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PRÓLOGO

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PRIMERAS PALABRAS EN EL DIVÁN


Me dijo Juanjo Millás: «Escribes sobre la política española como si fueses un corresponsal extranjero». Me lo dijo, si no recuerdo mal, en una cena con un grupo de amigos en Madrid. Año 2005. Uno de los momentos álgidos de la «crispación», esa detestable parodia de los años treinta que sirvió para sujetar los cables de la Segunda Restauración en tiempos de bonanza económica. Políticos y periodistas jugando a rojos y azules sin riesgo de romper la vajilla. Ahora es distinto. Ahora hay preocupación, no vaya a ser que se rompa todo. Cánovas y Sagasta. Sagasta y Cánovas. En tiempos de calamidad hay que medir un poco más las palabras. Se siguen diciendo y publicando muchas barbaridades, pero los tonos más agresivos se reservan ahora para el circuito Twitter y para los canales marginales de televisión.

Correspondí a Millás con una sonrisa y creo que balbuceé alguna explicación sobre el periodismo y la media distancia. La media distancia del corresponsal. La sagrada media distancia. La idealizada frialdad anglosajona, que empezó a recalentarse hace ya unos cuantos años. La mirada distante —aparentemente distante— es difícil de disimular cuando te acostumbras a ella. Es un parapeto. Es un refugio. Es una excusa. Es un camuflaje. Escribir siempre como si fueses un corresponsal extranjero. Cuando se adquiere ese hábito es difícil abandonarlo. Existe toda una leyenda sobre el mal acomodo del corresponsal cuando regresa a casa. No se siente bien, todo le resulta extraño y le disgusta tener que volver a unos asuntos domésticos que creía haber dejado atrás, quizá para siempre. Le ocurre lo mismo que a Ismael, protagonista de Moby Dick, la novela principal de Herman Melville. Cada año, cuando llegan las lluvias de noviembre, el corresponsal tiene unas ganas irresistibles de abandonar tierra firme y volver a embarcar.

Fui corresponsal en Italia durante poco más de tres años —nada que hoy pueda impresionar a nadie: dos horas de avión, un país bello, acogedor y enrevesado, un laboratorio de los desórdenes europeos, un idioma fácil de entender, aunque no tan fácil de manejar— y al regresar de Roma a Barcelona no entendía nada. Primavera del año 2000. Tres meses en una nube, intentando comprender qué significaba la mayoría absoluta de José María Aznar. Pasé cuatro años en Barcelona observando la creciente acritud de la política española, conjugada con un consumismo que ya había dejado de existir en Italia. Conservo un vivo recuerdo de ese contraste. La juerga española frente a un inusitado recato italiano. Una exhibición consumista nunca vista, frente a la impostada austeridad de un país que después de haber reventado las costuras durante los bulliciosos años ochenta parecía acostumbrarse a un lento y constante declive, con crecimientos estadísticos que apenas superaban el 1,2 % del PIB en el mejor de los años. Mientras en España todo lo que era sólido parecía chapado en oro, la Italia del miracolo se amoldaba dolorosamente a un incierto estancamiento. El triunfal regreso de Silvio Berlusconi, una vez garantizada la implantación del euro, fue la última gran fantasía consumista de la sociedad mediterránea que inventó el desarrollismo. Creían que con el magnate populista volvería el tiempo de la lira fácil. Yo estaba allí. La fiebre navideña en las tiendas de la calle Pelai de Barcelona y las navidades en el barrio Aurelio de Roma, donde lo más lujoso en los escaparates eran los panettones de chocolate. Aquel contraste no era normal.

Y asistí, atónito, a las trágicas jornadas de marzo de 2004 desde la mesa de subdirectores de La Vanguardia, el único gran diario que no atribuyó la autoría de los atentados de Madrid a ETA. Busquen en la hemeroteca y no hallarán ese titular en la portada. Mérito del editor y del director, que supieron mantener la cabeza fría en un momento extraordinariamente complicado. Recuerdo, con vértigo, la jornada de reflexión del 13 de marzo. Las manifestaciones ante las sedes del Partido Popular. Las desgraciadas comparecencias de Ángel Acebes, ministro del Interior, intentando restar importancia a la pista islámica. Las intervenciones televisadas de Mariano Rajoy, nervioso y consciente de que la situación se le estaba escapando de las manos, y la alocución de Alfredo Pérez Rubalcaba, aprovechando con acentuado sentido de la oportunidad los errores del adversario. En Italia había visto cosas políticamente sorprendentes, pero nada tan fuerte como lo de aquel sábado 13 de marzo de 2004 en España. Un mes después aterrizaba en Madrid para estrenarme como cronista político. Distante corresponsal de la política española, según Juan José Millás.

De pequeño, en la escuela, siempre tuve un poco la cabeza en las nubes. «Persiguiendo nubes blancas paso la tarde de invierno...», cantaron años más tarde Lole y Manuel y al oírlo, durante el servicio militar en Almería, me emocioné. Me gustaban las redacciones de tema libre y una vez escribí que de mayor quería ser una nube para poder contemplar el mundo desde arriba, desde la distancia, y ver venir los acontecimientos, uno tras otro. Supongo que en esa confesión infantil hay materia suficiente para acudir al psicoanalista. En otra ocasión, la maestra de dibujo nos mandó componer un bodegón y dibujé una escena de taberna con los naipes desparramados sobre la mesa y cuatro tipos a su alrededor, entre ellos un pirata con parche en el ojo. La profesora me cogió cariño y cada año explicaba aquella anécdota a sus alumnos. El bodegón Juliana.

Al poco de llegar a Madrid, con cuarenta y siete años bien cumplidos, me enamoré de las nubes de Castilla y me entraron ganas de dibujar otro bodegón. Con las cartas sobre la mesa, por supuesto. Y con unos tipos muy particulares a su alrededor. El bodegón de la política española. Tenía edad suficiente para intentar escribir ese libro. Y nubes no faltaban. Las nubes de Madrid, muy velazqueñas en otoño, son las más bellas de Europa.

Así nació La España de los pingüinos (2006). Después vino La deriva de España (2009) y más tarde, Modesta España (2012). Los tres títulos agrupados en este volumen. El tríptico de una década inesperada en la que España se asomó a la ventana del optimismo y acabó cayendo desde un sexto piso, puesto que seis fueron los puntos del PIB que como mínimo se han perdido en esa brutal caída. La década que nos ha cambiado la vida.


LA COLINA DE LA PROSPERIDAD, LA LADERA DE UN VOLCÁN


Diez años. Desde las manifestaciones contra la guerra de Irak en 2003 hasta el regreso del Partido Popular al poder en pleno cataclismo económico. Diez años que no son fáciles de resumir. Hay en estos momentos un exceso de adjetivos catastrofistas en circulación. Las cosas están mal —para muchísimas personas, muy mal—, pero el PIB español sigue por encima del billón de euros. La gráfica de la evolución de la riqueza española desde 1850 parece el perfil de un volcán polinesio: una extensa y modesta llanura que sufre un brusco bajón en 1933 —consecuencia de la Gran Depresión y antesala de la guerra civil— y no comienza a subir hasta 1960, iniciando entonces una vertiginosa escalada con algunos altos en el camino. Hemos bajado estos últimos seis años, pero seguimos en lo alto, dibujando la «U» del cráter. Y no sabemos si el volcán será estromboliano, vesubiano o peleano. Cuanto más viscosa es la lava, mayor riesgo de explosión de los gases retenidos en el interior del cono. Una explosión del Vesubio sepultó Pompeya y Herculano. El estallido del monte Pelée en la isla de la Martinica destruyó la capital de la isla, Saint Pierre, matando a 28.000 personas en 1902. Si en el interior del cráter se forma una laguna, el volcán se llama freato-magmático y la explosión también puede ser terrible. Así ocurrió en la isla de Krakatoa. Los más pacíficos son los volcanes hawaianos, la lava es líquida y fluye constantemente, con facilidad, ladera abajo. Son ollas enormes que no explotan. Con un PIB de un billón de euros y una desocupación oficialmente cifrada en el 24 %, vivimos bajo un volcán de nuevo tipo. No sabemos qué pasará.

España es uno de los países del mundo que más ha aproximado su renta per cápita a la de Estados Unidos en los últimos sesenta años. En España hay en estos momentos muchos problemas acumulados y una grave crisis de expectativas, pero nunca la gente de este país había tenido tanto que perder.

