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SÍSIFO EN EL BARRIO DE SALAMANCA

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Hevia es uno de los restaurantes que cierran tarde en el barrio de Salamanca. Aquella noche de abril de 2004, en una de las mesas al fondo del local seis jóvenes valores de la Administración saliente celebraban sus últimas horas en los aledaños del poder con una botella de Moët & Chandon. Podía haber sido la fiesta de cumpleaños de cualquiera de ellos, pero flotaba sobre el grupo un aura de nostalgia, apenas corregida por el nervio de quienes están familiarizados con el mando. Había en aquella escena el aliento romántico de toda joven guardia: una tensión que no es indiferente a la ideología pero que la cabalga, la domina y le dice con el gesto, con la mirada o simplemente con la manera de estar, que el instinto siempre será superior. Que en la vida siempre hay que saber llegar en el momento oportuno.

Eran cuatro hombres y dos mujeres con el aire de los perdedores que todavía se saben fuertes. Dos de ellos, quizá los más débiles del grupo, tenían un reflejo acuoso en la mirada, la tristeza por una ilusión perdida; quizá calibraban en aquellos momentos lo que significa una carrera frustrada. Ellas exhibían el orgullo desafiante que solo pueden mostrar las mujeres jóvenes de la derecha moderna, porque el instinto les susurra que serán vencedoras por partida doble. Porque en la historia está escrito que algún día el vendaval volverá a ser favorable a los suyos —más temprano que tarde, seguramente— y porque para ellas, como para todas las mujeres instruidas, se están abriendo horizontes novísimos que, aun siendo arduos, invitan a la ambición. Para ellas hay mundo.

Como en todos los grupos, se adivinaba un jefe. Un hombre de tez más bien oscura, férreo, con la mirada incisiva de un clérigo iraní y la barba pulcra y bien recortada de un jesuíta en las misiones del Paraguay. Era él quien administraba el champán, el placer del grupo, el ritmo de la velada. Con parsimonia y con una discreción elegante, de manera que la botella no quedaba nunca encima de la mesa, ni la servilleta blanca que envolvía su cuello dejaba leer durante más de tres segundos las letras doradas de la marca francesa: aquello no era, no os lo penséis —quería decir el gesto— un conciliábulo cualquiera, o la juerga de un grupo de constructores brindando por una recalificación en Benidorm. El hombre que parecía mandar tenía necesidad de mostrarse calmado, sereno, con la agresividad contenida de quien sabe que la apariencia de unos nervios de acero es imprescindible para mantener a raya, al menos por un tiempo, a los depredadores.

Mi impresión aquella primera noche en Madrid fue la de haber aterrizado en una ciudad en algún modo mutilada; como si Madrid padeciese una limitación intrínseca para el romanticismo, a diferencia de otras capitales europeas, pongamos por caso París, Viena o Praga e incluso la muy escéptica Roma, donde todavía flota un aire de ensoñación. Madrid no sueña, actúa. Madrid es hoy terriblemente concreta: en ella se está para ganar. Para intentarlo, una y otra vez.

Y aquel grupo de jóvenes transmitía la sensación de haber sufrido un fatal accidente en la pista de despegue. Una pista asfaltada e iluminada par la férrea tenacidad de Aznar. Habían topado con el Hado, ese encadenamiento fatal de las cosas que en España siempre acaba manifestándose cuando algo parece que se resuelve, que se decanta definitivamente. El Hado, o la incapacidad de superar la última prueba. La más difícil de todas las pruebas: la que exige tener en cuenta cómo reaccionarán los perdedores si todo discurre conforme a los planes previstos.

¡Ay, el alma de los otros! La imposibilidad de una exaltación permanente en un país áspero, vividor, sentimental y receloso de los vencedores; descreído y tantas veces delirante. Sísifo habita en muchas partes, pero en el barrio de Salamanca celebraba la caída de la piedra, ladera abajo, con una botella de Moët & Chandon.


Estas notas las escribí recién llegado a Madrid, en abril de 2004. Casi dos años después, en el momento de redactar estas líneas, me parecen demasiado líricas. Los catalanes tenemos una cierta tendencia a dejarnos impresionar por los momentos que percibimos importantes. Y abril de 2004 era un momento objetivamente importante. En todos sus detalles.

Más adelante he tenido la ocasión de conocer personalmente a algunos de los jóvenes que compartían mesa y champán en el restaurante Hevia. Con quien aquella noche me pareció el jefe he tenido la oportunidad de mantener más de una larga conversación, en mi doble condición de periodista y de pingüino. Es una persona inteligente. Una tarde, en un tranquilo restaurante asturiano del barrio del Viso, intenté explicarle en qué consiste hoy el catalanismo, labor ardua, incluso para quienes estamos familiarizados con el tema. En un momento determinado, mientras yo desplegaba mis cuadros sinópticos de viajante catalán en Madrid, me dijo lo siguiente: «Mira, no es que no lo entienda, es que me produce mucha fatiga. No lo veas como un desprecio; ese es un punto de vista en el que no me quiero colocar». El punto de vista, he ahí la cuestión, apreciado pingüino.

Mi interlocutor estaba convencido y, evidentemente aún debe de estarlo, de que los tiempos venideros exigen una severa reafirmación del Estado-nación. Y también el regreso a un cierto centralismo para que los servicios públicos sean más eficaces, la sociedad se sienta más protegida y esa unidad político-económica denominada España pueda competir mejor en un mundo cada vez más agreste e imprevisible, en el que algunas zonas del planeta van camino de estallar o de quedar políticamente desarticuladas. Seguramente había leído con atención La anarquía que viene, uno de los imprescindibles ensayos del periodista norteamericano Robert D. Kaplan.

