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ZAPATERO, ¿UN SUÁREZ DE IZQUIERDAS?


En la distancia corta la primera impresión que transmite José Luis Rodríguez Zapatero es de una cierta frialdad; una frialdad profesional, acentuada por su estatura y por el color claro de sus ojos.

Sin parecérsele físicamente, Zapatero recuerda en algunas cosas a Adolfo Suárez: una misma pasión por el juego táctico y una acusada creencia en el poder taumatúrgico de determinadas frases. Si el abulense acuñó el «puedo prometer y prometo», el de León ha patentado el «valor de la palabra dada» en su discurso de investidura. Ambas expresiones tienen un timbre medio luterano: el timbre de una ética castellana precapitalista, como de notaría antigua, muy anterior a las disquisiciones teóricas de Max Weber; un eco del gran valor que los primeros comerciantes castellanos —el trato de lana con Flandes— confería al compromiso verbal. Por esa puerta, proclive a prescindir de la tutela y del aval de la Iglesia católica, empezó a infiltrarse el erasmismo en Castilla hasta que fue machacado por la Inquisición, como muy bien explica Miguel Delibes en esa apasionante novela que es El hereje. No quiero decir con ello que Suárez y Zapatero, en otros aspectos muy distintos, sean epígonos de una Castilla que pudo haber sido protestante; constato tan solo el apego a una cierta manera de ser, o a una cierta manera de parecer.

Al igual que Suárez, Zapatero también ha llegado a la presidencia del Gobierno sin haberse ejercitado prácticamente en otra actividad profesional que no sea la política. Felipe González ejerció durante unos años de abogado laboralista y aunque esa actividad tuvo durante el franquismo un marcado carácter político, sus primeros años de aprendizaje tuvieron lugar extramuros del sistema institucional. José María Aznar realizó un recorrido distinto. Lo primero que hizo el de Valladolid después de obtener su licenciatura universitaria fue buscar una puerta de acceso a la ciudadela del Estado. Aprobadas las oposiciones a inspector de Hacienda, Aznar trabajó unos años como funcionario y después dio el salto a la política. Aunque durante un tiempo Zapatero impartió clases de Derecho en la Universidad de León, su cuna profesional ha sido el Congreso de los Diputados, donde ingresó en 1986 con solo veinticinco años, siendo el diputado más joven de aquella legislatura. Puede decirse que Zapatero es el primer presidente de la democracia formado íntegramente en el Parlamento y, por consiguiente, en su circunscripción electoral. Lo que equivale a decir que es un hombre muy habituado a la rudeza y a los golpes bajos que forjan el carácter en los primeros escalones de la política profesional. La política no es un juego versallesco, ni en provincias ni en la Carrera de San Jerónimo.

La primera biografía del actual jefe del Ejecutivo, Zapatero, presidente a la primera del periodista leonés Óscar Campillo, retrata muy bien la pasión por la táctica de un joven aprendiz de político que conoció el oficio en las tripas del PSOE castellano-leonés, lidiando con los curtidos dirigentes del sindicato de la minería, duros como el pedernal y con patente guerrista en el zafarrancho interno. Zapatero sabe lo que es arriesgar la carrera en un congreso provincial del PSOE de León, en 1993, en pleno declive de la era González, donde tuvo que intervenir la policía porque los «críticos» de Ponferrada amenazaban con tirar por la ventana al secretario de Organización de la ejecutiva.

No, la política en provincias no es un juego. Y el periodista Campillo dibuja a Zapatero como un hombre ambicioso y poseído por una gran pasión, hasta el punto de cambiar el destino del viaje de bodas, París por Sevilla, para estar presente en un congreso del partido. Duro en el juego táctico, frío en el cálculo, con mucha capacidad de aguante, sabe ser muy afable en el trato personal. Su principal habilidad: abrazar al adversario. Un hombre, por lo tanto, más inclinado a las astucias de la inteligencia emocional que a la rudeza de las unidades de choque. Un venusiano, que no un marciano (ya saben, la vieja polaridad entre Marte y Venus, invocada por los consejeros de la Administración Bush durante los prolegómenos de la guerra de Irak, cuando Europa era reticente).

