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1. EL REY COMO TITULAR DEL EJERCICIO DEL DERECHO DE GRACIA

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Del examen histórico de la posición del Rey en los diferentes modelos, se advierte que, en todos ellos, es éste quien ejerce la prerrogativa de gracia. En el Estado absoluto, como titular de la soberanía, como soberano. En el Estado de Derecho, como Jefe del Estado, personificando la potestad de indultar que, en puridad, le corresponde al pueblo como soberano. En ninguno de los modelos históricos de Estado se pone en duda –salvo críticas menores sin contestación efectiva, la existencia de la prerrogativa de gracia.

En la Constitución de 1978, se ha optado por el reconocimiento del encaje del derecho de gracia en el sistema constitucional, pero de forma indirecta, mediante la atribución de su ejercicio al Rey. Así, se está reconociendo su estatus constitucional, pero ligándolo al Rey de forma expresa y necesaria. El art. 62 CE, dentro de las funciones del Rey en el Estado (“Corresponde al Rey”), dedica su apartado i), al derecho de gracia (“Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”). El primer inciso se ocupa de establecer como función del Rey el ejercicio del derecho de gracia. El Rey “ejerce” el derecho de gracia, explicitando una acción concreta, que, por tanto, determina que el derecho de gracia es susceptible de ser ejercido –no es una mera manifestación simbólica sin contenido, como sí lo son otras funciones del Rey–. O, lo que es lo mismo, la materialización del derecho de gracia es su ejercicio.

Pero ejercer el derecho de gracia ¿significa que el Rey es el titular del derecho? ¿Es necesario que el derecho sea ejercido por su titular, o bien el Rey no es el titular del derecho de gracia, sino que sólo se le atribuye su ejercicio?

Esta primera cuestión, parece resuelta si atendemos a la naturaleza del derecho de gracia como manifestación de la soberanía del Estado. Si la gracia se considera un derecho, su titular no es el Rey, sino el propio Estado. La dimensión de la gracia como facultad de perdón –y con ella, de excepcionar el sistema de separación de poderes y la norma penal– solo puede tener como titular al Estado, y es el Rey quien, como Jefe del Estado y personificando a éste –en su misión representativa del art. 56.1 CE–, lo ejerce.

Nuestro modelo constitucional, al determinar que corresponde al Rey el ejercicio de la prerrogativa de gracia, no está afirmando una atribución regia de dicha función. El Rey, en nuestra Constitución, no es el titular de la prerrogativa de gracia. La posición del Rey en nuestro Estado constitucional no permite afirmar que el Rey sea titular de funciones, sino que las funciones se materializan –se personifican– a través del Rey. Un breve análisis de la posición del Rey en el art. 56 CE permite advertir que su misión es “ejercer” funciones, sin que se anude a dichas funciones la titularidad del poder que se materializa con tal ejercicio.

La titularidad del poder que se manifiesta en las funciones que ejerce el Rey, es del Estado. El Rey, en sí mismo, carece en nuestro modelo de monarquía parlamentaria de poder alguno, ni resulta titular de unas competencias propias, sino que se limita al ejercicio de unas funciones cuya competencia –y titularidad– es del Estado. De ello se deriva la total ausencia de discrecionalidad en el ejercicio de las funciones que la Constitución atribuye al Rey. No tiene a su disposición la competencia ni la titularidad del poder, sino tan solo ejerce la función. Y tal ejercicio es un mandato constitucional –como tal no susceptible de ser sometido a cuestión por el Rey–, debido y ordenado por el constituyente.

El Rey, para ser Rey, debe cumplir tales funciones, pues su legitimación constitucional está determinada por su sometimiento pleno a la Constitución, la cual instaura la Corona como jefatura del Estado y la monarquía parlamentaria como forma política de Estado. Es su condición de Jefe del Estado, que le atribuye expresamente la Constitución – como representación del Estado– la que le exige ejercer funciones cuya titularidad corresponde al Estado, y que solo pueden ser ejercidas por su máximo representante. El Rey, por ello, no es titular del derecho de gracia. El Rey tiene como atribución constitucional el ejercicio de tal función.

El art. 56.1 de la Constitución, precisamente configura al Rey como Jefe del Estado, ejerciendo las funciones que la Constitución y las leyes le atribuyen. La condición de Jefe de Estado conlleva el ejercicio de esas funciones:

“El Rey es el Jefe del Estado (…) y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”.

