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EL CUERPO EN LO IMAGINARIO, EN LO REAL Y EN LO SIMBÓLICO

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La imagen corporal narcisista tiene como precursor el rostro materno. Es Winnicott quien afirma que, cuando el niño mira a su madre, se ve reflejado en la mirada de ella. “En otras palabras, la madre lo mira y lo que ella parece se relaciona con lo que ella ve en él” (Winnicott, 1982, p. 148).

Sami Ali (1979, p. 116) también se ocupa del rostro, la mirada y el narcisismo: “Percibir el rostro de la madre en su diferencia respecto de otros es, pues, presentir la posibilidad de tener un rostro diferente del de la madre”. No es en su organicidad biológica que el niño reconoce a su cuerpo como forma entera, como unidad, sino que se reconoce en esa imagen que viene de afuera y que la madre desea. Este es un proceso mental que se produce por identificación con una forma que no está en el cuerpo del niño, pero que le da la posibilidad de ser uno.

El niño es esa imagen y así posee la imagen unida de su cuerpo. Desde esta perspectiva, hay una diferencia respecto del planteo de Wallon, pues no es a partir de las sensaciones intero, propio y exteroceptivas que se constituye la superficie, la imagen unida del cuerpo, como él lo plantea. Para Wallon, el reconocimiento especular es “un procedimiento más o menos episódico” al que hay que considerar como parte de otros que van formando desde el inicio la conciencia del propio cuerpo. Lo que Wallon no considera es el proceso mental que se produce, la identificación con una imagen a partir de la cual el niño se reconoce.

Lacan ubica este estadio alrededor de los seis a los dieciocho meses (estadio del espejo), un momento fundante pues desde entonces el niño podrá ser uno (rasgo unario) y así podrá diferenciarse de otros. Ser uno para un Otro, diferente de otros.

Antes de ese momento fundante, el niño, por el grado de insuficiencia constitucional con que nace (proceso de mielinización de las vías nerviosas), no puede unificar e integrar sus sensaciones corporales. Por lo tanto, a partir de sus sensaciones y experiencias corporales (estímulos propio, intero o exteroceptivos) no puede llegar a formar una imagen unida de su cuerpo.

A raíz de su insuficiencia madurativa, el niño no puede formarse por sus sentidos o por sus movimientos corporales esa imagen entera que lo integra y lo unifica. Es el poder de la imagen el que anticipa en el niño esa unidad que no puede conquistar por su prematuridad corporal; es este proceso mental del pequeño (proyección mental de la superficie del cuerpo) el que se anticipa al dominio corporal que todavía no puede ejercer.

Esta anticipación de la imagen viene a resolver este problema de la falta de maduración a nivel corporal, esto es que encuentra en la imagen una unidad que es problemática a nivel de su cuerpo y por eso es que se “prende” a esa imagen, se “cuelga” de ella, se identifica con ella (Marchilli, 1985, p. 77).

Desde un primer momento, el niño reconoce su deseo a través del deseo materno. Para que el niño acceda a su cuerpo, esta es la condición. Pero, conjuntamente, es imprescindible que haya un cuerpo para ese deseo: el cuerpo del niño y, al mismo tiempo, el cuerpo de su madre, ya que el niño no solo reconoce el deseo por medio de su imagen especular, sino que además lo hace por medio del cuerpo del Otro.

El reconocerse como cuerpo solo es posible porque los otros tienen también un cuerpo. El cuerpo ocupa así una posición de referente y de diferencia. Por lo tanto, para que se produzca esta anticipación y fascinación por la imagen, tiene que haber Otro que libidinice esta imagen, que la desee, para que el niño pueda identificarse con ella. Este efecto estructurante de la dimensión humana que precede a la maduración neuromotriz es consecuencia y efecto del lenguaje, tomado este como estructura que captura al sujeto, dándole una posición simbólica.

Cuando el proceso de maduración fisiológica, neuromotriz, le permita al niño ejercer el dominio real de su propio cuerpo y de su funcionamiento motor, este dominio se ejercerá, pero dentro de lo que previamente se constituyó, se transformó, en el estadio especular.