A diferencia de alguno de sus antecesores en la Moncloa, Zapatero no parece condicionado por ningún complejo de inferioridad, pero se declara depositario de un claro mandato familiar: honrar la memoria de su abuelo, fusilado por los franquistas por negarse a secundar el golpe de Estado de julio de 1936. La memoria del capitán Juan Lozano, extremeño, oficial de una unidad de Infantería en León, lector voraz, estudiante de Derecho y masón, es el elemento fundacional de la biografía política del actual presidente del Gobierno. Así quedó de manifiesto en el debate de su investidura, cuando citó textualmente un emotivo párrafo del testamento de su abuelo ante la mirada emocionada de su padre, que le seguía atento desde la tribuna de invitados del Congreso. Con cierto ánimo de provocación podría decirse que Rodríguez Zapatero es el primer presidente socialista de la historia reciente de España.

¿Acaso Felipe González no lo era? González fue —es todavía— un socialdemócrata con ribetes cristianos y acento meridional. Un agnóstico que no cree en Dios pero se interroga sobre su existencia, según confesó él mismo hace unos años en el curso de un debate convocado en Barcelona por la Comunidad de San Egidio. Hijo de una familia de clase media de Sevilla ajena a la tradición republicana, González se formó en ambientes católicos, estudió unos años en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y convirtió el equilibrio social en la premisa central de su mandato: modernizar España para lograr una mejor redistribución social y territorial de la riqueza. A González ningún sudor frío le recorrió la espalda en el verano de 1985 cuando decidió embarcarse en el yate Azor, el antiguo barco de recreo del general Franco propiedad del Patrimonio del Estado, con el evidente propósito de reafirmarse como nuevo e indiscutible garante de una nueva y larga etapa de tranquilidad social. El Azor felipista navegó de Lisboa a Rota y ya nadie más volvió a subir en él.

De haber estudiado en Bélgica, Zapatero seguramente lo habría hecho en la Universidad Libre de Bruselas, temida aún hoy por la Iglesia católica como uno de los grandes templos del Libre Pensamiento. Y al yate de Franco no habría subido. Zapatero posiblemente representa mejor que González la continuidad de la tradición laica y republicana del socialismo español y de los lazos urdidos por su antigua base social, sin los cuales el PSOE, divido y cuarteado tras la derrota de la República y casi hibernado por el exilio, no habría logrado sobrevivir como sujeto político. Sin esas complicidades —y sin la decisiva ayuda del Partido Socialdemócrata Alemán de Willy Brandt— el partido socialista llevaría hoy otro nombre en España. Habría sido fundado ex novo en 1977, como pretendían el grupo del profesor Enrique Tierno Galván (PSP) y los embriones socialistas (FSP) que maduraron al margen del PSOE en varios puntos de España.

Cándido Méndez, actual secretario general de la UGT, sabe explicar la importancia de las complicidades en el interior de la familia socialista de manera elocuente: Felipe González y el anterior líder de la UGT, Nicolás Redondo, acabaron mal porque tenían ideas muy distintas sobre la relación que debía existir entre el Gobierno socialista y el sindicato de su misma cuerda ideológica, pero también porque entre ellos había muy poco en común. «Entre José Luis y yo —explica Méndez, hombre muy afable en la sobremesa— hay mucha más complicidad porque venimos de un mismo pasado; mi padre, socialista extremeño, conoció a la familia de Zapatero».

Pero volvamos a la analogía con Suárez. Zapatero también parece amar el riesgo. Me llamó poderosamente la atención su actitud durante la Pascua Militar de 2005. Era el 6 de enero y el ambiente estaba muy cargado tras la aprobación en el Parlamento vasco del denominado Plan Ibarretxe, episodio que en aquel momento era visto como un torpedo en la línea de flotación del nuevo Gobierno socialista. Los tres diarios que en Madrid compiten por el público más orientado al centro derecha tocaban aquellos días a rebato y el ministro de Defensa José Bono, muy sensible a ese tipo de llamamientos, no desaprovecharía aquel soleado día de invierno para recordar ante el rey Juan Carlos que las Fuerzas Armadas son garantes de la unidad de España. En la recepción celebrada en el Palacio Real, Zapatero parecía más excitado que preocupado. Rodeado de periodistas, transmitía la imagen de un avezado jugador que espera impaciente el comienzo de una gran partida de póquer; parecía disfrutar.