El ejercicio del derecho de gracia es un acto debido del Rey, pero éste no ostenta la titularidad de tal derecho. No es el titular del derecho de gracia ni, como titular, lo ejerce, sino que es quien debe ejercerlo en nombre –o representando– a su verdadero titular: el Estado. El derecho de gracia es una competencia del Estado en abstracto cuya titularidad no ha sido atribuida por la Constitución expresamente a ningún poder.

Ante la inexistencia de atribución expresa de la titularidad del derecho de gracia a alguno de los poderes del Estado, no cabe sino afirmar que el derecho de gracia pertenece al Estado, en abstracto, y no a órganos concretos expresamente determinados, ni está configurado dentro del haz de funciones y competencias de los tres poderes del Estado. Ni, por ello, es la voluntad del constituyente que el derecho de gracia –como lo configura la Ley de 1870– sea una injerencia de un determinado poder (el Ejecutivo) respecto a otro poder (el Judicial).

Pero considerar que el Estado, en abstracto, es el titular del derecho de gracia, no es adecuado. Porque, en principio, el Estado no es titular de derechos (esto es, frente a terceros) sino que, en sí mismo, “es” Derecho. El Estado es, en esencia, soberano, pues de él se predica la soberanía como su cualidad propia y exclusiva, la cual identifica el ser del Estado y de ella deriva su supremacía. El Estado es el origen del ordenamiento jurídico. Y a este concepto Estado, en abstracto, no se le puede irrogar personalidad jurídica ni, por ello, titularidad de derechos y obligaciones. Son los órganos del Estado –los poderes constituidos– quienes ostentan tal personalidad.

La naturaleza del derecho de gracia es, posiblemente, el elemento que determina su identificación como manifestación del Estado soberano. La gracia es, en sí, un acto soberano, pues tanto por su origen –desde su configuración como derecho del cual era titular el rey soberano– como por su significado –solo quien tiene el poder para castigar tiene el poder de perdonar–, corresponde al Estado. Incluso el propio término “derecho” no es sino una reminiscencia de su naturaleza histórica como poder expresamente atribuido al Rey como persona individual, en tanto soberano del Estado, del cual era su titular efectivo. La gracia como un derecho público subjetivo de carácter absoluto, no otorgado sino propio, pues tiene su título en la soberanía que ostenta el Rey77.

La gracia como derecho subjetivo se advierte en la identidad conceptual entre derecho y prerrogativa que indistintamente, utiliza nuestro texto constitucional, para referirse a la gracia. Siguiendo a WINDSCHEID en su teoría de la voluntad78, el derecho subjetivo es un poder o señorío de la voluntad, reconocido por el ordenamiento jurídico, en virtud del cual se pone a disposición del sujeto titular del derecho la prerrogativa de exigir el cumplimiento de un deber a otro u otros sujetos. Desde la naturaleza volitiva del derecho de gracia, incondicionada y libérrima como se configura en el Estado absoluto, se ha determinado el uso del término “derecho” para referirse a la gracia, aunque en el Estado de Derecho no puede concebirse como derecho subjetivo sino como expresión soberana del Estado.

Pero no parece conciliable con el Estado de Derecho que la gracia sea un “derecho” subjetivo, pues es el propio Estado quien lo ejerce sin una atribución concreta a poderes ni a órganos en el texto constitucional, ni por ello, cabe entenderlo como una facultad susceptible de tener un titular del que pueda afirmarse que ostente tal derecho. Menos aún que el titular de tal derecho sea el Rey, advertida la posición que éste tiene asignada en el Estado. Es por ello por lo que el término “derecho de gracia” es un concepto único, y no una unión de dos conceptos (derecho + gracia) que solo puede alcanzar significado en nuestro Estado de Derecho como expresión de la voluntad del Estado, carente del contenido subjetivo que le caracterizó en el momento histórico en el cual se acuñó tal término.

De la lectura de las funciones que la Constitución atribuye al Rey, es la gracia la única que antepone el término “derecho”. Y no parece que con ello se esté destacando una característica diferenciada de dicha función o una naturaleza propia respecto a las demás funciones del Rey. Todas se ejercen bajo las mismas pautas: irresponsabilidad, falta de disposición del objeto de la función, y sometimiento a refrendo. Así, siendo las funciones atribuidas al Rey en la Constitución titularidad del Estado, sólo a la gracia se la identifica como derecho y, además, es el único derecho cuyo ejercicio se afirma que corresponde al Rey. Sin embargo, el ejercicio material de tal función no dista del que ordena el texto constitucional para el resto de las funciones atribuidas.