Insisto en este punto, en mi teoría del estadio del espejo: la sola visión de la forma total del cuerpo humano brinda al sujeto un dominio imaginario del suyo, prematuro con respecto al dominio real. Esta formación se desvincula así del proceso mismo de la maduración, y no se confunde con él. El sujeto anticipa la culminación del dominio psicológico y esta anticipación dará su estilo al ejercicio ulterior del dominio motor efectivo.

Es esta aventura imaginaria por la cual el hombre, por vez primera, experimenta que él se ve, se refleja y se concibe como distinto, otro de lo que él es: dimensión esencial de lo humano, que estructura el conjunto de su vida fantasmática (Lacan, 1985, p. 128).

La condición para que uno se vea es que haya un ideal; uno se ve desde allí donde supone que es visto de alguna u otra forma, desde el Otro, que hace imaginar la condición de unidad del cuerpo.

Forma que forma la función del yo, yo ideal, en tanto forma proveniente del exterior, yo formado por el efecto de esa imagen que hace suya, se asume, se hace propia, se hace a esa imagen, “se es” ese ideal de unidad negando que es de otro para asumirla como propia conservándola como identidad. Alguien debe ser para poder amarse y ofrecerse (Levin y Bruner, 1986, p. 47).

Freud, en El yo y el Ello (1923), afirma: “El yo es sobre todo una esencia-cuerpo, no es solo una esencia superficie, sino él mismo la proyección de una superficie”. Otra traducción del mismo párrafo, sostiene que: “El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no solo un ser superficial, sino incluso la proyección de una superficie”. Textualmente, en alemán, la frase es la siguiente: “Das Ich ist vor allem ein kórperliches, es ist nichit nur ein Oberfláchen wesen, sondern selbst die projektion einer Oberfláche”. La traducción de esta frase al castellano es compleja. Sin embargo, es llamativo cómo en ambas traducciones se niega que el yo sea solo una superficie, pues para él es la proyección de una superficie. En la edición inglesa de 1927, Freud agrega una nota al pie de la página, reafirmando lo anterior: “O sea que el yo deriva en última instancia de sensaciones corporales, principalmente las que parten de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo, entonces, como la proyección psíquica de la superficie del cuerpo”

Para Freud, entonces, no se trata de la superficie del cuerpo como la piel o una coraza muscular que sería el yo, sino de una proyección psíquica. Hay que diferenciar que, para él, el yo no es el cuerpo biológico, sino que es la superficie que se constituye por un proceso mental.

Numerosos autores en psicomotricidad y en el ámbito corporalista postulan erróneamente que el yo es el cuerpo biológico, o el cuerpo biológico es el yo. Y que, por lo tanto, al trabajar con este cuerpo se trabaja con el yo, y así se fortalecen y se adaptan mejor al medio ambiente.

De este modo se confunden conceptos fundamentales: el yo, el cuerpo y el sujeto. Se habla constantemente de ellos mezclándolos y yuxtaponiéndolos de tal modo que pareciera que al hablar de uno, se hablara de los tres al mismo tiempo. Esta indiscriminación genera diferentes tipos de prácticas clínicas, que van desde las que se basan en ejercitaciones técnico-reeducativas del déficit instrumental (por ejemplo, Vayer) hasta los que pretenden elaborar, por medio de las relaciones corporales, las “proyecciones fantasmáticas” (Lapierre et al., 2015).

Vayer, autor de diversos libros en el campo psicomotor, afirma acerca del yo: “Entendemos por ‘yo corporal’ el conjunto de reacciones y acciones del sujeto que tienen por misión el ajuste y adaptación al mundo exterior (Vayer, 1977, p. 18). Aquí no importa el deseo, sino que esté bien adaptado a la “realidad”.3

Este autor propone que a partir de diferentes test se llegue a un “perfil psicomotor” del cual se desprenda un diagnóstico, y así desde un comienzo se sabrá qué hacer, qué decir, qué escuchar y qué mirar en el niño, en pos de su adaptabilidad al medio externo. De allí su interés por lograr un índice psicomotor, un perfil “objetivo” de adaptación al “mundo exterior”.