La acumulación de riqueza dibuja el perfil de un volcán polinesio, y el gráfico de las variaciones cíclicas de la renta (por periodos de cinco años) se asemeja al cardiograma de una estación sísmica. Constantes altos y bajos: fortísima caída en la segunda mitad de los años treinta (colapso de la República y estallido de la guerra civil), leve subida y recaída en los cuarenta, fuerte tirón hacia arriba en los sesenta, la caída de la crisis del petróleo (muerte del general Franco y periodo de transición política), recuperación asociada al ingreso en la Comunidad Económica Europea, el tropiezo de los noventa (factura de la reunificación alemana y eclipse de Felipe González), la turbo-recuperación aznariana y esa caída en vertical desde 2007/2008. En el momento de escribir estas líneas (finales del año 2013) hay señales que indican una posible salida de la recesión con dos variantes que nadie puede pronosticar con certeza: sólida recuperación después de la fuerte devaluación interna de los últimos cinco años o estancamiento duradero, a la japonesa, con leves repuntes al alza. (Sin la riqueza y la estabilidad social de Japón.) Evidentemente, las consecuencias políticas de ambos escenarios pueden llegar a ser muy diferentes.

Al corresponsal que de pequeño quería ser una nube no le gustan los catastrofismos. El corresponsal ha nacido en Badalona, una de las ciudades más complejas del cinturón industrial barcelonés, y sabe qué es pasarlo mal. Sabe lo que es la crisis en la industria; esa crisis que entre los años setenta y ochenta desmochó una ciudad de pequeñas y medianas empresas —talleres, muchos talleres, y las sirenas de las fábricas pautando el amanecer—, cuyo ayuntamiento se enorgullecía de administrar el municipio con mayor variedad de implantaciones industriales en toda España. Cada año se celebraba una feria industrial denominada Exponente. Orgullo local. Desarrollismo, aceleración, masificación. Un municipio que entre los años sesenta y setenta vio multiplicada por cuatro su población, pasando de 50.000 habitantes de la etapa alfonsina y republicana a más de 200.000 en el momento de iniciarse la crisis del petróleo. En esa línea del PIB, que se dispara hacia arriba después del Plan de Estabilización de 1959, está Badalona.

Al corresponsal distante no le gustan los catastrofismos y por ello tuvo un sobresalto al ver la portada del segundo libro incluido en este volumen (La deriva de España). Los diseñadores proponían la imagen del globo terrestre con la península Ibérica desgajándose de Europa, perdida en medio del Atlántico como aquella Balsa de Piedra que imaginó el escritor portugués José Saramago. Una balsa perdida en el océano de la globalización, quizá rumbo a Brasil. Quien tenga hijos en Latinoamérica en busca de un porvenir, sabe lo que significa esa imagen. Me impresionó y maticé el título: La deriva de España, que no es exactamente lo mismo que España a la deriva.

La década de la incierta deriva. La década del desfondamiento, podríamos decir, puesto que la actual crisis ya no pone en jaque de manera preferente los empleos en la industria, sino que afecta con desigual intensidad a un amplio abanico social, con efectos parecidos a los de una epidemia. En un mismo sector, en una misma profesión, en una misma ciudad, unos sucumben y otros sobreviven. Los que logren sobrevivir serán más fuertes. Y algunos de ellos, mucho más ricos. La década darwinista, quizá sería el título más adecuado. Acelerado como nunca y espoleado por la telemática y las redes digitales, el capitalismo ha puesto en marcha otro de sus tormentosos reajustes. «Destrucción creativa», decía el economista Schumpeter. Y la ola esta vez nos ha pillado de lleno. España se dejó seducir por la especulación y se despreocupó de la industria. Las élites españolas llegaron a creer en el final de los ciclos económicos que profetizaban algunos ideólogos de la turbo-economía, hoy escondidos bajo las piedras.

La sacudida recorre todo el Mediterráneo, el de arriba y el de abajo, y volvemos a habitar una de las zonas más hirvientes del planeta. Esa toma de conciencia geográfica también es hoy muy pertinente para saber qué lugar ocupamos en la cadena de desórdenes del mundo. Abramos el atlas. Sur de Europa y norte de África: una de las zonas críticas del planeta. Deudas, debilidad industrial, envejecimiento de la población en la orilla europea; tensión demográfica (alto porcentaje de varones de entre 20 y 35 años sin perspectivas de mejora) y graves dificultades orgánicas para el crecimiento económico en la vertiente norteafricana. Ahí es donde estamos. Ese es nuestro lugar en el mundo.

La década ominosa creo que sería otra buena definición, pero la expresión ya se halla patentada y los historiadores la usan para referirse a la segunda restauración del absolutismo entre 1823 y 1833, tras el fracaso del Trienio Liberal y la irrupción de los Cien Mil Hijos de San Luis en socorro de Fernando VII, el rey felón.


LOS PINGÜINOS ANTE EL TEATRO DE LA «CRISPACIÓN»


Un retrato de los años que han puesto a España entre paréntesis. La España de los pingüinos tiene como argumento principal la teatralidad de la crispación política. El país nada entre burbujas y la competición política comienza a adoptar tonos extremistas. José María Aznar ha importado de Estados Unidos las teorías de la polarización de la opinión pública que tan buenos rendimientos dieron al Partido Republicano tras los dos mandatos de Bill Clinton. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, el impetuoso líder de la derecha española cree haber hallado la piedra filosofal: sumarse a la cruzada contra el terrorismo internacional para acabar de acorralar a ETA y trazar una fuerte línea de tensión que coagule al electorado conservador y dificulte la agregación del voto de izquierdas: créditos baratos y ley de partidos. Consumo alto, frente antiterrorista, acoso al Partido Nacionalista Vasco y primer intento de fracturación del nacionalismo catalán (cantos de sirena al sector más conservador de Convergència i Unió y foco beligerante sobre Esquerra Republicana para acrecentar su electorado). El PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero intenta darle la vuelta a este despliegue táctico: propone el pacto antiterrorista, apoya discretamente la alianza del PSC con Esquerra y deja que Jesús Eguiguren, exponente del sector más vasquista del PSE-PSOE, explore la vía del diálogo con la rama política de ETA. La guerra de Irak actúa como catalizador. Las protestas en las principales ciudades del mundo son el reverso de la formidable capitalización de los atentados del 11-S por parte de los neoconservadores. Las protestas contra la guerra son la primera señal masiva de inquietud y disconformidad de las clases medias occidentales, especialmente europeas, ante el nuevo curso del mundo diez años después del derrumbe del Muro de Berlín.

La gente de clase media media, con un empleo aún seguro —funcionarios, empleados públicos, profesionales, trabajadores cualificados—, intuye que los nuevos desprendimientos que se avecinan pueden caer esta vez sobre su cabeza. No va mal encaminada. Las protestas en Barcelona adquieren tal dimensión que son mencionadas por George Bush padre: «Las manifestaciones de Barcelona no nos dictan la política», declara el expresidente de Estados Unidos ante una convención de empresarios petroleros en Texas. En Barcelona, la protesta es muy intensa en los barrios centrales de la ciudad —las clases medias—, menos intensa en los barrios obreros, y tenue, muy tenue, en la parte alta, en el Upper Diagonal. Diez años después ese, exactamente ese, es el mapa del pronunciamiento soberanista catalán: el distrito del Eixample está lleno de banderas estelades (independentistas), la periferia metropolitana observa el fenómeno con una discreta división de opiniones (la procesión va por dentro), y los barrios altos se muestran fríos y distantes, pese a que en las reuniones familiares hay contraste de pareceres.

En 2003, las clases medias ya captaban una inquietante vibración en el aire: el mundo se está llenando de inseguridades y la promesa de una paz perpetua comienza a saltar por los aires. En algunas ciudades europeas esta percepción fue especialmente intensa. Es el caso de Barcelona, cuyas clases medias levantan hoy la bandera de la independencia catalana o reclaman una consulta sobre esta cuestión (no es lo mismo). Es el caso de Milán, capital italiana del diseño, de la moda y de las finanzas, gobernada por primera vez desde hace decenios por un alcalde de la izquierda. Es el caso de París. Roma, con un nuevo alcalde de izquierdas tras el golpe de péndulo que llevó a un antiguo militante del neofascismo a la primera magistratura de la ciudad. Ámsterdam. Londres, ayer gobernada por la izquierda del Labour Party, hoy con un alcalde conservador excéntrico. Y también Madrid, pero en este caso con amortiguadores. Madrid es la capital del «aznarato», el más voluntarioso y férreo intento de la derecha española de conseguir una posición de incontestable dominio a través de las urnas. Cuando todo lo que era sólido estaba chapado en oro, en Madrid circulaba demasiado dinero como para salir al balcón en el barrio de Salamanca o Chamberí dando golpes de cucharón a una cazuela contra la guerra de Irak. Las manifestaciones de Madrid fueron importantes, pero las riendas de la ciudad nunca las perdió Aznar.