Zapatero es tan aficionado al póquer como al mus, dato muy a tener en cuenta dado que la política española no puede entenderse sin la dinámica de ese popular juego de naipes, que los vizcaínos exportaron a medida que emigraban a Madrid para emplearse en la Corte y servir al Rey. El fenomenal embrollo político de Euskadi, el llamado laberinto vasco, no se entiende sin el mus. El órdago, el gran envite del mus, es la verdadera unidad psicológica de la política española. Y la tendencia del catalán medio, como quien estas notas escribe, a sentirse extraño en el ruedo ibérico, sobre todo cuando el ruedo se calienta, en algún modo debe de estar relacionada con la muy relativa popularidad del mus en Cataluña, donde fue rebautizado de manera un tanto grotesca como butifarra.

La valentía de Zapatero —la irresponsabilidad añadirían de inmediato no solo sus críticos, sino todos los amantes del realismo político— quedó demostrada el día que decidió el regreso a casa de las tropas españolas destinadas en Irak, apenas investido presidente del Gobierno. Es difícil imaginar al astuto Felipe González tomando una decisión de tal calibre. No digamos a Javier Solana, al que seguramente le daría un calambre en la mano antes de firmar una orden que pudiese importunar a Washington. ¿Es Zapatero un temerario? El aparato de propaganda gubernamental se ha esforzado en divulgar la imagen de un Zapatero muy seguro de sus intuiciones, aunque algunas de ellas, como la presunta victoria de John F. Kerry en las elecciones presidenciales norteamericanas, hayan acabado bastante lejos de la diana. Acertada o no —ello se verá con el tiempo—, la decisión de repatriar las tropas de Irak requería un cierto arrojo. La reacción de Washington fue airada. «Zapatero, presidente accidental», escribió un editorial de The Wall Street Journal (25/XI/2004), diario de referencia de la Administración Bush y también de José María Aznar, que dice no leer más que ese periódico, después de «hojear» la prensa española.

Los americanos, ciertamente, se enfadaron, pero veinte meses después las relaciones diplomáticas habían entrado en cierta fase de reconducción. Veinte meses después, la retirada de tropas de Irak ya no era un tema exclusivamente español. Romano Prodi, expresidente de la Comisión Europea, reformista católico y candidato del centro izquierda en las elecciones legislativas italianas, anunció que adoptaría una decisión similar en caso de victoria. Y antes de que estallasen las bombas de Londres, Tony Blair comenzó a lanzar mensajes sobre una posible retirada parcial de las tropas británicas. Tal y como evolucionan las cosas en Irak —en el desastre de Irak—, habrá que ver si dentro de tres años siguen habiendo miles de soldados de Estados Unidos en un país que parece condenado a morir cuarteado por una sangrienta guerra civil, seguramente para mayor ganancia de Irán.

La retirada de Irak fue el golpe de efecto que selló el contrato de Zapatero con la mayoría social que le dio apoyo en las dramáticas elecciones del 14-M. Si para el Partido Popular esa fecha se ha convertido en un trauma psicológico difícil de superar, para el PSOE también constituye un cierto problema, más moral que político. Nadie ha discutido la legitimidad de su victoria, pero una pregunta sigue siendo razonable: ¿cuál habría sido el resultado de las elecciones sin las bombas de Madrid?

El PP no acepta ni aceptará como dato político estructural, como realidad de fondo, que la corriente principal de la sociedad española haya girado bruscamente hacia la socialdemocracia en el momento en que los conservadores garantizaban un crecimiento anual de la economía superior al 3 %; cuando España, al menos desde el punto de vista estadístico, «iba bien». Quizá por ello los socialistas no pierden oportunidad de recordar que en el último tramo de la campaña electoral —antes de que estallasen las bombas de Madrid— los sondeos ya pronosticaban el sorpasso, producto del descontento de amplios sectores de la sociedad con los modales del aznarismo. Así lo afirma, por ejemplo, Manuel Villoría, asesor personal de Zapatero durante la campaña, en el libro Ciudadano Zapatero, una crónica muy bien documentada del periodista Luis R. Aizpolea sobre el último gran cambio político en España.

