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3. LA CLEMENCIA COMO ATRIBUTO DEL PODER

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El derecho de gracia, siguiendo la dicción del art. 62.i) CE29, o bien la prerrogativa de gracia, según la del art. 87.3 CE30, o la del art. 102.3 CE31, es una de las manifestaciones de lo graciable, otorgado por quien ostenta el poder para concederlo, a favor de otro a quién le beneficia. El derecho de gracia es perdón32, –siguiendo la Exposición de Motivos de la Ley de indulto de 1870– como término identificador de la naturaleza de la institución. Más concretamente, el derecho de gracia es expresión de clemencia de quien ostenta el poder, que se materializa en tal perdón. Y el derecho de gracia necesitará, como correlativo, la previa comisión de un hecho punible, que determina la imposición de un castigo, susceptible de ser perdonado33.

La identificación entre derecho de gracia y clemencia es la asumida por la doctrina constitucional. Linde Paniagua nomina la institución de la gracia como la clemencia34 –cuyas manifestaciones, en nuestro Estado constitucional, son la amnistía y el indulto–. Igualmente, Aguado Renedo considera amnistía e indulto como las instituciones de la clemencia35. Para Bueno Ochoa, el término gracia resulta ser más adecuado para la tradición jurídica española, frente a su sinónimo clemencia36, que es el término utilizado en el ordenamiento italiano37. Ambos términos –tanto la clemencia como la gracia– se utilizan indistintamente para designar el concepto genérico que incluye amnistía e indulto.

La clemencia, utilizando las palabras de VILLAR GARCÍA, es:

“Otra virtud, grande como la justicia, idéntica en el origen y distinta en sus resultados, que la auxilia y completa atajando en su carrera a la mentira y a la duda mostrándose superior. Esta es la clemencia, que domina en la sociedad, cuando la espada de la justicia dirige sus filos guiada por la mano del error, que va a inmolar en sus aras una víctima innecesaria; o cuando la ejecución del castigo humano envolvería una odiosa tiranía”38.

La clemencia determina a un superior a mitigar el castigo a un inferior, y requiere la existencia de unos presupuestos: existencia de un poder; posición de superioridad de quien detenta tal poder respecto al inferior quien no lo detenta; imposición de una pena o castigo por determinada conducta o hechos cometidos por el inferior donde el superior ostenta el poder de disposición sobre la ejecución de la pena; y la decisión del superior de mitigar o perdonar el castigo.

El origen de la clemencia como virtud anudada a un poder superior se puede situar en SÉNECA, en su tratado De Clementia:

“Clemencia es la templanza del poder vindicativo o la lenidad del superior al fijar la pena contra el inferior. Será más seguro explicarla en diversas formas, no sea que una definición única no abarque bien la materia, y por decirlo así, nos falle la fórmula. Así, pues, se puede decir que la inclinación del alma hacia la lenidad, al exigir el castigo, eso es la clemencia. Tal definición incurrirá en contradicciones, aunque se acerca a la verdad. Si decimos que la clemencia es la moderación en rebajar algo la pena merecida y debida, se protestará diciendo que ninguna virtud da a nadie menos de lo debido. Ahora bien, todos entienden que la clemencia se doblega hacia abajo en lo que se podría fijar con razón”39.

Séneca, siendo preceptor de Nerón, deseoso de orientar a su alumno imperial hacia una política humana y justa, sin la dureza de la rigidez de la ley, pero sin la impunidad a que se prestaba la amnistía y la misericordia indiscriminada con los malhechores, escoge el ideal de clemencia40. Pero no será hasta Santo Tomás cuando la clemencia adquiera un valor propio vinculado a la moral cristiana como virtud del hombre y atributo de Dios41, y con un significado diferenciado de la virtud de la templanza, como síntesis de justicia y misericordia.

El origen teológico de la clemencia ya fue puesto de manifiesto por CARL SCHMITT, en lo que denominó teología política:

“La soberanía y uno de sus atributos, la clemencia, tienen una raíz teológica, que explica las categorías de la ciencia política y de las ciencias del derecho como proceso de secularización de viejas categorías teológicas (…) todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”42.

Así, la clemencia se ha identificado como atributo del poder, bien es su sentido teológico43, bien como cualidad del soberano en el ejercicio del poder, en relación con sus súbditos. El valor religioso de la clemencia ha determinado su influencia en el modelo de poder en toda la historia, pues no es dudoso afirmar que la configuración del poder devenía de su origen trascendental, otorgado por Dios o atributo de la personalidad divina del Rey, propios de la soberanía regia.