La España de los pingüinos habla de ese momento. El título obedece a una historia que me contaron en 1984 durante un largo viaje en coche por toda Yugoslavia, desde Eslovenia hasta Macedonia. Los habitantes de la antigua federación yugoslava tenían dos opciones a la hora de pedir el pasaporte: podían hacer constar su nacionalidad de origen (eslovena, croata, serbia, macedonia...) o inscribirse como yugoslavos. Quienes optaban por la nacionalidad «federal» apenas superaban el 8 % del censo y comenzaron a ser denominados, despectivamente, los «pingüinos», gente rara que se adhería a una identidad escasamente enraizada. Si los «pingüinos» hubiesen supuesto el 25 % de la población, Yugoslavia no habría explotado en guerra civil. No sé lo que habría pasado, pero no habría explotado de aquella manera tan sangrienta. Recientemente, los pingüinos han reaparecido en la política internacional. Durante la última oleada de contestación social en Turquía (primavera del 2013), los pingüinos se convirtieron en el símbolo de las protestas. La cosa funcionó de la siguiente manera. Mientras la gente se manifestaba en la calle, principalmente en la plaza Tashkim, epicentro de la revuelta, la televisión turca ofrecía documentales sobre pingüinos. Mientras la CNN norteamericana informaba de las manifestaciones, la CNNTürk, emisora local bajo franquicia, pasaba imágenes de los palmípedos de la Antártida. Inmediatamente comenzaron a aparecer pingüinos pintados en las paredes de Estambul y los manifestantes comenzaron a portar pancartas con pingüinos. Un animal distante y simpático. Una excelente metáfora política. No me resisto a guardarme una anécdota del día de Sant Jordi del año 2006. La editorial me invitó a firmar libros en algunos puntos de Barcelona y por la mañana coincidí, codo con codo, con el filósofo bilbaíno Jesús Mosterín, autor de varios tratados a favor de los derechos de los animales. Mosterín comenzó a mirar de reojo el título de mi libro, hasta que no pudo aguantarse:

«Oiga, ¿qué le han hecho los pingüinos?», me preguntó muy seriamente.

«Nada, nada, no me han hecho nada. Es solo una metáfora política», le respondí y acto seguido intenté explicarle, de manera muy resumida, la historia yugoslava. Me escuchó amablemente, pero no podía evitar un gesto de contrariedad. Creo que el filósofo que de joven colaboró activamente con el doctor Félix Rodríguez de la Fuente veía en aquel título un acto de explotación ideológica de los inocentes pingüinos.

Ese primer libro contenía una anotación muy inocente que he querido conservar en esta compilación de los tres títulos. El subtítulo. Una visión antibalcánica del porvenir español: la concordia es posible. He efectuado rectificaciones mínimas en los textos manteniendo su tono original. Correcciones de estilo, algunas fechas erróneas, algunas reiteraciones, algún adjetivo calificativo que merecía ser retocado.

Una visión antibalcánica del porvernir español, escribí en la portada de ese primer libro. Vaya inocentada. Ese subtítulo parece hoy muy naíf. La balcanización parece posible y la concordia está hecha añicos, si tomamos como referencia los medios de comunicación y las redes sociales, el nuevo escaparate costumbrista. ¿Realmente es así? ¿Ya no hay margen para el arreglo?

Asumo con toda responsabilidad ese ingenuo subtítulo. Borrarlo sería un error. Cuando el Tribunal Supremo nos llame a todos a declarar en el Valle de Josafat, siempre podré alegar que en 2006, con cuarenta y nueve años recién cumplidos, escribí un libro favorable a la concordia en España. Espero que sirva de atenuante.

Todavía cabe alguna posibilidad de que esa frase tenga cierto contacto con la realidad venidera. Pese a todas las inflamaciones en curso, sigo pensando que no hay balcanización hoy en España. Quien conozca un poco lo que pasó en Yugoslavia entre los años ochenta y noventa sabe que en España no existen tantos odios acumulados, ni las diferencias étnicas y religiosas de los Balcanes, tierra de frontera entre el cristianismo y el islam en la Europa continental; tierra de frontera entre católicos y cristianos ortodoxos; tierra de frontera entre el antiguo imperio de los Habsburgo y el antiguo imperio Otomano; tierra de frontera entre la nueva Europa bajo el paraguas de la OTAN y el debilitado glacis ruso; tierra de frontera entre la zona de influencia alemana y la nueva zona de influencia turca.

Yugoslavia era una superestructura de corte autoritario, que sin llegar a los extremos de los regímenes estalinistas, había encerrado un mosaico de pueblos difíciles de conciliar. Tras la muerte del mariscal Tito y la caída del Muro de Berlín, la república federal de los eslavos del sur solo podía sobrevivir con un inteligente y gradual ensamblaje con la Comunidad Económica Europea. Y en Europa no hubo una política unitaria respecto a Yugoslavia. Las viejas apetencias se pusieron en marcha. Alemania quería completar su nueva área de influencia con Eslovenia y Croacia; el Vaticano apostó fuerte por la independencia de Croacia, tierra de frontera entre el catolicismo y la ortodoxia greco-eslava; Francia, para contrarrestar a Alemania, rehízo su vieja cordialidad con Serbia; viendo el reparto del pastel, la Italia de Bettino Craxi apuntó a Montenegro (así lo reconoció el exministro de Asuntos Exteriores, el socialista Gianni de Michelis, en un extenso documental de la BBC), y Turquía no tardó en enviar suministros a Sarajevo cuando vio en peligro a la comunidad eslavo-musulmana de Bosnia. Y Washington apostó fuerte. Los norteamericanos querían llevar la OTAN lo más cerca posible de las fronteras de Rusia. Por el norte apoyaron las tres independencias bálticas. Por el centro abrieron las puertas de la Alianza Atlántica a Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia. Y por el sur escogieron Albania como cabeza de puente —la desastrada Albania que nadie quería, excepto algunos industriales italianos—, para después fijar la atención en Kosovo. Concluidas las guerras balcánicas, la instalación militar ubicada cerca de Pristina, capital de Kosovo, es una de las mayores bases de Estados Unidos en el mundo. Kosovo es una base de Estados Unidos en la puerta de entrada a los Balcanes. Muerto Tito, la unidad yugoslava estaba rota; en Europa prevalecieron las viejas apetencias nacionales, y Estados Unidos aprovechó con energía y ambición esas contradicciones. Estados Unidos acabaría siendo el Gran Pacificador de los Balcanes en llamas.

Rotos los engranajes internos y sin una política de contención externa, el mosaico yugoslavo acabó rompiéndose violentamente, con un último factor detonante: la población masculina estaba muy acostumbrada al manejo de las armas, como consecuencia de la doctrina militar de movilización permanente del Ejército Popular —«el pueblo en armas» ante una posible invasión soviética—, y los depósitos de munición y armamento estaban muy diseminados por todos el país.

No son esas las coordenadas de España. Ni lo serán. Tierra de frontera con el islam, puente con Latinoamérica y pieza clave para la continuidad de la zona euro, la estabilidad política y financiera de la endeudada España (deuda privada y pública por valor del 378 % del producto interior bruto) es un deseo hoy compartido por Estados Unidos y por los principales centros de poder europeos. Alemania quiere tranquilidad y garantías de pago. A Francia, que debe medir constantemente fuerzas con Alemania, no le interesa una España excesivamente debilitada. La Italia estatal tiene fuertes intereses en la economía española y es radicalmente contraria a todo escenario de fragmentación territorial en el interior de la Unión Europea, porque el secesionismo difuso en el valle del Po no es un asunto en absoluto archivado. Al Vaticano no le interesa nada una dislocación de la monarquía católica española. Solo Londres observa las cosas de otro modo, puesto que Gran Bretaña tiene unos intereses específicos. Londres quiere conservar el peñón de Gibraltar, estratégicamente revalorizado con el nuevo cuadro de tensiones en el norte de África; siente un vivo interés por el cuadro clínico del sur de Europa en la medida en que esa áspera realidad cuestiona el triunfo de una Europa germanizada y le gusta convocar referéndums: los ingleses siempre han sigo grandes fabricantes de reglas de juego. Eso es todo. El mundo no está esperando que España se despedace. Conviene saberlo. En este sentido, sostengo tozudamente que es necesaria una visión antibalcánica del porvenir hispánico. Una posición antibalcánica significa rechazar el odio como motor de la dinámica política. Significa sentido del límite y voluntad de pacto. Creo que en España aún hay margen para ello.