Lo mismo sostiene el publicista Juan Campmany en su El efecto ZP, libro en el que explica las claves y los pormenores de la exitosa campaña publicitaria que le encargó el PSOE. Campmany revela que dos días antes de las elecciones, cuando la tesis de la autoría de ETA aún prevalecía en la opinión pública, un sondeo encargado por el PSOE otorgaba tres puntos de ventaja a los socialistas (finalmente fueron cinco), aunque el 68 %de los encuestados pronosticaba que el partido vencedor sería el PP. El publicista también afirma haber tenido acceso a un informe interno de los socialistas, según el cual la mayor recuperación de voto por parte del PSOE se produjo antes de los atentados, cifrando en un 7,7 % el porcentaje de electores que decidieron su voto tras la masacre. Seguramente no es esa la opinión del Partido Popular.

El libro de Campmany invita a la curiosidad. Nunca un publicista había reivindicado con tanto ahínco en España su contribución profesional a una victoria política todavía reciente. Podría haberlo hecho, por ejemplo, otro publicista barcelonés, Joaquín Lorente, autor de la campaña que contra todo pronóstico dio el triunfo a Jordi Pujol en las primeras elecciones al Parlament de Catalunya en 1980. Lorente tardó dieciséis años en apuntarse el tanto. En 1996 publicó el libro Casi todo lo que sé de publicidad, en el que explicaba que la clave publicitaria del éxito de Pujol fue la consagración del concepto sucursal. Identificando a los demás partidos catalanes, a excepción de Esquerra Republicana, como sucursales de Madrid, Pujol logró una excepcional concentración del voto catalanista en las siglas de CiU (curiosamente, el término sucursal fue introducido en el vocabulario político de Cataluña por el núcleo primigenio del PSC, pero eso ya es otra historia y de ella hablaremos más adelante).

El libro de Campmany también ayuda a entender en qué estadio se halla hoy la imparable fusión entre política y mercadotecnia. La política enfocada como estrategia comercial, sin subterfugios ni pelos en la lengua.

Consciente de enfrentarse a un adversario muy superior en medios, el equipo de Zapatero se planteó el lanzamiento del candidato alternativo a la presidencia del Gobierno de la manera más incisiva posible, recurriendo sin complejos a técnicas de publicidad política que hasta hace unos años llevaban la etiqueta de «americanas». Ahora ya no. Ahora ya no hay partido español que no haya enviado a alguno de sus jóvenes valores a participar en alguno de los muchos cursillos de mercadotecnia electoral que se imparten en Estados Unidos.

Y una vez obtenida la inesperada victoria, la comunicación política de la Moncloa ha seguido por la senda americana: los editoriales de la prensa son leídos con atención y las fogosas epístolas dominicales de algunos directores de periódico son tenidas relativamente en cuenta. Pero en la mesa de Miguel Barroso, primer secretario de Estado de Comunicación de la etapa Zapatero, también se hallaban, muy a mano, informes y retratos sociológicos bastante alejados de la política como el dossier de tendencias de consumo que anualmente elabora la agencia de publicidad Carat. Es este un enfoque que concede mucha importancia a los telediarios, pero que no pierde de vista que en la configuración del cuadro de referencias (los marcos mentales sobre los que ha teorizado el sociolingüista George Lakoff, nuevo autor de cabecera de los demócratas norteamericanos), tan importantes son la prensa, las tertulias radiofónicas o los informativos de televisión, como las series televisivas en horario de máxima audiencia y los spots publicitarios de mayor éxito. El mundo no empieza y acaba en el informativo de las nueve de la noche.

Barroso es un personaje bastante atípico en el mundo de la comunicación política. Atípico y hábil. Supo retirarse a tiempo en septiembre de 2005, una vez diseñadas las líneas básicas de la política comunicativa del Gobierno y resuelto el reajuste del mapa audiovisual. La secretaría de Estado de Comunicación es en la política del siglo XXI lo que el jefe de Policía era en los albores democráticos del siglo XIX: el hombre que maneja los hilos más sensibles de la información. Y Barroso debe de haber sido el primer «jefe de Información» que no muere abrasado por el cargo en los últimos diez o quince años.

Periodista con ambiciones literarias y exmilitante de Bandera Roja, el grupo más intelectualizado de la extrema izquierda española de los años setenta, Barroso ha combinado el trabajo en la Administración (en los años ochenta fue jefe de prensa del Ministerio de Educación con José María Maravall) con tareas de dirección en la empresa privada, llegando a ocupar en París una de las vicepresidencias de la cadena de productos culturales FNAC, excelente observatorio de las tendencias que moldean la sociedad contemporánea.