Para Vayer, entonces, la salud se relaciona estrechamente con el concepto de adaptación al medio: “Tras haber examinado la significación del perfil psicomotor, parece indispensable ver cómo se traducen a través de este examen los distintos tipos de inadaptación infantil”.

Para estas posturas, un niño bien adaptado (con un correcto perfil psicomotor) es un niño que estará bien de salud, que estará sano. Por el contrario, a los que les va mal en ese “examen” psicomotor es porque su yo corporal está debilitado e inadaptado, y no solo esto, sino que además de su inadaptación habrá que ver a qué tipo de “inadaptación infantil” corresponde.

Es en sus libros, por supuesto, donde se marca y se muestra de qué modo y dónde se está adaptado al mundo. Ser sano es estar adaptado; y esta adaptación se basa en los parámetros (índices y coeficientes psicomotrices) propuestos por el autor. Así, queda tautológicamente definido qué es ser sano.

Este enfoque psicomotor, basado en la concepción del “yo corporal” adaptado al mundo, acaba cayendo en una postura “dictatorial” que se propone ejercer el dominio y el control del cuerpo del niño. Nada más opuesto a las concepciones freudianas de cuerpo, de deseo y transferencia (Freud se aleja de la sugestión y de la inducción para postular que el deseo del terapeuta será justamente un deseo de no dominio, para que lo que se ponga en escena sea el deseo del sujeto, y no el suyo).

En estas posturas psicomotrices, las concepciones y lecturas defectuosas y particulares de Freud producen como efecto una confusión generalizada donde se equipara el yo con el cuerpo orgánico, o el cuerpo orgánico con el yo; la salud con la adaptación al mundo externo; la ilusión de completud imaginaria del cuerpo con el yo; las proyecciones fantasmáticas con el cuerpo y, en definitiva, el yo y el cuerpo físico como sinónimos. confundiéndose con el sujeto.

Continuando con los pensamientos freudianos, Lacan es taxativo:

Freud señala que el yo debe tener una relación muy estrecha con la superficie del cuerpo. No se trata de la superficie sensible, sensorial, impresionada, sino de esa superficie en tanto está reflejada en una forma. No hay forma sin superficie; una forma se define por una superficie: por la diferencia en lo idéntico, es decir, por la superficie. La imagen de la forma del otro es asumida por el sujeto. Está situada en su interior, es gracias a esta superficie que en la psicología humana se introduce esa relación del adentro con el afuera por la cual el sujeto se sabe, se conoce como cuerpo (Lacan, 1985, p. 253).

Justamente, para que no queden dudas, Freud afirma: “No, no es solo una esencia superficie, sino él mismo la proyección de una superficie”. Lo que Freud nos está diciendo es que lo importante no es la sustancia ni la materialidad, pues de este modo el yo, y con él el narcisismo, serían una cosa o un elemento aprehensible y modificable empíricamente. Por ejemplo: se podría llegar a pregonar ridículamente (como se lo hace) que si se masajea el cuerpo, o si se le realiza alguna ejercitación para modificar su tono muscular, lo que se modifica y masajea es el yo, el narcisismo de ese sujeto.

Nada más lejos de lo que Freud nos quiso decir en este tan utilizado párrafo, y de lo que día a día se nos presenta en la clínica. Suponer que si se masajea el tono muscular se masajea el narcisismo es un disparate conceptual desde cualquier punto de vista.

Finalmente, y también en El yo y el Ello, Freud nos dice:

No solo lo más profundo, sino también lo más alto en el yo puede ser inconsciente. Es como si de este modo nos fuera de-mostrado lo que antes dijimos del yo consciente, a saber, que es sobre todo un yo-cuerpo (Freud, 1984).

