdo, entre otras, las voces de “Aquí Radio Rebelde, transmitiendo desde territorio libre en América” de los guerrilleros castristas desde la Sierra Maestra cubana. Luego del triunfo revolucionario cederían el espacio internacional a Radio La Habana, que se lanzaría con fuerza a refutar la propaganda anticastrista de Miami. Confirmaría por entonces la enorme importancia de Radio Nacional y sus noticieros y de la BBC británica.

Una decena de años más tarde viajé a Moscú contratado por una editorial para hacer corrección de estilo y tomé mis precauciones para estar informado porque me habían asegurado que allá, en la cuna del comunismo, era imposible conseguir un receptor y que todas las casas poseían uno pero de estación única que solo transmitía propaganda. Era una verdad a medias. El departamento asignado tenía efectivamente un receptor pero con dos estaciones, una de noticias y otra de música, ambas de manera permanente. Llevé mi potente y envidiado Zenith TransOceanic cuya enorme antena y ocho pilas me permitían asomarme a Radio Nacional de España, Radio Suecia Internacional y otras que me rescataban del aislamiento impuesto por el idioma.

Tampoco era cierto que no se podía comprar receptores, pues había de todos los precios y bandas, y no era verdad que el régimen interfería las potentes señales de las emisoras norteamericanas —Free Europe era una de ellas— que bombardeaban todo el sector de países por entonces socialistas.

En los ochenta ya mi receptor era un pequeño Sony digital, compacto, que carecía de dial y evitaba la búsqueda porque se requería solamente conocer la banda y la frecuencia.

Hoy, la zona de la short wave está casi solitaria. La recorremos buscando las antiguas emisoras grandes y reconocemos algunas voces que es mejor escuchar por la maravilla moderna de internet, portador imbatible de miles de señales en todos los idiomas de todas las latitudes.

La melancolía es ineludible al rememorar aquellos viejos buenos tiempos en que nos disputábamos el receptor, la radionovela llorosa versus el invencible Tamakún.

Al paso de los años la radio sigue siendo el medio masivo de comunicación más importante de todos porque supo adaptarse a los tiempos, a los contextos cambiantes y configurar lo que podríamos llamar el Planeta Radio. Aquí cohabitan la radio comercial, la educativa, la pública, la comunitaria, la estatal, la partidaria, todos abriendo espacios a la imaginación.

Debemos agradecer a Emilio Bustamante la paciente investigación que ha tenido como fruto este magnífico texto. Aquí leeremos no solo los arañazos de historia que les he propuesto en estas nostálgicas líneas, sino que comprenderemos mejor por qué es así la radio en el Perú.

Como todos los buenos historiadores el autor nos propone un derrotero personal para su relato, dividiendo la gran historia de la radio en el Perú en fases bien definidas. Primero los años iniciales, “De OAX a Radio Nacional del Perú 1925-1937”, que recoge los episodios inaugurales y conoce los sucesos dramáticos de transición del leguiismo al nuevo escenario político en que surgieron nuevos partidos y la radio avanzaba hacia la masividad y al uso propagandístico y publicitario pleno.

La siguiente etapa es la favorita de los historiadores de la radio y hace bien Bustamante en llamarla “La Edad de Oro”, que corre desde 1937 hasta 1956, esto es, al año anterior a la llegada formal de la televisión. Son los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial, del conflicto con Ecuador, pero sobre todo los tiempos de la imbatible radionovela, de los grandes artistas que era posible ver sin pagar en los pequeños auditorios. La popularidad de la radiodifusión aumenta cada día, los receptores están ya en cada casa y se convierten para siempre en la manera de conocer las noticias por las mañanas. Nunca más perderán ese privilegio.

“Nuevas olas 1956-1980” describe la etapa más dura de la historia de la radio, pues debió adaptarse a las nuevas condiciones para sobrevivir. Pero sobre todo fue obligada a inventar modelos distintos porque las radionovelas fueron derrotadas por la imagen de las telenovelas. Ya la posesión de una radio solitaria era un mal negocio porque los empresarios y comerciantes prefirieron invertir su publicidad en la televisión, lo que fomentó la creación de cadenas radiales, de empresas acaparadoras que incluso hoy llegan a superar el centenar de emisoras a nivel nacional.

La última etapa que reconoce nuestro historiador la describe como “El desborde 1980-2000”, que él mismo sigue de cerca indicando como fecha de inicio el año en que empezaron las acciones de la violencia terrorista en los Andes centrales. En un conflicto tan severo la radio llegó a tener un rol informativo y político importante y no fueron pocos los periodistas perseguidos y abatidos por ambos bandos.

Esta descripción del contenido del texto de Emilio Bustamante debería servir, pese a ser breve e incompleta, como incentivo para acompañar al autor en el extenso recorrido histórico que propone con metodología exacta y fuentes precisas en un envidiable trabajo que será muy difícil de superar.

La historia de la radio tiene tantas aristas o, mejor, escenarios, que es muy difícil resumirla. Los temas de tecnología, propietarios, programas, música, noticias, locutores, radionovelas, educación a distancia, la intención comunitaria, emisoras pirata o sin licencia, publicidad radial, etcétera, merecen cada uno tratamientos históricos especiales y es por ello que la síntesis de Bustamante resulta tan importante como información cabal así como de incentivo a nuevas investigaciones que verán ahora rutas abiertas que ahondar.

Juan Gargurevich

La radio en el Perú

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