Mi interlocutor sería definido en Barcelona, no sin cierto desdén, como un nacionalista español. Y posiblemente sea un nacionalista español. Pero entre el tópico y la realidad hay muchos matices interesantes. El catalanismo, en su conjunto, todavía tiende a asociar el nacionalismo español a un concepto antiguo, a una imagen roñosa: un españolismo resabiado por la pérdida de Cuba y Filipinas; un cuerpo de funcionarios casposo y poco trabajador devorando churros con café con leche a las once de la mañana; un militar cabreado o un locutor de radio insultando cada mañana a los políticos catalanes para excitar a su audiencia y alimentar las encuestas del Estudio General de Medios. Catalunya Ràdio, la emisora pública de la Generalitat, que en el momento de su fundación rendía culto a la BBC británica, ha adquirido la costumbre de reemitir en su programa matinal fragmentos enteros de las encendidas alocuciones de Federico Jiménez Losantos en la COPE, con el evidente propósito de calentar también a su audiencia. He ahí un fenómeno de realimentación bastante interesante para quien desee estudiar el actual momento español bajo el enfoque de la antropología. El ensayista francés René Girard, estudioso de los orígenes de la rivalidad mimética, se pondría las botas. Dice Girard: «Las rivalidades miméticas segregan en cantidades crecientes envidia, celos, resentimiento, odio, todas las toxinas más nocivas, no solo para los antagonistas iniciales, sino por todos aquellos que se dejan fascinar por la intensidad de la pugna. Y cuanto más se envenena su antagonismo, más se parecen los antagonistas» (Veo a Satán caer como el relámpago, Anagrama, 2002). «¡Quieren rompernos!», claman unos. «¡Nos expolian!», responden los otros.

La novedad, bajo mi punto de vista, la radical novedad, consiste en que ese nacionalismo español ya no responde a la tópica caricatura del franquismo, sino que sigue las pautas de un pensamiento moderno atormentado por el futuro de la democracia. Estamos ante un nuevo liberalismo de combate que defiende una férrea pervivencia del Estado-nación frente a las incertidumbres de la unidad europea. Es un punto de vista que también interesa a un sector relevante de las nuevas generaciones del nacionalismo catalán, especialmente en Convergència Democrática de Catalunya, donde se observa una sensible disminución del europeísmo desde la retirada de Jordi Pujol.

Volvamos a nuestro interlocutor, que seguramente tenía razón al sentirse abrumado aquella tarde por mis explicaciones sobre los arcanos del catalanismo. Por primera vez en muchos años, después del polvoriento final del franquismo y de los malabarismos transitorios de la UCD, la derecha española vuelve a sintonizar directamente con corrientes poderosas del pensamiento contemporáneo. Los ocho años de Aznar han contribuido notablemente a ello. La Fundación de Estudios y Análisis Sociales (FAES) —en cuyas siglas algunos creen ver un mensaje oculto, el acrónimo de Falange Española— se ha convertido en el principal laboratorio de ideas políticas que opera en España, muy bien financiado por el Estado y por diversas empresas privadas, y muy bien conectado con otras instituciones similares de Europa y Estados Unidos. La FAES, ahora presidida por el propio Aznar, ha establecido una conexión neuronal muy fuerte con ese liberalismo de combate que fluye desde la galaxia neoconservadora, tan decisiva en la Administración Bush pero quizá no tan monolítica como en ocasiones se cree desde la izquierda, históricamente muy poco habituada a que le disputen la primacía en el terreno de las ideas.

La visión hiperrealista —pesimista quizá sea un adjetivo más adecuado— que articula el pensamiento neocon («Vamos hacia un mundo totalmente anárquico y por lo tanto hemos de replegarnos alrededor del Estado nacional para que la democracia y el capitalismo liberal puedan sobrevivir a los graves peligros que les acechan») ha sido como una transfusión de vitaminas a la idea doliente de una España condenada a la desintegración si no se pone freno a los nacionalismos periféricos y al proceso de centrifugación del Estado. Casi ciento veinte años después del desastre del 98, quién iba a decirle a la derecha española que encontraría su nuevo horizonte espiritual ¡en Estados Unidos!

Tuve ocasión de asistir en una ocasión, como observador, a un seminario de la FAES; un debate en un hotel de Madrid sobre «las estrategias del buenismo» (el sentimentalismo progresista como arma de combate de la izquierda). Me impresionaron cuatro cosas: el buen nivel intelectual de casi todas las intervenciones; un firme deseo de ganar la batalla de las ideas; que las críticas más severas a la izquierda fueran formuladas por antiguos izquierdistas presentes en la sesión; y la convicción unánimemente compartida de que el PSOE no descansará hasta el día que pueda liquidar al PP. Casi al final del turno de intervenciones pedí la palabra para aportar alguna idea al debate. En mi opinión, el denominado buenismo de las izquierdas es una emanación de la cultura católica, un fenómeno que en España cobra unas particulares características en la medida que en nuestro país el catolicismo en estado difuso se halla muy desvinculado e incluso enfrentado a la jerarquía eclesiástica. Y me atreví a formular también otra observación: «Si ahora estuviese en una reunión de la Fundación Alternativas, del PSOE, seguramente una de las conclusiones unánimes sería que el PP no descansará hasta que consiga liquidar al partido socialista. Ustedes les temen mucho y ellos también a ustedes. Me parece que ese es uno de los problemas de España». Creí leer una cierta perplejidad en algunas miradas.

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