Utiliza aquí dos sustantivos bien diferentes: Korper-Ich (yo-cuerpo). El yo como la proyección mental de la superficie del cuerpo, bien diferenciado del cuerpo como organismo biológico.

Por lo tanto, y tal como sostuvo Freud y retomó luego Lacan, el yo está constituido por identificaciones con objetos amados que le posibilitaron trans-formarse, o sea, tener una forma, que, como tal, será la suya, la forma del yo.

Posteriormente, en Introducción al narcisismo, Freud agrega:

Haremos ya observar que la hipótesis de que en el individuo no existe desde el principio una unidad comparable al yo es absolutamente necesaria. El yo tiene que ser desarrollado. En cambio, los instintos autoeróticos son primordiales. Para construir el narcisismo ha de venir a agregarse al autoerotismo algún otro elemento, un nuevo acto psíquico (Freud, 1967).

Justamente es este acto psíquico que deja entrever Freud (El estadio del espejo) el que le da al niño la posibilidad de ser uno, y así emprender el camino de la diferenciación. Antes, se puede hablar de cuerpo, pero únicamente de partes de este, es decir: partes de ninguna totalidad, partes que representan parcialmente la función que las produce. La parte por el todo (autoerotismo), el niño es “pis”, es “caca”, es “incoordinación”, es “dolor”, pero es a partir del estadio del espejo que se puede hablar del todo (imagen unida del cuerpo), y las partes de ese todo; por ejemplo, en la fragmentación, pues para que algo se fragmente, antes tuvo que estar unido. Fragmentación que no ocurre antes de que el niño experimente la fascinación y el júbilo frente a la imagen unida de su cuerpo. Lo imaginario como ilusión de completud, de totalidad.

Primeramente, el cuerpo del niño se constituye por proyección mental y solo luego, “si todo va bien”, ejercerá el dominio del propio cuerpo. De allí que las nociones de interno-externo, continente-contenido, adentro-afuera y yo-no yo, se podrán constituir recién cuando el niño juegue la presencia y la ausencia (Fort-Da), solo después de la fase especular o fase llamada narcisista.

Esta fase narcisista es precedida por el autoerotismo, donde no hay noción de superficie unida, de cuerpo propio, entero, y por lo tanto, si bien hay erogeneidad, porque hay zonas erógenas y hay displacer (dolor corporal), estas no pertenecen todavía a ningún cuerpo, pues no hay noción de unidad. Hay partes de sensaciones corporales desorganizadas.

Es a partir de la unificación especular que se constituye el esquema mental del cuerpo y, a partir de allí, podemos hablar del cuerpo como unidad imaginaria y de fantasías de fragmentación corporal, diferenciándose así de las sensaciones caóticas, divididas y desorganizadas del cuerpo que hasta ese momento acosaban al niño.

El cuerpo imaginario es el cuerpo de las imágenes. Efecto de identificación con una imagen, esta imago imaginaria de unidad, espacio ilusorio y virtual constituye el “yo ideal”, “ideal” de perfección a alcanzar, y es inconsciente. Imagen que no es constituida sino que es constituyente del cuerpo de un sujeto. Imago que hasta podríamos decir es la causa del cuerpo, subvirtiendo el andamiaje de la función anatómica.

Así, el sujeto cree ser esa imagen que él hizo de sí, pero como nunca coincide totalmente con ella, siempre busca reasegurarse y volver a reconocerse, situación imaginaria que se repite constantemente. Por eso, por ejemplo, si un sujeto durante un tiempo prolongado no se mira en el espejo, necesitará hacerlo para reasegurarse de esta imagen corporal que nunca lo satisface del todo y que perpetúa incesantemente esa búsqueda de completud imaginaria.

El cuerpo en lo imaginario es así lo referente a las imágenes. El niño, para constituir su espacio y su cuerpo, no solo deberá identificarse con la imagen especular, sino que también deberá separarse de ella. Para eso generará un espacio y un cuerpo diferentes del cuerpo materno.

De ser uno con la madre, a poder separarse de ella. Es en este pasaje en donde surge la zona transicional, tanto en el pequeño como en la madre. Al niño, esta zona transicional le permitirá soportar la ausencia de la madre, y a la madre la ausencia del hijo.