Más allá, solo los llamados a suceder la Corona tienen dentro del texto constitucional una atribución expresa de derechos individualizados (el derecho a la sucesión en el art. 57, apartados 2, 3 y 4). Las restantes referencias a derechos que en la Constitución se realizan, salvando ese supuesto, son a personas físicas y jurídicas indeterminadas79. Es pues el derecho de gracia el único derecho que se menciona en la Constitución con una referencia a un órgano constitucional concreto del Estado. Y es el único derecho que se relaciona con una función constitucional del Rey.

La atribución regia del ejercicio de derecho de gracia, por otra parte, tendría su justificación en la misión representativa del Rey como Jefe del Estado. La gracia es, en esencia, un acto de soberanía, puesto que su contenido material expresa la potestad de excepcionar el propio ordenamiento jurídico. Solo al Estado le es dable tal potestad soberana. Y es, por tanto, el Rey –quien personifica al Estado– el único sujeto que, en representación del Estado soberano y en cumplimiento de su misión constitucional, puede al ejercer el derecho de gracia.

El ejercicio del derecho de gracia es, así, una alta función del Estado, sin que exista una atribución competencial de su contenido decisorio en ningún poder del Estado. En este aspecto, el derecho de gracia se diferencia del resto de las funciones del Rey del art. 62 CE, las cuales están relacionadas con el ámbito de funciones y competencias propias de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Existen funciones referenciadas con el poder Legislativo80, en los apartados a) al f) del art. 62. Otras que se referencian con el poder Ejecutivo81, en los apartados e) al g) del mismo precepto. Junto a otras dos funciones simbólicas (mando supremo de las fuerzas armadas y el Alto Patronazgo de las Reales Academias), dependientes igualmente del poder Ejecutivo.

Es el ejercicio del derecho de gracia el único que no mantiene relación expresa en la Constitución con los poderes del Estado. Sin que la necesidad de refrendo que prevé el art. 64.1 CE pueda ser un argumento en pro de una aparente atracción hacia el ámbito de competencias del poder Ejecutivo respecto al derecho de gracia82, pues tal refrendo no supone per se una atribución competencial expresa a favor del Ejecutivo.

El refrendo determina la asunción de la responsabilidad del refrendante sobre el acto que el Rey realiza. Y si bien en las funciones determinadas en el art. 62 existe una aparente claridad sobre el ámbito competencial al que corresponden, la excepción se encuentra en el derecho de gracia el cual, por su naturaleza, no parece advertir una evidente competencia del poder Ejecutivo.

Una posibilidad sería entender que en la exigencia de refrendo se halla la necesaria competencia del Ejecutivo en orden al ejercicio del derecho de gracia, no siendo necesario, por ello, que en el texto constitucional se explicite éste como efectiva competencia del Gobierno, pues vendría determinada por su refrendo ministerial. La responsabilidad que se atribuye al refrendante sobre el acto refrendado estaría situando la titularidad real de la competencia en virtud de tal refrendo.

No obstante, la previsión del art. 64.1 CE, no es una atribución material de competencias sino la determinación de la responsabilidad por el acto del Rey, que no implica necesariamente la titularidad de la competencia que es ejercida. Ser el responsable del acto del Rey admite situaciones no necesariamente determinadas por la titularidad de la competencia efectiva del acto realizado. La comprobación de los requisitos formales y procedimentales del acto del Rey, o incluso la adecuación jurídica del contenido material de tal acto, cumpliría con la necesaria concurrencia del refrendo, pues el sujeto refrendante asume la responsabilidad sobre el acto del Rey sin que sea necesario que ostente la facultad de disponer sobre su contenido material. Le atribución genérica de la competencia para el refrendo no implica la atribución de competencias materiales.