La concordia es posible, decía también el subtítulo de La España de los pingüinos, el primer libro de este volumen. Llegados a este punto, las carcajadas se oyen hasta en Pernambuco. El problema viene de lejos. Francesc Cambó escribió lo siguiente en el libro titulado Per la concòrdia (1927). «La hostilidad que hoy se respira contra Cataluña —más densa que nunca— no se dirige solamente contra las manifestaciones del hecho diferencial catalán, sino contra la existencia y el nombre mismo de Cataluña. Es totalmente innegable, por otro lado, que en Cataluña la sensación de una hostilidad viva y constante provoca un sentimiento similar. Creo que la animosidad de la que hoy Cataluña es objeto es mucho más intensa que el sentimiento con el que Cataluña responde. [...] Yo tengo una confianza absoluta en que los rencores catalanes cederían rápidamente ante las primeras manifestaciones de comprensión y afecto que viniesen del resto de España».

Parece escrito ayer mismo este párrafo de Cambó. La recaída está siendo intensa y muchas fibras emocionales están rotas, quizá para siempre. En el plano emocional, España ha perdido a Cataluña. También conviene que se sepa. El sentimiento de fastidio de una parte importante de la sociedad catalana —una parte muy importante que seguramente hoy se aproxima al 70 % de la población— vive con disgusto la pertenencia a España. Un disgusto difícil de medir por las encuestas, puesto que oscila en función de los acontecimientos. Un disgusto esencialmente reactivo que a su vez ha provocado un mayor enfado en amplias zonas de la sociedad española. La mancha de aceite se ha extendido. «Si se quieren ir, que se vayan», comienza a ser un comentario frecuente en algunos foros, aunque no sea esa la corriente dominante en las encuestas. La trama de los afectos está seriamente dañada, pero no rota del todo. Se avecinan en este aspecto tiempos posiblemente decisivos. La palabra «concordia» chirría hoy en España, pero aún tiene sentido utilizarla.

La España de los pingüinos, escrita durante el verano y el otoño de 2005, expone la «extrañeza» de mucha gente ante el negocio político de la crispación. Políticos, intelectuales y periodistas jugando a azules y rojos sin miedo a romper la vajilla, cuando todo lo que era sólido parecía chapado en oro. La élite empresarial mirando hacia otra parte, pendiente del BOE, del precio del dinero y de las oportunidades de negocio en Latinoamérica. Es ese un libro escrito cuando la fiesta aún parecía eterna, ZP estaba en la cresta de la ola y la esperanza en el futuro parecía de cristal duralex. Le regalé un ejemplar al entonces presidente del Gobierno, una vez que un grupo de periodistas fuimos convocados a la Moncloa para ser informados sobre el alto el fuego de ETA. Recuerdo su cara de perplejidad al leer el título.


REIVINDICACIÓN DE LA GEOGRAFÍA


La deriva de España, segundo texto de este volumen, es una reivindicación de la geografía como instrumento de análisis político. Mapas, mapas, mapas. Lo comencé a escribir durante el verano de 2007. Recuerdo que fue un agosto doloroso. A veces escribir fatiga mucho. El primer libro había salido a chorro, el segundo costaba más. Tenía la sensación de haberme metido en un pantano. La crisis económica estaba latente pero era muy difícil adivinar su evolución. El Gobierno la negaba de manera tajante —«nubes pasajeras que tienen su origen en la política de los neocon norteamericanos», proclamaba Zapatero—, mientras la oposición auguraba la inminencia del Apocalipsis. Estaba en juego el carril argumental de la campaña electoral en ciernes (elecciones generales en marzo de 2008).

Empantanado el Estatut de Catalunya y en puntos suspensivos el alto el fuego de ETA, Zapatero se vio obligado a sacarse el cheque-bebé de la chistera en el debate sobre el estado de la nación de julio de 2007. Por primera vez en la historia de la Segunda Restauración, la socialdemocracia recurría a una subvención directa para evitar la dispersión de su base electoral. Después vendría la quita de 400 euros en la declaración del IRPF. El Partido Popular decidió embestir con fuerza —¿alguna vez el PP no ha embestido con fuerza?— para situar el tema de la crisis en el centro del debate público. Entonces, en septiembre, ocurrió algo verdaderamente sorprendente. Emilio Botín, presidente del Banco de Santander, invitó al presidente del Gobierno a visitar el vasto complejo de oficinas que la entidad tiene en la localidad madrileña de Boadilla del Monte, la Ciudad Financiera de Boadilla, y poco antes del almuerzo ambos comparecieron ante las cámaras de televisión. Botín, en mangas de camisa y tirantes, lanzó el siguiente mensaje: «Estás haciendo un gran trabajo en economía. Soy optimista respecto a la economía española a corto y a largo plazo».

Sentado frente al primer banquero del país, también en mangas de camisa, Zapatero sonreía, sonreía, sonreía. Zapatero siempre sonríe. El Partido Popular había comenzado a perder unas elecciones que aún no estaban convocadas. Y Zapatero tardaría un año en decidirse a pronunciar la palabra crisis. Botín tenía buenos motivos para lanzar un cable a Zapatero. La primera entidad financiera española estaba consolidando su entrada en el mercado británico tras la compra del banco inglés Abbey en 2004 y los sectores hostiles de la City tenían a España en el punto de mira. Cualquier noticia negativa sobre la evolución de la economía española era especialmente perjudicial en aquellos momentos. El Santander y toda la banca española no querían ni oír hablar de crisis en aquel momento, puesto que sus responsables sabían el gigantesco volumen de los riesgos contraídos. A la hora de analizar los vaivenes de la política española desde que la crisis amanece en los mercados financieros norteamericanos hasta que, tres años después, el presidente Zapatero se ve obligado a cambiar radicalmente de política por imperativo del Directorio Europeo (tras sendas llamadas telefónicas del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y del primer ministro de la República Popular China, Wen Jiabao), hay que tener en cuenta, entre otros factores, la excelente comunicación que hubo entre el liderazgo socialista y el primer banquero del país. Zapatero tenía varios motivos para no pronunciar la palabra «crisis».

Mapas, mapas, mapas. La deriva de España es una reivindicación de la geografía política, siempre con el deseo de ir un poco contra la corriente. En 2009, en plena propulsión de las redes sociales como nuevo método de comunicación interpersonal e instrumento de promoción comercial, reivindicar la geografía, esto es, la importancia política del lugar físico, podía parecer un contrasentido. El mundo parecía haberse vuelto «ageográfico»: poco importa el lugar donde estés, si tienes una buena conexión de Internet. Mentira.

En septiembre de 2013, cuatro años después de aquella excursión geográfica, la editorial RBA pone a la venta la traducción al castellano del último libro de Robert D. Kaplan, uno de los más lúcidos analistas de la escuela realista norteamericana. El libro se titula La venganza de la geografía. Cómo los mapas condicionan el destino de los hombres. Recomiendo su lectura. Y recomiendo un pequeño ejercicio de memoria sobre los principales acontecimientos del verano de 2013: reaparición del litigio por Gibraltar, represión sangrienta en Egipto y terrorífica evolución de la guerra civil en Siria...

La geografía ha vuelto. Encadenamiento de crisis económico-financieras en el sur de Europa. Oleada de estallidos sociales en el norte de África y Medio Oriente. El Mediterráneo vuelve a ser una de las regiones candentes del planeta, como lo era en los años setenta, cuando Mao Zedong le comentó al presidente norteamericano Gerald Ford que estuviese alerta ante un posible expansionismo soviético en el sur de Europa y le aconsejó que Estados Unidos favoreciese, lo antes posible, el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Invierno de 1975. Conversaciones en Pekín, pocas semanas después de la muerte del general Franco. Treinta y ocho años después, el gran anfiteatro mediterráneo, cuna de la humanidad, vuelve a ser una zona de fuerte tensión. La evolución política y económica de España estará condicionada por ese marco geográfico, pese a que la tendencia dominante en los grupos dirigentes españoles es tomar decisiones con el mapa atlántico en la cabeza. Madrid piensa con el mapa atlántico. Barcelona percibe mejor el mapa mediterráneo, pero tiende a idealizarlo y a minimizar sus riesgos. Mapas, mapas, mapas.