Es claro que lo transicional no es el objeto. Este representa la transición del bebé, de un estado en que se encuentra fusionado a la madre, a uno de relación con ella como algo exterior y separado (Winnicott, 1982, p. 32).

De este modo, el niño comenzará a soportar la ausencia materna, y este camino lo va a recorrer jugando. Estos juegos de presencia y ausencia le permitirán finalmente al infante encontrar una puerta entreabierta para separarse del cuerpo materno.

Es lo que Freud explicitó con respecto al ya célebre juego del Fort-Da en 1920. Juego “primordial”, conquista simbólica que marca el cuerpo del niño, posibilitándole representar la ausencia en la presencia, y la presencia en la ausencia.

Esta separación simbólica implica cierta agresividad para poder abrirse a un nuevo espacio correspondiente a la tridimensionalidad o, dicho de otro modo, un espacio de dimensión tres, lo que implica un cuerpo, un movimiento, un mundo de tres dimensiones.

En el juego de Fort-Da aparece una nueva dimensión en el espacio: al lanzar el carretel allá, el niño se define simultáneamente aquí, donde él se encuentra, y se sitúa en relación con un afuera, que solo existe como correlato de una intención agresiva que parte del aquí (Sami Ali, 1976 p. 49).

Al partir de este jugar se producirán una serie de transformaciones y diferenciaciones en el sujeto, por ejemplo entre el yo-no yo, cerca-lejos, continente-contenido, interno-externo.

Hay un pasaje, entonces, a partir de la operación del Fort-Da: el niño pasa de ejercer un dominio imaginario del cuerpo a ejercer un dominio simbólico. Es la dimensión del Otro lo que desde el nacimiento genera en el cuerpo del niño una discontinuidad, es decir una diferencia, un más y un menos, la ausencia y la presencia, lo que en él producirá a posteriori, après-coup, la agresividad necesaria que le permitirá no quedar esclavizado en lo imaginario.

El cuerpo real es el cuerpo “cosa”, ese imposible que al decir de Lacan “no cesa de no inscribirse”. Puro cuerpo “cosa” que está siempre en el mismo lugar, sin alcanzar el nivel de la representación. El cuerpo en lo real es este cuerpo no ligado, no investido, ese resto no articulado a la combinatoria significante, por lo tanto no tiene realidad para el sujeto, ya que esta supone el registro imaginario y simbólico en juego. Sin embargo el cuerpo real tiene existencia, aunque carece de realidad. Esa pura existencia del cuerpo en lo real, esa pura “cosa”, es lo imposible, lo no representable.

Ya ubicamos el cuerpo en lo simbólico (con relación al lenguaje), en lo imaginario (con relación a las imágenes) y el cuerpo en lo real (con relación a lo imposible, lo no representable). Es necesario para nuestra mirada psicomotriz que nos detengamos ahora brevemente en el cuerpo biomecánico, la “entidad física”, en ese particular andamiaje motor que se sustenta en sus particulares leyes de maduración y crecimiento.

El movimiento evoluciona de lo automático a lo voluntario para que luego ciertos movimientos vuelvan a automatizarse. “Los reflejos son una reacción automática estereotipada y localizada del organismo ante un estímulo específico” (Coste, 1978).

Los primeros movimientos automáticos, subcorticales, son los llamados reflejos arcaicos, ligados a la estructura neurológica y madurativa del sistema nervioso. Estos primitivos reflejos irán desapareciendo con las nuevas adquisiciones madurativas del organismo. No nos detendremos aquí a mencionar todos los reflejos arcaicos, los pasos o secuencias madurativos del cuerpo ni sus progresivas adquisiciones, pues de estas se han ocupado generalmente todos los autores en el campo psicomotor y psicogenético. Enunciaremos, sí, las leyes generales de la maduración motriz del cuerpo: la dirección del crecimiento y de la maduración se dan en forma invariable con la siguiente direccionalidad: céfalo-caudal, próximo-distal. La dirección céfalo-caudal implica que la maduración y el crecimiento van desde la cabeza a los pies. Todos los organismos que tienen cabeza y cola cumplen indefectiblemente esta ley biológica.

