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Evitar la extrema defensa y el radical ataque, sin matiz intermedio

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Salvo fallo de memoria, desde que tengo carné de conducir (1986) me han notificado cuatro multas de tráfico. No menos cierto es que he cometido más infracciones que esas sancionadas. Cualquiera que publicara esto, detallado minuciosamente en varios volúmenes y traducido a diversas lenguas, estaría diciendo una verdad; pero si solo hablara de ello estaría transmitiendo al mismo tiempo una manifiesta falsedad. Quienes más me aprecian omitirían de mi pasado, probablemente, esas cuatro multas que realmente existieron. Y quienes se empeñen recabarían detalles también reales. El círculo manipulador se cerraría si, cada vez que se informase del tráfico, se recordara mi caso y solo se hablara de él.

La información accesible condiciona la percepción. Bien lo sabían los gestores de la imagen de Franklin Delano Roosevelt. De las 35.000 fotografías conservadas en la Roosevelt Presidential Library, solo dos muestran al presidente estadounidense en silla de ruedas.1

Apenas me ha resultado novedoso lo que he leído sobre lo muy difundido de la historia de España. Sin embargo, me ha sorprendido lo que ahora he conocido y que ha tenido una difusión mucho más restringida.

A toda costa quiero evitar la visceralidad que se percibe en algunas fuentes que van desde la extrema defensa al radical ataque, sin matiz intermedio. Como ilustra Javier Fernández Aguado en Liderar en un mundo imperfecto, hasta los más altos ideales incurren en errores y barbaridades. Aun en la más cruel perversidad se encuentra algún atisbo positivo.

No creo que los españoles, con nuestro historial más brillante, seamos sustancialmente mejores que los franceses, ingleses, alemanes, holandeses o portugueses, con páginas también gloriosas de historia. Tampoco estimo que nuestras bien conocidas brutalidades superen las aberraciones más ignoradas e igualmente ciertas de nuestros vecinos europeos. Cuanto más sabemos, más necesitamos matizar lo que afirmamos. Buena ilustración es la respuesta que se adjudica a Chesterton cuando le preguntaron qué opinaba de los franceses: «No sé, no me los han presentado a todos».

Mentiras creíbles y verdades exageradas

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