Estando Barroso cerca de Zapatero se entiende la marca ZP. Ambos tienen un toque oriental. Zapatero, astuto por naturaleza, ha aprendido en los primeros escalones de la brega política que abrazar al contrario suele ser la mejor manera de neutralizarle, sobre todo en una ciudad como Madrid, donde se suele luchar con el bate de béisbol en la mano. Zapatero acostumbra a hablar con algunos de sus más temibles adversarios. Bien lo saben algunos directores de diario de Madrid, reiteradamente invitados a tomar café en la Moncloa, y locutores como Federico Jiménez Losantos, al que el presidente del Gobierno ha llamado en alguna ocasión para comentarle sus editoriales radiofónicos («Federico, hoy me has dado fuerte»). Alumno de la misma escuela zen, a Barroso le encantan los restaurantes orientales. No es difícil imaginárselo en una de las mesas del Café Saigón, en la calle María de Molina, conspirando con el móvil, desde el fondo de un local que parece copiado de una novela de Graham Greene.

Volviendo al libro de Campmany, no deja de ser un hecho significativo la rapidez de su publicación. Vivimos una época en la que los éxitos hay que rentabilizarlos de inmediato, quizá porque cada vez es más difícil pronosticar lo que ocurrirá a corto y medio plazo. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman disecciona muy bien esta incertidumbre en su tesis sobre la modernidad líquida, el nuevo estadio de evolución de las sociedades occidentales en el que mañana puede ocurrir de todo.

La publicación de los secretos de la campaña socialista y la explícita presentación de la figura de Zapatero como un gadget publicitario nos conduce a la otra cara del actual liderazgo socialista: a su posible fragilidad. Desde el primer día, Zapatero ha debido combatir la idea de que es presidente por accidente o, peor aún, de que lo es gracias a la claudicación de una parte de la sociedad española ante la amenaza terrorista. Los dirigentes del PP no se han atrevido a esgrimir públicamente este segundo discurso, pero es una idea bastante presente en comentarios y opiniones de la prensa de oposición. En el ala más dura o quizá más ideologizada del centro derecha existe la convicción de que la sociedad española se ha convertido con el paso del tiempo en un magma con muy poco pulso, sin carácter; una sociedad acomodaticia, capaz de mirar hacia otra parte mientras ETA y Batasuna imponían su ley en las calles del País Vasco, o capaz de votar masivamente a la oposición después de un brutal atentado que intentaba poner de rodillas a un Gobierno gallardo, aliado sin complejos con los Estados Unidos de América. Un gobierno que se había puesto en pie para acudir sin miedo a la nueva guerra mundial contra el terror islámico, la nueva emanación del Mal, como anteriormente lo fueron el fascismo y el comunismo. Esa es su visión. Y observado con esta lente, Zapatero es un pelele. O, más aún, un cómplice objetivo del enemigo. Los exégetas del liberalismo de combate se frenan aquí, quizá para no escribir a continuación que, en tiempos de guerra, la connivencia con el enemigo suele castigarse con la pena de muerte. Pero también esto llegará algún día a escribirse. También esto oiremos.

Un hombre débil, sin embargo, deja de parecerlo el día que se enfrenta a serios problemas y comienza a dar la sensación de que puede con ellos. Decíamos antes que la retirada de las tropas de Irak selló el contrato del nuevo presidente con la nueva mayoría electoral, en la medida en que una decisión tan drástica transmitía un incisivo mensaje: alguna cosa había cambiado, no solo en relación con la era Aznar, sino en relación al propio pragmatismo acumulado por el partido socialista.

Mucha gente creía que Zapatero trampearía la situación invocando razones de Estado —los atentados de Madrid proporcionaban un buen argumento para afirmar que en aquel momento no se podían adoptar decisiones que pudiesen ser interpretadas por Al Qaeda como un signo de debilidad—. Pero no fue así: cumplió lo prometido. El PSOE comenzaba la legislatura con el apoyo de un bloque social mayoritario, aparentemente sólido, en el que apenas quedaba espacio para otro partido de izquierdas. Zapatero conseguía diluir a Izquierda Unida sin necesidad de combatirla. Bastaba con abrazarla fraternalmente.