La reivindicación de la geografía es apasionante pero nos puede conducir a una suerte de determinismo. El propio Kaplan en su libro sugiere una visión hobbesiana del mundo, en la que las fuentes de identidad locales vuelven a tomar fuerza ante el objetivo debilitamiento de los estados nacionales, como consecuencia de la globalización y la incierta construcción del imperio europeo. Vuelven las fuerzas primigenias y acentúan la tendencia a la anarquía del mundo posterior a la lucha entre dos grandes bloques. Kaplan ya publicó en el año 2000, un libro titulado La anarquía que viene. En la escuela realista norteamericana hay siempre un trasfondo pesimista. Visión cruda de un mundo que siempre tiende al descontrol. Frente al determinismo geográfico, los economistas norteamericanos Daron Acemoglu y James A. Robinson proponen otro enfoque en el ensayo Por qué fracasan los países, que ha alcanzado una notable influencia en los círculos académicos. Ni los mapas, ni la historia, ni la tradición cultural, ni la raza, ni la religión son determinantes en el destino de una sociedad: lo más importante es la naturaleza de sus instituciones políticas. Esta es la tesis de Acemoglu (de origen turco) y de Robinson. Su libro ha tenido mucho impacto y de él surge el concepto de «élites extractivas», acogido con entusiasmo por la crítica neomarxista. Los dos autores se hallan muy lejos del marxismo. Liberales convencidos pregonan la importancia de las instituciones inclusivas, permeables al control social, como clave del éxito económico y no cesan de reivindicar el liberalismo anglosajón como piedra angular de la prosperidad en el mundo.

Los mapas de La deriva de España intentan transmitir tres ideas: la crisis supone el final abrupto de una cierta fantasía española que se sentía liberada de sus contingencias históricas y geográficas; con la crisis vuelven los problemas irresueltos y las distintas ópticas sobre los mismos, y, finalmente, la actual problemática no podrá ser analizada, digerida y resuelta de manera exclusiva por el centro. Harán falta otras cartografías. Pienso que este es uno de los nódulos cruciales del momento español.

Si el Gran Madrid (extraordinaria superposición del poder estatal, con los principales cuarteles generales del poder financiero, los antiguos monopolios privatizados, el poder mediático y la alta magistratura) estuviese en condiciones de absorber y metabolizar todas las contradicciones españolas del momento actual, el cuadro político sería hoy radicalmente distinto. El panorama, sin embargo, es otro: inaudito debilitamiento de la institución monárquica, brutal erosión de los principales partidos políticos y espectacular caída de la confianza ciudadana en los principales líderes (el jefe del Gobierno y el jefe de la oposición con ratios de desconfianza ciudadana que superan el 80 y el 90 %, respectivamente), debilitamiento general de las principales instituciones, con la significativa excepción del ejército, la policía y la Guardia Civil; caída en picado de la confianza en la banca y en la gran empresa; desconfianza en los jueces y en el Tribunal Constitucional... Y, en términos comparativos, una menor erosión de las comunidades autónomas y los gobiernos locales. Figuras al alza: el pequeño y el mediano empresario, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, los investigadores científicos, los médicos, los maestros, las ONG, Cáritas (no los obispos ni la Iglesia como institución) y el Príncipe de Asturias. (Fuente: 5.º Barómetro de Confianza Institucional del Instituto Metroscopia, elaborado entre el 15 de junio y el 12 de julio de 2013.) Un panorama increíble si nos lo hubiesen dibujado en 2004.

En pleno vendaval gana lo que aún es sólido, lo que funciona ante nuestros propios ojos, lo que ayuda y da confianza, lo que aún puede simbolizar un futuro estable. La sociedad española se ha puesto al abrigo, a la espera de que vengan tiempos mejores, y el centro —geográfico y político— no está en condiciones de absorber todas las contradicciones. Podríamos decir que el gran proyecto de Aznar ha quedado a medias. Las alteraciones en el ciclo electoral (victorias del PSOE en 2004 y 2008) y la crisis económica de alguna manera han ralentizado el proceso de consolidación de Madrid como la megalópolis rectora de la vida española, al estilo de las grandes capitales latinoamericanas. El Partido Popular lo intenta de nuevo con los procesos de recentralización en curso, pero a Madrid le faltan unos cuantos millones más de habitantes y un pulmón económico aún más potente.

La segunda ciudad, Barcelona, se defiende, espasmódicamente, con sus propias debilidades, con una apuesta política arriesgada que se le puede escapar de las manos, con una cierta idealización de sus posibilidades, pero aún está en condiciones de intervenir en el guion. Barcelona tiene una de las deudas más bajas de todas las grandes ciudades españolas, se ha convertido en una pequeña potencia turística (el aeropuerto de El Prat ya rivaliza directamente con el de Barajas), tiene marca internacional... Barcelona está en el mapa del mundo gracias al genio maragalliano del 92. Para entender la actual cuestión catalana hay que partir de Barcelona. Pase lo que pase en España en los próximos años, Cataluña no sucumbirá en el marco resultante de la crisis gracias a la potencia de la ciudad de Barcelona, gracias a sus profesionales, gracias a la supervivencia de Caixabank en el holocausto español de las cajas de ahorro, gracias a un tejido industrial que es capaz de liderar las exportaciones españolas con un 26 % del volumen total, gracias a una sociedad todavía dinámica.


ENTRA EN ESCENA EL CABALLERO DEL VERDE GABÁN


Modesta España se publica tres años después, cuando la crisis económica es una brutal evidencia y ya se ha producido el cambio de Gobierno, con la victoria del Partido Popular de Mariano Rajoy por mayoría absoluta en las elecciones de noviembre de 2012. Si en el libro anterior habíamos usado la cartografía del mundo que viene para llegar a la conclusión de que España se halla en una incierta deriva, tres años después la pregunta pertinente es hacia dónde se encamina la nave. En qué punto del océano Atlántico se halla la Balsa de Piedra imaginada por el novelista José Saramago; qué tumbos está dando la ballena durante siglos encallada en las estribaciones de los Pirineos (Edmund Burke, padre del conservadurismo liberal inglés, siglo XVIII). Respuesta: España se encamina hacia la modestia. España vuelve a ser un país modesto y cuanto antes acepte esa realidad, para los siglos de los siglos, mejor para todos.

En el primer libro, el corresponsal distante pidió ayuda a los pingüinos para describir la extrañeza de tanta gente ante el espectáculo de la «crispación» política. En el segundo, los mapas y la idealización de la geografía servían para explicar que la crisis es algo más que una pérdida provisional de empuje económico: es una tremenda dislocación del mundo que creíamos estable después de los acontecimientos de Berlín, Praga, Bucarest y Moscú de finales del siglo pasado. Es el fin de una ilusión y de una alucinación; aquella España en la que todo lo que era sólido parecía chapado en oro no volverá a existir.

En el tercer libro pedí ayuda a Miguel de Cervantes Saavedra. Mejor dicho, pedí ayuda a mi buen amigo y vecino (cuando estoy en Barcelona) Francisco Rico, académico de la lengua y principal especialista en la obra de Cervantes. Dándole vueltas a la idea de la modestia di con un personaje del Quijote, que viene como anillo al dedo para dibujar un arquetipo moral de lo que podría ser la austeridad como nuevo pacto social: el Caballero del Verde Gabán, el caballero castellano con el que se encuentran Don Quijote y Sancho después de haber derrotado al Caballero de los Espejos. Don Diego Miranda es propietario rural castellano, no muy rico, pero tampoco pobre, que cabalga camino de su casa, vestido con un verde gabán, pues era costumbre en aquella época que la gente suficientemente aposentada luciese prendas de vistosos colores cuando salía al campo. Don Diego Miranda es un espíritu burgués en una España que aún no conoce la máquina de vapor. Invita a Don Quijote a su casa cuando ya se ha dado cuenta de que cabalga junto a un chalado. Le da cuerda y no se burla de él. Asiste atónito a la escena de los leones —Don Quijote abriendo la jaula de los leones que el emir de Argel ha regalado al rey de España para batirse con las fieras, indolentes, que ni siquiera le hacen caso— y finalmente arriban a la casa de las tinajas, supuestamente ubicada en Villanueva de los Infantes, en la que Don Diego Miranda y su familia abren el armario erasmista. Esta es la clave del relato. Rico me la confirmó, me dio pistas y me pidió templanza: «No confundas a Cervantes con un pastor protestante. Cervantes pertenecía a un mundo en declive y tuvo la lucidez y la ironía de percibir el cambio de época. Es como un antiguo soldado de la División Azul que anticipa, gustoso, la Transición».