La dirección próximo-distal es desde el eje del cuerpo hacia la periferia. Así, el niño dominará primero los movimientos de cuello y cabeza que la postura de sentarse. Y adquirirá el dominio de la motricidad gruesa (movimientos globales, amplios, generales) antes que el de la motricidad fina (movimientos discriminados, pequeños y específicos).

La dirección del desarrollo se da entonces de lo simple a lo complejo, de lo general a lo específico y de lo homogéneo a lo heterogéneo. Este desarrollo motor concerniente al cuerpo en lo biológico, con todo su aparataje biomecánico, no se puede constituir en humano si no está ordenado en un universo simbólico. Que esté ordenado simbólicamente implica que hay prohibiciones, leyes que lo rigen, y toda ley está hecha de palabras, de lenguaje.

El niño por sí mismo no puede ponerse un nombre, no puede darse un ser, no puede tener un cuerpo. Pero habiendo recibido un cuerpo y un nombre del Otro, puede ser; es decir, ser diferente de las cosas y, por eso, nombrarlas y nombrarse.

Accedemos a tener un cuerpo solo a partir de lo que el otro con su cuerpo pone, del lenguaje, en acto, y es este Otro (que la madre encarna) quien seduce, quien libidiniza su cuerpo. Y, sin embargo, es quien luego está prohibido, prohibición edípica que delinea su cuerpo sexuado.

No hay cuerpo del hombre sin ley y no hay ley sin palabras, sin una palabra que hable al cuerpo. (...) La ley, al someter al cuerpo a la palabra, articula al hombre con las fuentes mismas de su origen simbólico. (...) La ley no es en un primer lugar una ley ética o moral, sino la instancia que articula la conducta, la producción del cuerpo al don de la palabra; ella signa la transmisión y generación de vida (Vasse, 1977, p. 122).

La ley, lo simbólico, nos diferencia de los animales. Ellos se mueven instintivamente, o sea, su movimiento responde a una necesidad instintiva, hay un objeto para su necesidad. En cambio, en el hombre, el deseo es polívoco, no hay un objeto para el deseo humano, por eso puede elegir, mentir y hablar.

Al ser inscripto por el deseo del Otro, el cuerpo humano dice; lo hace en sus posturas, en sus actitudes corporales, en sus gestos y en sus movimientos, por eso no se trata de una mera acción motriz sino de un acto, de una praxis, de un acto de decires, deseante. Por eso es psicomotor: porque toda la motricidad humana está tomada por el lenguaje. No es que al moverse comenzará a hablar o a conocer el mundo que lo rodea, sino que, al nacer en un universo simbólico que le permite desear, el niño deseará moverse y deseará ser eso que desea el Otro, y así conocerá el mundo parlante que lo circunda y lo determina como sujeto de discurso. El lenguaje envuelve, captura, palpa y entrelaza al cuerpo del sujeto.

Cuando se observa a un niño con una perturbación severa, como por ejemplo el autismo, se tiene la impresión de que el cuerpo lo domina a él, que el niño no puede apropiarse de su cuerpo (el goce y el cuerpo están unidos). Es el puro cuerpo, la pura “carne”, la no ley, la ausencia de legalidad, el puro real, pero allí no hay un sujeto. Este puro cuerpo “cosa” no cae, presentifica la inercia, la no diferenciación, la no diferencia, ya que no ha sido marcado, no ha sido inscripto por ninguna ley, pues no ha tenido un Otro donde reflejarse y a partir de quien diferenciarse.

De lo que se trata es de generar faltas en esa corporalidad, para que así comience a demandar, a desear, a hablar, a emitir un discurso. Transcripción que ubica al cuerpo en ese tránsito de lo carnal a la letra; de lo motor a lo psicomotor.

La clínica psicomotriz

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