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2. EL CASTIGO Y EL PERDÓN

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Una de las manifestaciones de la gracia es la potestad de perdonar. Como derecho, reside en quien ostenta la titularidad de tal facultad, de forma que el derecho de gracia es un atributo de quien puede perdonar, el cual solo se puede predicar del concedente, pues no existe un derecho a ser perdonado para el sujeto pasivo de la gracia, esto es, para quien solicita el perdón.

Perdonar es manifestación del mismo poder que, de modo correlativo e inverso, faculta para el castigo. El titular del derecho a perdonar es el mismo que quien tiene la facultad de castigar. El castigo y el perdón son dos potestades que se deben integrar en una única titularidad, ya que, en caso contrario, si un poder castigase y otro poder perdonase quedaría sin efecto la facultad de castigar, pues deslegitimaría el poder del que castiga. La unidad de poderes en un único titular, desde lo más remoto, permitía que no supusiese problema alguno el ejercicio de las potestades del castigo y el perdón. Quien ostentaba el ius puniendi, era la misma autoridad que ostentaba el ius non puniendi. Se planteaba así el perdón como un acto de poder del superior que, en la medida que se consolida el concepto de soberanía, se manifiesta como expresión de tal soberanía como poder del Estado.

Desde el plano de la gracia, la simplicidad del esquema de ejercicio del poder del Estado en el absolutismo –en su dimensión como perdón– se torna más complejo con la aparición del modelo de Estado liberal. Los postulados de imperio de la ley y sometimiento de todos los poderes del Estado a ésta, va a condicionar la posibilidad de que el propio Estado se excepcione en la determinación de la norma penal, en su vertiente como castigo. Igualmente, el principio de división de poderes impedirá que lo que, históricamente, fue manifestación del poder único de castigar y de perdonar, se pueda residenciar en un único poder. La norma que crea el legislativo, estableciendo el tipo penal y su castigo, es aplicada por el judicial determinando la sanción por un hecho concreto a una persona determinada. Y, sin embargo, otro poder, el Ejecutivo, excepciona tanto la previsión de la ley que castiga, como la función judicial ejercitada al imponer el castigo.

Los problemas igualmente se plantean, desde el plano conceptual, con la atribución de la titularidad de soberanía a entes abstractos –nación, pueblo– que no ejercen, de forma directa, las funciones soberanas, ya que la gracia no es sino una manifestación de voluntad determinada a la concesión del perdón, a favor de una persona o colectivo identificado o identificable, respecto a un castigo prefijado por la norma. El titular de la soberanía, que históricamente adoptaba la decisión de perdonar desde su libérrimo criterio, ya no puede manifestar su decisión sobre el perdón cuando tal soberanía se residencia en el pueblo o la nación. El poder de perdonar ya no es correlativo al de castigar, salvo desde argumentos esencialmente espiritualistas.

La excepción del principio de imperio de la ley y de división de poderes, requería de una justificación suficiente, y a la misma altura, que el valor de los principios que eran excepcionados, apareciendo la justicia y la equidad como fundamento de la excepción. Y la declaración de voluntad manifestada por quien no era el verdadero titular de la soberanía del Estado, igualmente exigía de una excusa a tal fin, dada la importancia de las facultades que se irrogaba: la materialización de la justicia y de la equidad.

Pero la construcción ideal que soportaba tal justificación se advierte manifiestamente insuficiente ya que se fundamenta en unos conceptos intangibles y no objetivos, pues justicia y equidad no son términos absolutos, sino que tienen una naturaleza radicalmente subjetiva. Serán las razones de Estado –conveniencia social– las que, en último término, se esgriman para poder justificar tanto la alteración del valor de la ley y el esquema de división de poderes, como la atribución de la facultad de perdonar a favor de quien tiene la potestad de adoptar las decisiones superiores del Estado, residenciándose en el poder que ostenta la dirección política de éste.

El binomio gracia y poder, no siempre ha estado acompañado del otro binomio, gracia y justicia. El segundo es propio de la justificación de la gracia cuando ésta dejó de estar en el señorío de la voluntad del titular del poder. El ejercicio del poder no está sujeto a justificación cuando del mismo no se debe responder ante nadie. Tal ejercicio, no obstante, pasa a requerir de la aceptación del pueblo cuando éste ostenta capacidad para mediatizar la titularidad del poder.

Cuanto mayor influencia tiene el pueblo en las decisiones del poder, y por tanto más importante es la dependencia del poder respecto a sus súbditos, mayor es la exigencia de una justificación sobre la concesión de la gracia. La monarquía absoluta necesitó de una motivación de sus actos de perdón, para residenciar en la justicia la razón de la excepción a la ley, que se hizo mucho más necesaria cuando la soberanía dejo de ostentarla el Rey. La realización de estos actos de justicia, convertían al soberano no sólo en poderoso, sino también en justo. La arbitrariedad progresivamente deja de tener cabida dentro un sistema fundado en la responsabilidad por los actos realizados, pues el poder es fiduciario de la voluntad del pueblo.

La gracia desde los principios de la historia ha hecho referencia a todo acto libérrimo de poder, emanado del señorío de la voluntad del titular del poder. La acepción de la gracia como perdón también comulga con tales características. Sin embargo, en la medida que la madurez de los Estados fue dejando atrás el poder omnímodo del Rey, que declinó en pro del mismo pueblo, se fueron restringiendo los actos exentos de todo control, hasta limitarse a la manifestación aceptada de la gracia como perdón, en tanto es materialización de la justicia, de naturaleza superior al valor de ley en el Estado.