El Caballero del Verde Gabán invita a un historicismo nostálgico y acaso improductivo. ¿Cómo habría sido una España en la que hubiesen logrado enraizar las ideas reformistas de Erasmo de Rotterdam? Está perfectamente documentado que las ideas del reformista católico holandés alcanzaron una notable influencia en la corte de Carlos I, gozando los primeros erasmistas españoles de la protección del rey-emperador. Los libros de Erasmo entran por el puerto de Santander en su viaje de regreso del principal puerto holandés. Castilla vende lana a la fría Europa del norte y los marineros vuelven con la paga y El Manual del Buen Cristiano, uno de los libros de Erasmo (escrito en 1503) que alcanzará mayor difusión en Europa. La corriente reformista inquieta a la Iglesia local, y la Conferencia de Valladolid marcó el punto de inflexión. Los teólogos de la escuela de Salamanca —Francisco de Vitoria entre ellos— ejercen la acusación; los teólogos de la Universidad de Alcalá, la defensa. Cuando la condena ya parece segura, el inquisidor general Alfonso Enrique de Lara, a su vez atraído por las ideas de Erasmo, suspende las sesiones. Carlos I abdica y los libros de Erasmo comienzan a entrar en el índice de libros prohibidos tras el Concilio de Trento. La Contrarreforma se pone en marcha y Felipe II se apresta a dirigir un imperio enorme. El rey que siempre viste de negro traslada la capital a Madrid y pasa largas temporadas encerrado en el enigmático Escorial. Primera estación del encapsulamiento español. Se acabó Erasmo.

La modestia. Aún hoy, en el punto más crítico de la crisis, hablar de modestia suena mal en España. Los libros sobre el mal momento español comienzan a amontonarse sobre la mesa, algunos muy bien escritos, como el doliente ensayo de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido; otros, sagaces y con propuestas de reforma radical del sistema, como el interesante ensayo del economista César Molinas, Qué hacer con España. La crítica es severa, con esa severidad tan característica de los españoles cuando las cosas van mal dadas. El lamento de Muñoz Molina es tan solemne que ha puesto en guardia a otros escritores. Sin medias tintas, el escritor Javier Marías lo ha acusado de oportunismo en un artículo titulado «Los años de la distracción». Muñoz Molina sostiene que es culpa general de la intelectualidad española no haber alertado a tiempo de los males que se estaban incubando en España. Marías le responde que unos han estado distraídos en Nueva York (Muñoz Molina dirigió el Instituto Cervantes de Nueva York durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero) y otros no. Interesante pugna. Interesante discusión sobre el sentido de la oportunidad.

Desengañémonos, el Caballero del Verde Gabán poco tiene que hacer en España. El Pacto de la Modestia podría ser una buena fórmula para los próximos años. El reverso de los Pactos de la Moncloa. Siguiendo la estela del pacto italiano de 1976 entre la Democracia Cristiana y la CGIL, el principal sindicato del país, con el Partido Comunista Italiano detrás de los cortinajes, el Gobierno de Adolfo Suárez, los principales partidos españoles y el principal sindicato en aquel momento (Comisiones Obreras) acordaron una política de contención salarial (la inflación era del 24 % y se acordó que los incrementos salariales tendrían un tope del 12 %) a cambio de una fiscalidad de carácter progresivo sobre las rentas del trabajo (creación del IRPF), un marco de garantías sindicales (Estatuto de los Trabajadores) y un programa de inversiones para el fomento de la escuela pública. Objetivo: evitar la suspensión de pagos de España en un momento de grave riesgo de involución, puesto que una parte del estamento militar no lograba digerir las reformas de Suárez. Los grandes protagonistas del pacto fueron UCD, el Partido Comunista y Comisiones Obreras. El PSOE se sumó de mala gana (su objetivo era derrotar electoralmente a Suárez y temía una «pinza» a la italiana entre los centristas y los comunistas). UGT ni siquiera estuvo presente en el acto de la firma. Aunque no se cumplió en todos sus puntos —al cabo de un año Suárez conminó a ceder a la presión de la derecha—, el breve «compromiso histórico» de 1977 logró estabilizar el país.

Décadas más tarde, los Pactos de la Moncloa han sido muy idealizados y suelen ser invocados como ejemplo de una concordia sin conflicto social, que jamás ha existido. Los trabajadores aceptaron una pérdida de poder adquisitivo para poder detener la rueda infernal de la inflación, a cambio de un marco de garantías sindicales (protección del empleo estable y fortificación de los sindicatos) y de unas perspectivas de mejora generacional (fuerte fomento de la escuela pública en los grandes núcleos urbanos), iluminadas por la promesa del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea. Sobre los mimbres de este compromiso social se redactó la Constitución de 1978 y se produjo la alternancia en el poder en 1982. Pese a las enormes dificultades del momento, había horizonte de mejora. Y comenzaban a circular las tarjetas de crédito. La VISA también estuvo presente en los pactos escritos y no escritos que facilitaron la Segunda Restauración. Había horizonte y una cierta posibilidad de llegar a final de mes.

Ahora hay mucha bruma en el horizonte y el país está endeudado hasta las cejas. España debe el equivalente al 378 % del producto interior bruto, la tercera mayor deuda del mundo (en relación a la riqueza nacional) después de Japón (506 %) y Reino Unido (501 %). El 82 % de esa deuda, aproximadamente unos ochocientos veinte mil millones de euros, corresponde a los créditos contraídos por las familias. Los créditos al detalle que todos los bancos ofrecían alegremente gracias al bajo precio del dinero, con el entusiasta beneplácito del Banco Central Europeo y el Deutsche Bundesbank, puesto que el núcleo carolingio europeo necesitaba estimular la demanda periférica para poder financiar los elevados costes de la reunificación alemana. Crédito, crédito, crédito. Lo que vino después es conocido. El circuito financiero internacional quedó estrangulado en 2007 por la cadena de pánico provocada por las hipotecas subprimes y demás productos tóxicos de las finanzas norteamericanas, el núcleo carolingio logró resistir la embestida gracias a la enorme potencia de su industria exportadora, mientras la periferia sur, muy endeudada, quedaba colgada del palo de la brocha. Así estamos.

El 13 de enero de 2012, en pleno acoso a las deudas soberanas del sur de Europa, se produjo en las costas de Italia un accidente naval de alto valor simbólico. El crucero Costa Concordia encalló frente a la isla del Giglio en la Toscana. El capitán había dado órdenes de acercar la nave a la isla, donde vivían unos familiares suyos. Una escena propia de Amarcord, aquella gran película de Federico Fellini. La gente saludando a la nave. Una película de Fellini, efectivamente. En el momento de efectuar la maniobra, el capitán estaba con una joven moldava de veinticinco años, que había trabajado como bailarina para la compañía naviera. El barco encalló y al cabo de una hora, en medio de la oscuridad y el caos, el capitán Francesco Schettino se dio el piro a bordo de una lancha salvavidas, así que la nave quedó al mando de la torre de control del puerto de Livorno. Los italianos tienen una extraordinaria facilidad para los gestos teatrales.

La cobarde actuación del capitán Schettino ilustra el signo de una época: la huida de las élites cuando se hace evidente el colapso del sistema. Los directivos bancarios que han abandonado sus puestos con jubilaciones millonarias, conscientes de que las entidades que habían comandado estaban a punto del naufragio. Los dirigentes políticos que esconden la cabeza bajo el ala. La huida de la ciudad en llamas es una de las nuevas facetas del abuso de poder. El pacto que podría proponer hoy el Caballero del Verde Gabán es el siguiente: «Austeridad en todos los ámbitos de la sociedad, protección básica para todos y estímulo de la iniciativa personal; yo me sacrifico y tú, capitan Schettino, no te escaqueas».

No es una formulación nueva. A mediados de los años noventa, en plena crisis del petróleo, Enrico Berlinguer, secretario del Partido Comunista italiano, lanzó la denominada «cuestión moral», un pacto de austeridad a cambio de garantías sobre los derechos de los trabajadores y un paso atrás en el proceso de colonización de las estructuras del Estado por parte de los partidos políticos. Una relectura de aquellos textos de Berlinguer es hoy sumamente interesante, puesto que nos conecta con el actual debate sobre las élites extractivas.

Cuando el profesor César Molinas defiende una reforma radical de la ley de partidos que ponga a las organizaciones políticas bajo control ciudadano (rendición de cuentas, congresos democráticos cada año, elecciones primarias) no está muy lejos de algunas de las ideas que el secretario general del PCI exponía al periodista Eugenio Scalfari, director del diario La Repubblica, a mediados de los años setenta. Berlinguer era un comunista atípico. Hijo de una familia aristocrática de la isla de Cerdeña de lejano origen catalán, ya había sorprendido a todos invocando a santa María Goretti (una joven campesina que fue asesinada al resistirse a un intento de violación) como ejemplo moral para los jóvenes italianos. Enjuto, discreto, renuente al espectáculo periodístico, tenía algo de franciscano. Fue muy popular en el periodo de crisis de los setenta y murió relativamente joven, de un ictus, sin llegar a ver la fenomenal oleada hedonista que recorrió Italia en los años noventa. Italia siempre va un poco por delante. España se emborrachó una década más tarde con una fantástica presión especulativa sobre su dimensión solar: suelo y sol. Hipotecas, promociones inmobiliarias, instalaciones turísticas y bonificaciones fabulosas para la implantación de huertos solares. El pacto de la austeridad requeriría hoy en España una ética del retroceso. No será posible.