Además, la atribución de las competencias a los poderes del Estado no puede ser presunta. En el caso de que el constituyente hubiese optado por residenciar, expresamente, la competencia del ejercicio del derecho de gracia en el poder Ejecutivo, lo habría hecho sin necesidad de derivar su configuración a la ley. En este sentido bien podría haberse incluido el ejercicio del derecho de gracia como especialidad dentro de la función de expedir decretos del Consejo de Ministros –art. 62.f)–, pues en la Ley de indulto se prevé que la participación del Rey en el mismo se limite a tal expedición (art. 30, Ley de indulto)83. Pero no ha sido así. El constituyente no se ha querido incluir expresamente el ejercicio del derecho de gracia como una facultad del Ejecutivo.

Establecer expresamente el ejercicio del derecho de gracia, más allá de la previsión genérica de expedir los Decretos del Consejo de Ministros, conduce a dotar a la misión del Rey en el derecho de gracia de un valor que está más allá de la citada expedición y, también, al propio derecho de gracia, de una posición constitucional diferenciada de los restantes Decretos del Consejo de Ministros. El constituyente es consciente de la necesidad de que el derecho de gracia tenga un reconocimiento propio y expreso, diferenciado de las demás funciones del Rey, y también desvinculado, en su contenido material, de las competencias constitucionales de los tres poderes del Estado.

Para el constituyente no es importante quien tiene la competencia para otorgar la gracia, sino que sea el Rey quien la deba ejercer. El Rey es, en definitiva, la única referencia constitucional del derecho de gracia, pero no en cuanto a su titularidad ni competencia, sino respecto a su ejercicio, como función propia del Rey. Es, pues, lo determinante para el constituyente, que sea el Rey, como Jefe del Estado, quien deba expresar la voluntad del Estado respecto a una función que, en esencia, deviene de su naturaleza soberana, resultando con tal ejercicio ser el símbolo del Estado mismo.

Por otra parte, el contenido de la función de “ejercer”, debe, asimismo, ponerse en relación con la única mención que en el art. 62.i) se realiza respecto a una acción o un acto concreto: no autorizar indultos generales. Dentro de ejercicio del derecho de gracia, se encuentra tanto no autorizar (indultos generales) como, implícitamente, autorizar otro tipo de indultos (no generales). Ejercer tiene como contenido “autorizar”, y una prohibición concreta dentro de la acción general de autorizar.

El Rey, desde el textual del art. 62.i) ejerce el derecho de gracia, y, en tal ejercicio “no podrá autorizar indultos generales”, por lo que en el ejercicio del derecho de gracia se incluye algo más que los indultos generales, por cuanto no es lógico inferir que ejercer el derecho de gracia tan solo implique no autorizar indultos generales. No es dable considerar que el ejercicio del derecho de gracia tan solo implica la prohibición, “no autorizar”, pues en tal caso, la gracia no existiría, pues establecer que el derecho de gracia se agota no autorizando indultos generales, simplemente abocaría a que la gracia no tuviese contenido haciendo inútil su reconocimiento en el texto constitucional.

En la prohibición de tal autorización se encuentra la afirmación del resto de los contenidos posibles del derecho de gracia. El ejercicio del derecho de gracia no contiene expresamente, en la Constitución, otra acción diferente a la de no autorizar. Sin embargo, tampoco existe en el texto constitucional una prohibición expresa respecto a unas acciones o actos diferentes a “no autorizar”, en ejercicio del derecho de gracia. Es por ello por lo que el contenido del derecho de gracia tiene que tomar referencia no solo en la prohibición, sino en el sentido de la gracia preexistente a la génesis del texto constitucional.

Y la acción de “autorizar” está anudada a una declaración de voluntad. Una declaración de voluntad que, en ningún caso, corresponde al Rey. Ese ejercicio en realidad es un deber de obligación para el Rey, pues no queda a su criterio decidir si se autoriza o no un indulto no general. Es el poder público –que no establece la Constitución sino la ley a la que se remite la misma– que ostenta la competencia material en cuanto a la concesión o denegación de la gracia, quien expresará su decisión sobre ésta. Y la declaración sobre la gracia tiene dos contenidos posibles: conceder o denegar el indulto. El Ejercicio del derecho de gracia supone concederla, pues denegar la gracia no es, en puridad, ejercer la gracia, sino no ejercerla. La gracia, es pues, la decisión de conceder el perdón, no de denegarlo, aunque perdonar o no perdonar son las dos caras de un mismo derecho: decidir sobre el perdón.

Derecho de gracia y constitución. El indulto en el estado de derecho

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