TEMISTIO, senador de Constantinopla en el 355 d.C. y Praefectus urbis bajo el poder Teodosio en el 384 d.C., desarrolló su tratado sobre teoría política en sus dieciocho panegíricos imperiales, donde reflejó el origen divino del poder monárquico44. El Rey se concibe como imagen de Dios, cuya dignidad no debe rendir cuentas más que a éste. Tal naturaleza sitúa al monarca por encima de las leyes: el monarca, como la norma suprema es, en sí, ley viviente.

Tal postulado no es sino una remisión a lo ya argumentado por PLATÓN Y ARISTÓTELES45, vinculado por la elaboración aristotélica de equidad que manifiesta TEMISTO como “Rey humanitario” que atempera el rigor de la ley escrita. La crítica de la ley positiva –con remisión a la tesis de PLATÓN en El Político– sitúa al príncipe humanitario como remedio a la ley escrita, por ser esta inepta para la exactitud. Y la labor correctora del príncipe se concreta en la aplicación sistemática de la clemencia, por medio de la conmutación de penas. “Como el amo que aplaca con caricias la ira de un perro de noble raza”, es la comparación del actuar del Rey respecto a la ley. El soberano está en disposición de anular el fallo de los tribunales de justicia pues “Teodosio anula sin remordimientos el fallo de un tribunal no menos inexorable”.

El Derecho romano clásico, atribuía al Rey la suprema jurisdicción e imperio, desde las máximas de ULPIANO de “lo que place al príncipe tiene valor de ley” y “El príncipe está desligado de las leyes”46. La recepción del Derecho romano justinianeo, interpretado por los comentaristas en los Siglos XIII y XIV, potenció el poder de los Reyes en el reino, con una progresiva descristianización de la clásica teoría del teocratismo político de Santo Tomás47 que presidió la Alta Edad Media, favoreciendo que el Rey se independizase del Papa, de los otros Reyes, y de su propio pueblo construyendo el concepto de soberanía, y la titularidad única y propia de ésta a favor del Rey48.

La posición del monarca por encima de las leyes va a ser una constante en la historia, hasta el ocaso de la monarquía absoluta y advenimiento del Estado liberal de Derecho. El poder del monarca no tiene límites, ya que deviene de Dios. El monarca es la ley, en sí mismo, por lo que nada altera al valor de la ley la modificación de ésta por parte del Rey. Y, en la administración del poder, el soberano tiene una preciosa herramienta en la clemencia para un sabio y prudente ejercicio del reinado.

Sobre la clemencia como instrumento del poder, MAQUIAVELO afirmaba, desde la separación entre ética y política, que el príncipe debe encontrar el equilibrio entre ser amado y temido. El príncipe clemente y el príncipe temido, dos manifestaciones del poder que deben gestionarse con cautela, pues lo cualifica ante sus súbditos:

“De la Crueldad y la Clemencia; y si es Mejor ser Amado que Temido, o ser Temido que Amado. Paso a las otras cualidades ya cimentadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia, (…) Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado (…) Volviendo a la cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio”49.

La clemencia se conformó así en atributo del poder, siendo éste de la titularidad exclusiva del Rey, como cualidad del soberano. En los albores de la revolución francesa, MONTESQUIEU hacía referencia a la clemencia del príncipe, en los siguientes términos:

“La cualidad distintiva de los monarcas es la clemencia. No es tan necesaria en la República, ya que la virtud es su principio. Ni se usa apenas en los Estados despóticos, en los que reina el temor, por la necesidad de contener a los magnates con ejemplos de severidad. En las monarquías, gobernadas por el honor, éste exige a menudo lo que la ley prohíbe, por lo cual es más necesaria la clemencia. El desfavor del monarca es un equivalente al castigo; son verdaderos castigos hasta las formalidades del proceso”50.

La causa del perdón que inspira la clemencia, puede ser benevolencia, indulgencia, justicia, o incluso la forma de celebración de un hito, pero en todo caso sitúa en un plano de superioridad desde el poder de quien ostenta la facultad, respecto a la norma o previsión que excepciona con la gracia. Como expresa LOZANO CUTANDA:

“La prerrogativa de Gracia se configura en el antiguo régimen como un instrumento paralelo al poder del soberano de suspenderla eficacia de los actos normativos y de dispensar su observancia, poderes todos ellos inherentes a su posición institucional de titular de todas las funciones públicas del Estado, que le habilitaba para intervenir con actos generales e individuales en su ejercicio”51.

Quien tiene poder para crear la norma, tiene poder para excepcionarla, puesto que la suspensión de la eficacia de una norma o su inaplicación a un supuesto concreto no es sino un acto emanado del mismo poder que crea la norma que se excepciona.

Derecho de gracia y constitución. El indulto en el estado de derecho

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