Modesta España concluye con la victoria electoral de Mariano Rajoy en noviembre de 2012 y la consolidación del Partido Popular como Partido Alfa de las clases medias españolas. Desde entonces parece que haya pasado una eternidad y el Partido Alfa parece haberse marchitado. La crisis ha sido implacable, ha estado a punto de hacer estallar todo el sistema financiero español, se ha tenido que pedir ayuda al exterior para apuntalar los bancos, y el oscuro caso del tesorero Bárcenas ha abierto en canal las interioridades del primer partido político español. La popularidad de todo el sistema político-institucional está por los suelos y Cataluña está dando pasos hacia la secesión. ¡Toma modestia!


UN CICLO ELECTORAL DE DOS AÑOS


El Partido Alfa está en dificultades, el Gran Madrid no es capaz de cargar sobre sus espaldas el liderazgo del momento español, adoptando comportamientos cantonales que perjudican objetivamente a todas las demás autonomías (dumping fiscal, excepciones normativas...), la Comunidad Valenciana vive una dolorosa digestión de la crisis y el ciclo electoral que se avecina presenta grandes interrogantes. Enormes interrogantes. Los dos principales partidos están desgastados, pero las supuestas fuerzas de sustitución —IU y UPyD— no despuntan con fuerza. Se elevan en las encuestas, pero aún no perforan el cuadro realmente existente. Izquierda Unida crece, pero carece de un liderazgo y de un ideario capaz de invadir en profundidad el electorado del PSOE, que comienza a girar, al menos retóricamente, a la izquierda, para taponar ese flanco. El avance de IU parece ser especialmente intenso en Andalucía, donde el nuevo grupo dirigente socialista tiene necesidad de asentarse mediante unas elecciones anticipadas que harán aún más complejo el ciclo electoral.

El partido socialista es la gran incógnita. Tremendamente debilitado ante la opinión pública tras el agónico final de mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, busca rehabilitarse con la celebración de unas elecciones primarias abiertas a toda la sociedad, siguiendo la senda del Partido Democrático italiano y del Partido Socialista francés, que, en caso de concluir con éxito, podrían suponer una radical novedad en la vida política española. Para ello se estima que debería conseguir una participación mínima de entre ochocientos mil y un millón de electores. (En Italia, el duelo en el partido democrático entre Pier Luigi Bersani y Matteo Renzi llegó a congregar a tres millones de personas en las urnas a finales de 2012.) Las primarias socialistas podrían ser un catalizador, pero conllevan también el riesgo de una posible deriva populista de los candidatos, ansiosos de captar a su favor el malestar de la gente con el establishment y con la situación económica. Un cierto viraje del PSOE a la izquierda parece del todo inevitable tras la celebración de su conferencia política en Madrid a principios de noviembre de 2013 y tras la lectura de un exhaustivo y solvente informe sociológico de la revista Temas, publicación mensual dirigida por el sociólogo José Félix Tezanos e históricamente inscrita en el área guerrista del PSOE.

En España, decía este informe, comienzan a darse las condiciones para un potencial vuelco a la izquierda sobre un fondo de extrema desconfianza de los ciudadanos con los políticos, los partidos, las principales instituciones del Estado y —atención— los medios de comunicación. En España, a finales de 2013, nadie se fiaba de nadie. Los pingüinos se han irritado, la deriva sigue siendo muy incierta a pesar de las primeras señales de mejora en el cuadro macroeconómico y la modestia sigue brillando por su ausencia. Parece declinar el tiempo de las mayorías absolutas, con la consiguiente posibilidad de nuevas e inciertas alianzas. Las elecciones locales y autonómicas previstas para mayo de 2015 serán en este sentido un gran banco de pruebas, a izquierda y a derecha. Es posible que estemos ante un nuevo periodo de reagrupación y reformulación de los espacios políticos, con los dos principales partidos disminuidos pero no desarbolados.

El Partido Alfa intentará transformarse en el Partido Moderantista ante el fantasma del Frente Popular (el «Frente Popular Separatista» ya se comienza a escribir en la prensa conservadora de Madrid ante una posible articulación del PSOE, Izquierda Unida y los catalanistas de izquierda, al estilo de 1931). El gran interrogante es CiU. ¿Seguirá existiendo Convergència i Unió al final de esta legislatura? ¿Cuál será su peso electoral? En caso de seguir existiendo con un peso electoral notable en Cataluña, ¿mantendrá el nacionalismo catalán clásico el criterio de no ofrecer la investidura al segundo partido más votado? En el momento de escribir estas líneas la respuesta sería negativa. En las actuales circunstancias, CiU podría dar la presidencia del Gobierno al PSOE para abrir un nuevo espacio de maniobra que evite el colapso del proyecto soberanista catalán y la consiguiente debacle electoral. Es más, el grupo dirigente catalán está trabajando con la idea de agotar la legislatura con la esperanza de que las elecciones parlamentarias catalanas de otoño de 2016 (esa sería la fecha si se cumpliesen los plazos) tengan lugar en un contexto político español más abierto. Con esta perspectiva, CiU podría sobrevivir.

La novedad, sin embargo, es la que acabo de detallar: por primera vez en treinta y seis años, el partido del catalanismo burgués y mesocrático podría estar dispuesto a apartar al partido vencedor de las elecciones generales y a aliarse con la izquierda española para evitar el colapso de la Generalitat y aliviar la fuerte presión que le llega de abajo. Insisto, aires de 1931: la Lliga Regionalista, desbordada, sus cuadros más jóvenes enrolados psicológicamente en una nueva Acció Catalana Republicana, el socialismo catalán fragmentado y Esquerra Republicana concentrando el voto de cambio. Todo regresa..., sin regresar nunca del todo.

Y el Partido Nacionalista Vasco expectante, muy expectante, mientras administra las primeras señales de fatiga en su distrito industrial.

El Partido Alfa intentará transformarse en el Partido Moderantista para advertir a las clases medias españolas de los riesgos que pueden amenazar la integridad de España y, por encima de esa integridad, la lenta recuperación económica que auguran los grandes indicadores y los analistas del Ministerio de Economía. La previsión oficial es un crecimiento del 0,7 % del PIB español para el año 2014. Esa es la previsión oficial, rebajada voluntariamente por el Gobierno para favorecer un mayor efecto optimista si verdaderamente se cumple la previsión real de un crecimiento de entre el 1,2 y el 1,4 %, que podría comenzar a tener efectos reales sobre el empleo a principios de 2015, el año electoral decisivo. Evidentemente, a estas alturas nadie con dos dedos de frente se atreve en España a prometer el cuento de la lechera. Las señales son positivas, muchos economistas sugieren la posibilidad de un relanzamiento entre mediano e intenso de la economía española como consecuencia de los efectos de la devaluación interna y el buen comportamiento de las exportaciones.

Si ese fuese el cuadro en 2015, el Partido Alfa transformado en Partido Moderantista podría llamar a los españoles a seguir la senda de un centrismo pragmático y operativo con sede en Madrid, tenaz en la reducción del modelo socialdemócrata, firme en la defensa de la Constitución y la integridad nacional, y a la vez discretamente dispuesto a negociar y conceder algunas flexibilidades a Cataluña para evitar el estallido de la olla a presión. Hay antecedentes. José María Aznar en el año 2000 advirtiendo a los españoles contra una posible llegada de los comunistas al Gobierno de la mano del PSOE de Joaquín Almunia, entonces interesado por la experiencia francesa de Lionel Jospin y la alianza de centroizquierda en Italia. En 2000, la economía española crecía a un ritmo superior al 3,5 % anual, la gente tenía trabajo, la tasa de consumo era una de las mayores de Europa, los créditos circulaban a granel y la borrachera inmobiliaria tenía el sabor del euforizante rebujito, esa manzanilla rebajada con refresco de gaseosa que sirven en la Feria de Abril de Sevilla y en las fiestas de otras localidades andaluzas.