La relación entre perdón y justicia no es, por el contrario, una novedad justificativa del ejercicio de la gracia en el Estado moderno. Es la gracia en términos teológicos la liberación del mal, y supone el cumplimiento de una necesidad –por mediación divina– para la alcanzar la corrección del actuar no adecuado. Para SAN AGUSTÍN:

“Sólo por la gracia de Dios son librados los hombres del mal y sin la cual no hacen absolutamente ningún bien”21.

La gracia se relaciona con el pecado, pues sólo con ella cabe perdonar, sin que el perdón sea un acto de justicia, pues la justicia se predica de la potestad de perdonar de Dios y no del merecimiento del pecador:

“La gracia de Dios hacia los pecadores se ve en el hecho de que Él mismo, por medio de la expiación de Cristo pagó toda la pena por el pecado, por lo cual puede perdonar con justicia el pecado sin tener en consideración el mérito o demérito del pecador. El pecador no es perdonado porque Dios sea misericordioso para excusar sus pecados, sino porque hay redención mediante la sangre de Cristo (Romanos 3, 24; Efesios 1, 7). La gracia de Dios se revela al proporcionar una expiación por la cual puede al mismo tiempo justificar a los impíos (Juan 3, 16) y reivindicar su ley santa e inmutable”22.

El perdón por ejercicio de la gracia tiene su constatación en la historia religiosa en el más conocido de los indultos concedidos: el que benefició a Barrabás en perjuicio de Jesús. En MATEO 27, 15-2623, pone de manifiesto el instituto de la abolitio24, en el Derecho romano, sobre un prisionero no condenado, pues se le permitía su liberación por decisión del Gobernador –Pilatos–, tras someter a los acusadores la posibilidad de que se retirase la acusación, con abolición de la misma. El resultado de la consulta al pueblo judío determinó ser el fundamento de la Religión Cristiana.

Como antes apuntábamos, si el perdón se ha ejercido en civilizaciones y épocas diversas, durante etapas absolutistas se intentó hacer ver en el indulto un acto de justicia superior a la ley, que ejercita una gracia que presupone, en cierta manera, un don que proviene de Dios. Aunque en principio perdonar era un acto reservado exclusivamente a Dios (MARCOS 2,7), a través del Espíritu Santo, Jesús concede esta gracia los apóstoles: “A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados” (JUAN 20, 23). Es decir, un poder divino ejercido por los seres humanos. No es de extrañar, por tanto, que ciertos Reyes absolutistas vieran en el ejercicio del indulto la manifestación de una gracia divina.

La existencia de la falta, y el perdón que a esta se le otorga, va unida al concepto de indulgencia. El perdón que manifiesta la gracia está más cerca a la idea teológica de indulgencia que a la del propio perdón. La indulgencia se conforma como la remisión de la pena de pecado, pero no la desaparición del pecado. Con la indulgencia el pecado permanece, pero se exime de la pena que implica el pecado cometido. Este concepto es el más próximo al de la gracia en su manifestación como indulto, ya que éste se manifiesta como la remisión de la pena –la inejecución de la pena por extinción de la responsabilidad penal– respecto a un delito que se ha cometido y por el cual ha existido condena en sentencia firme.

La indulgencia, en la religión católica, ha sido una concesión que los supremos mandatarios de la Iglesia han podido –y pueden– otorgar de forma discrecional. Con ella la pena –penitencia– correspondiente por el pecado cometido, es remitida a cambio de una determinada conducta en la vida –normalmente por la realización de actos de expiación, de culto en determinadas fechas, peregrinaciones a lugares determinados o bien simplemente mediante una contribución económica–.

El Tribunal Supremo25 considera que concebir el indulto como indulgencia, era el sentido propio de tiempos del poder absoluto –en el imperio romano y durante el absolutismo– anteriores al Estado de Derecho. La gracia –en su manifestación como indulto–, antes del advenimiento del Estado constitucional, tenía una identidad conceptual con la indulgentia principis26. Esta indulgentia principis podía ser generalis o specialis, y operaba sobre la condena, tenía un destinatario concreto, era acordada por el príncipe, no tenía eficacia retroactiva y no perjudicaba el derecho de terceros27. La specialis recaía sobre la pena de una persona, y tiene su correlativo en el actual indulto particular; la generalis recaía a favor de más personas, identificándose con el indulto general.

La indulgencia como una clemencia soberana reafirmaba la posición del soberano como el dispensador de una justicia sustancialmente superior, sometida al vínculo de la jurisdicción y fue acogida en el Fuero Juzgo y en las Siete Partidas de ALFONSO X EL SABIO, con el término de indulgentia principis28. No obstante, y con el paso tiempo, la utilización del término indulgencia quedó circunscrito al ámbito de lo estrictamente religioso y llevó a la creación de un completo sistema de remisión de los pecados, de conformidad con los méritos que se adquirían a favor de la Iglesia (V. gr., las indulgencias plenarias por asistencia a determinados lugares de culto en fechas concretas).

Derecho de gracia y constitución. El indulto en el estado de derecho

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