Este es un dato importante, aunque difícil de observar desde Barcelona, puesto que Cataluña es casi la única comunidad en la que los poscomunistas han logrado robustecer un espacio político propio gracias a su habilidad para apoderarse de la marca ecologista. Lo cual no deja de tener su ironía: los herederos del PSUC, partido fundado en 1936 y admitido como miembro de pleno derecho de la III Internacional Comunista en plena égida de la electrificación («¡electricidad y soviets!», gritaba Lenin) administran ahora un cómodo espacio electoral de entre el 8y el 10 %de los votos combatiendo con ahínco la línea de alta tensión que deberá alimentar el AVE Madrid-Barcelona.

Confinada Izquierda Unida en toda España a un modesto 5 %por ciento, según parecen confirmar los últimos sondeos, el margen de maniobra del PSOE para ganar la partida al PP en las circunscripciones electorales donde los dos grandes partidos se hallan muy empatados se ve notablemente ampliado. Es por ello que Aznar siempre ha defendido con uñas y dientes la existencia de un único partido del centro derecha, aun a costa de asumir parte del discurso de la extrema derecha: una sola oferta electoral frente a las dos de la izquierda. También por ello Aznar cortejó a Julio Anguita, hasta conseguir la tan preciada pinza, sin la cual Felipe González no habría sido derrotado en 1996. El problema de la pinza es que encumbró al PP pero acabó reportando muy pocos beneficios al jupiterino Anguita. Muy oxidada por dentro, Izquierda Unida es hoy una entidad política con difícil futuro, a menos que alguno de los vientos que soplan desde el centro de Europa —el no de una parte de la izquierda francesa a la Constitución europea y la reciente escisión del SPD en Alemania— le den nueva vida en los próximos años.

El PP tampoco favorece el vuelo de esa nube de tristeza que siempre parece envolver a Gaspar Llamazares. El férreo acoso de los populares a las iniciativas socialistas ha reforzado la adhesión al PSOE de amplias franjas del electorado juvenil —que en otros países optan por la abstención—, por los ecologistas o por la extrema izquierda. La manifiesta irrupción de la Iglesia católica en el combate político ha contribuido también a ello. He ahí otra simpática paradoja: los obispos están contribuyendo a noquear lo poco que queda del comunismo en España.

Pero ¿hasta qué punto el nuevo electorado socialista forma un bloque estable, un bloque histórico coherente? El no de los jóvenes a la guerra de Irak, ¿es fruto de una sólida convicción o el mero reflejo de su miedo a un mundo hostil y, en buena medida, incomprensible e inabarcable? En febrero de 2003, en plena efervescencia de las manifestaciones contra los planes bélicos norteamericanos, me quedé bastante perplejo el día que mi hija menor, una pingüina que en aquel momento tenía once años, me explicó que en el recreo de la escuela habían jugado a la manifestación contra la guerra. Al cabo de unos días, por las calles de Barcelona topé con una manifestación de adolescentes que gritaban airadamente contra la guerra y me vi a mí mismo treinta años atrás, gritando por las calles de Badalona contra Franco, mientras a lo lejos —treinta años atrás, no ahora— se oían las sirenas de los grises. Evidentemente, estábamos contra Franco. Pero también trabajábamos a favor de nuestra biografía: aquello daba sentido a nuestros primeros pasos como adultos y nos proporcionaba el timbre heroico que no sabíamos ver en nuestros padres. Más tarde nos daríamos cuenta, ¡ay!, de que su heroicidad consistía en el trabajo cotidiano y en el sacrificio para que los hijos pudiesen estudiar. Luchábamos, en un plano más simbólico que real, por unas expectativas que nos parecían negadas. El tapón saltó y la vida siguió su curso.

¿Qué tapón pueden hacer saltar los jóvenes de hoy? El nuevo desorden mundial seguirá su incierto guion al margen de todas las manifestaciones que pueda haber en el planeta, al menos a corto plazo. Pocas épocas como la actual han mostrado con tanta crudeza lo difícil que es modificar el rumbo de las cosas.