La situación actual es muy distinta. Los sectores sociales damnificados por la crisis económica son muy amplios, las clases medias se han debilitado —no han desaparecido, como en ocasiones pregona la literatura catastrofista—, y las diferencias sociales se están acrecentando en España. La recuperación podría producirse en forma de mancha de leopardo tanto en términos sociales como territoriales: más intensa en unos sectores que en otros, más acelerada en algunos territorios que en otros. El comportamiento del área mediterránea puede ser decisivo en este aspecto. El Partido Moderantista intentará reagrupar su base electoral con un discurso en estos momentos perfectamente previsible: confianza en el futuro, prudencia, moderación y unidad. Deberá cuidar el flanco por el que crece Unión para el Progreso y la Democracia (renovación del estamento político y defensa cerrada del uniformismo español) y a la vez mantener puentes con la política catalana. Si nos aproximamos a un nuevo tiempo de alianzas, la navegación del Partido Moderantista deberá ser un zigzag sin muchas brusquedades: sobre el eje de la recuperación económica, retener a los electores del PSOE que le dieron su confianza en 2011, evitar más fugas hacia la UPyD y evitar convertirse en el sexto partido en Cataluña, donde probablemente deberá renovar a su cabeza de cartel. Aunque hoy no lo parezca, esa navegación es posible. Es posible si a finales de 2014 el crecimiento de la economía española alcanza ese 1,4 % con el que sueña el cuadro de mando del Ministerio de Economía. Si España entrase en esa dinámica asistiríamos a una estabilización política que hoy nos puede parece increíble ante la enorme proporción de las desgracias acumuladas en los últimos cinco años. Ninguna sociedad, sin embargo, opta voluntariamente por la desesperación y el desamparo. Si las señales de mejora demuestran una cierta solidez, la gente se agarrará a ellas... En su actual estado de fragilidad y con el enorme peso de la deuda, la evolución de la economía española está sujeta a muchos factores imponderables. En este sentido, pocas veces desde 1936, el destino de este país había estado tan vinculado a los avatares internacionales.

Propongo tres ecuaciones para el ciclo electoral de dos años que ahora comienza:


a) Recuperación económica intensa, igual a estabilización política, con una cierta posibilidad de renovación de la mayoría absoluta por parte del Partido Alfa transformado en Partido Moderantista. Un intenso baile en las elecciones municipales y autonómicas a la derecha le será difícil de evitar. Perder las municipales y sufrir algún tropezón fuerte en las autonómicas (Valencia, pongamos por caso) no significará automáticamente perder las elecciones generales.

b) Recuperación de mediana intensidad, acompañada de conflictos sociales, igual a mayorías relativas, con recuperación visible del partido socialista. Alianzas abiertas, en las que no cabría descartar una Gran Coalición abierta a un pacto con la corriente moderada catalana.

c) Recuperación baja o mínima, igual a fuerte fragmentación del mapa político con vuelco a la izquierda. Los dos próximos años serán muy interesantes. Serán decisivos. Y se harán muy largos.


EL FACTOR K.


Y llegamos finalmente al factor K. K de Katalonien, palabra que en estos dos últimos años ha comenzado a ser pronunciada en los pasillos de la Cancillería y del Bundestag, en Berlín. El factor que desde hace más de ciento cincuenta años condiciona, modula y determina aspectos esenciales de la vida española moderna. La nación del noroeste que se resiste a ser asimilada por la nación-estado. El factor K. desde que el general Joan Prim i Prats dijo: «¡Los Borbones nunca jamás!», y se puso a buscar por Europa una dinastía que garantizase una verdadera Constitución liberal a España. El factor K. de la Primera República. («La República de los catalanes», decían en Madrid). El factor K. de las tensiones políticas, culturales y psicológicas entre el Madrid deprimido de 1898 y la Barcelona industrial que quería mandar en España y que nunca encontró la manera de hacerlo. El factor K., que en 1914 conduce a la Mancomunitat de Catalunya, la primera experiencia de Gobierno regional en España. El factor K., que se asusta cuando las pistolas resuenan en Barcelona y cree que el pronunciamiento del capitán general de Barcelona, Miguel Primo de Rivera, puede ser una solución en 1923. El factor K., que al cabo de cuatro años contempla, horrorizado, cómo Primo de Rivera disuelve la Mancomunitat. El factor K. del Pacto de San Sebastián. El factor K., que conduce España a la Segunda República. El factor K., que sustituye el noucentisme burgués de la Lliga por el populismo mesocrático de Esquerra Republicana: «La caseta i l’hortet» y el teniente coronel Francesc Macià. El factor K. en El corto verano de la anarquía que escribirá, al cabo de los años, Hans Magnus Erzensberger a propósito de la única experiencia revolucionaria europea con clara preponderancia anarquista. El factor K. de mayo del 37, cuando los comunistas se imponen a los anarquistas. El factor K., que acaba sacando de sus casillas a Juan Negrín.

El factor K., que los militares creen haber destruido en 1940. El factor K., que redescubre Dionisio Ridruejo, jefe ideológico de la Falange, cuando abraza el ideal democrático y la literatura de Josep Pla: «En Barcelona comprendí lo que había combatido desde la lectura de unos cuantos libros, solo desde los libros». El factor K., que en 1954 reúne por primera vez en toda España, en Montserrat, a combatientes de los dos bandos. El factor K. de la resistencia cultural. El factor K. de la Assemblea de Catalunya, sin la cual el final del franquismo habría sido más transitivo, lento, gradual y autoritario. El factor K. sin terrorismo (un brote que fue sofocado). El factor K. en el insólito retorno de Josep Tarradellas, acto escénico que acaba de legitimar la Transición y el nuevo régimen monárquico. El factor K., que conduce a las 17 autonomías. El factor K., que estuvo a punto de convertirse en el factor J. P.: la larga hegemonía patriarcal de Jordi Pujol. El factor K. en los Juegos Olímpicos de Barcelona, la mayor gloria escénica de la España democrática. El factor K., que asienta gobiernos cuando se acaban las mayorías absolutas gonzalistas. El factor K., que encumbra a Aznar y que Aznar, insensatamente, menosprecia. El factor K., que en 2004 aportó los votos suficientes para la derrota del aznarismo. El factor K., que en 2008 volvió a apoyar a Zapatero y le hizo creer —erróneamente— que todo iba bien. El factor K., interpretado por los hermanos Maragall. El factor K., que rescata ERC de un rincón de la historia. El factor K., que no se ilusionó mucho con el nuevo Estatut —al principio—, y que después vivió como una ofensa su agónica tramitación y «cepillado». El factor K., que creía haber hallado un nuevo orden con el regreso de CiU al poder. El factor K., que se inflama a medida que ese nuevo orden aplica los recortes ordenados por Bruselas y Madrid. El factor K., angustiado por la crisis económica. El factor K. del Onze de Setembre de 2012. El factor K. inflamado, que conduce a Artur Mas a convocar elecciones anticipadas y a aparecer como Moisés en los carteles. El factor K., que se resiste a Moisés. El factor K., que se niega a apoderar a CiU como intérprete exclusivo del malestar. El factor K., que coloca a CiU y a ERC en directa competición como intérpretes del nuevo momento. El factor K., que puede haber generado una complejidad política por encima de sus posibilidades. El factor K., que arrincona al PSC y abre brechas en el PSOE. El factor K., que interesa en Europa. El factor K., que crea recelos en Europa. El factor K., que pone nerviosos a tantos españoles de buena voluntad. El factor K., que saca de sus casillas a algunos españoles de no tan buena voluntad. El factor K., que hace bailar la brújula del Gobierno. El factor K. con el que Aznar organizaría la reagrupación electoral del centro derecha al grito de «¡Santiago y cierra España!». El factor K., que inquieta al presidente Rajoy: no puede perder alianzas en Cataluña ante una próxima legislatura en la que es probable que no haya mayorías absolutas. El factor K., que acabará introduciendo cambios en el ordenamiento español. El factor K., que algún día tendrá estatuto europeo. El factor K., que probablemente nunca tendrá un estado nacional independiente de corte clásico. El factor K., que hace de Cataluña el lugar más democrático de España. El factor K., que hace de Cataluña el lugar más reiterativo de España. El factor K., que viste camiseta del Barça. El factor K., que durará años y años...

Los tres libros reunidos en este volumen están escritos, en muy buena medida, desde la perspectiva K. España vista por un periodista que participa del factor K., desde que pronunció sus primeras palabras y comenzó a entender lo que le contaba su abuelo de los viejos tiempos en que iba a la escuela, l’Escola del Treball de Badalona, y las libretas las escribía en catalán, y los mapas, unos mapas preciosos, coloreados a mano, también. El factor K., aprendido en Badalona, donde el metal siempre ha sido impuro y las hablas diversas. El factor K., que no me impide amar a Cervantes y sentir admiración por el Caballero del Verde Gabán.

El factor K., que no romperá España, pero que jamás se rendirá como nación.


Madrid, 5 de enero de 2014

España en el diván

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