Por ello la política de los socialistas de centrar la primera fase de su agenda de Gobierno en asuntos relativamente fáciles, pero capaces de suscitar una férrea oposición de los sectores más conservadores de la sociedad, ha logrado transmitir la sensación de atrevimiento y novedad. Los precios de la vivienda son muy difíciles de bajar y la construcción de pisos de protección oficial es un proceso lento y muy dificultoso en el actual mercado inmobiliario, pero agilizar el divorcio o autorizar que los homosexuales puedan contraer matrimonio civil solo exige redactar una ley y esperar a que la derecha y los obispos se echen a la calle.

Atónito, aunque cada vez más acostumbrado a algunas de las cosas que se escriben en Madrid, más de una vez he llegado a la conclusión de que el continuo pressing del PP está siendo el gran flotador de Zapatero. Un Gobierno puede hacer cosas mal, muy mal incluso; el actual Gobierno de España hace cosas mal, seguro, pero todo no. Cada vez que el señor Gabriel Albiac (primer traductor en España de Toni Negri, el gran teórico de la extrema izquierda italiana) escribe con prosa doliente en el diario La Razón que la Nación está a punto de irse al garete, el PSOE gana un minuto de expectativa de vida. Y cuando el vaticinio lo formula el señor Pío Moa (antiguo miembro de los GRAPO, un hombre que en los años setenta conspiró contra el advenimiento de la democracia), el minuto de Albiac se convierte en un cuarto de hora. Es el principio de Arquímedes aplicado al histrionismo: todo Gobierno sufre un empuje hacia arriba proporcional a la exageración de las críticas que recibe. Siempre que... siempre que el crecimiento de la economía se mantenga en positivo.

Con todas las cautelas que hoy exige cualquier previsión a medio plazo, los expertos sostienen que, de no mediar un gran contratiempo, a España le quedan al menos dos años de crecimiento sostenido en la cota del 3 % anual, envidiable porcentaje que en estos momentos solo iguala Grecia en la Unión Europea, mientras Francia sestea y Alemania e Italia entran y salen de la recesión. Esa es la expectativa y ese es el núcleo de la situación: el depósito del coche está lleno.

No es esa una mala imagen. Imaginemos que Zapatero conduce un coche con el depósito lleno por una carretera no muy bien asfaltada. Una falsa maniobra (la difícil negociación del Estatut de Catalunya, por ejemplo) puede provocar que se salga de la calzada. Un pedrusco en punta (el repunte sangriento del terrorismo de ETA) sería un pinchazo seguro. Agazapados en los márgenes de la carretera, Rajoy, Acebes, Zaplana y Esperanza Aguirre (atención, mucha atención a la presidenta de la Comunidad de Madrid) esperan que el percance se produzca lo antes posible ya que el conductor es novel y parece atolondrado. Las elecciones autonómicas en Euskadi y Galicia le fueron bien al PSOE, pero no tan extraordinariamente bien como se podía prever. Aún no ha logrado poner el motor a cien. Aún hay fundadas esperanzas de que se la pegue, sobre todo al comprobar cómo ha subido la temperatura del agua —casi al límite— después de la aprobación del proyecto del nuevo Estatut. Los catalanes fueron quienes derrotaron a Aznar, los catalanes pueden ser también la tumba de Zapatero.

Mientras, en Washington hay un hombre que observa la escena de otro modo. Conoce el coche, sabe que el motor es resistente, concede una relativa importancia a la inexperiencia del conductor, que tanto le recuerda a Suárez, pero no aparta la vista del indicador del combustible, porque sabe que no será fácil repostar cuando se acabe la gasolina del crecimiento económico. Quizás entonces, piensa, sea la gran hora de un mecánico con mucha experiencia... Un mecánico como Rodrigo Rato, actual presidente del Fondo Monetario Internacional.

Ese puede que sea el panorama, excitado por la gran incógnita catalana: el Estatut ofrece al PSOE la posibilidad de consolidarse como partido central de la democracia española, pero también encierra el gravísimo riesgo de hacerlo descarrilar, bien en Cataluña, bien en la España meridional. Las encuestas de otoño de 2005 fueron un serio aviso al respecto. Aunque los ciclos políticos han perdido solidez y amplitud, dos factores pueden jugar a favor de Zapatero: el crecimiento de la economía y una oposición demasiado secuestrada por los profesionales de la excitación. ¡Pero todo es tan efímero en estos tiempos líquidos e inciertos!

España en el diván

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