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El inspector Zamagni y el agente Finocchi se dividieron las tareas: uno contactaría con los amigos de Lucia Mistroni mientras que el otro hablaría con los parientes.

Por el momento, lo más importante era encontrar información sobre la muchacha y las personas con las cuales tenía un contacto más íntimo.

Los posibles avances llegarían en su momento, como una consecuencia lógica.

Comenzaron por la mañana temprano, telefoneando a cada una de las personas para programar los encuentros: esto serviría, además de para obtener alguna información de utilidad, para conocerles y hacerse una idea preconcebida de ellos.

Stefano Zamagni consiguió hablar, en el mismo día, con Dario Bagnara y Luna Paltrinieri.

Los dos, le dijeron, eran desde hacía mucho tiempo amigos de la muchacha muerta, y ambos quedaron mudos cuando supieron la noticia.

El señor Bagnara era un agente inmobiliario que trabajaba en una agencia en vía de la Barca.

Él y el inspector se citaron en la oficina del primero, a donde Zamagni llegó puntual a pesar del tráfico.

“Buenos días, ¿es usted Dario Bagnara?” comenzó Zamagni.

“Sí, soy yo.”

“Encantado de conocerle. Me llamo Zamagni… Stefano.”

“Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? Preguntó el agente inmobiliario. “Para mí ha sido un golpe durísimo. Todavía estoy conmocionado. Estaré encantado de ayudarle en todo lo que sea posible.”

“Gracias,” dijo Zamagni, “Mientras tanto, podría contarme cómo había conocido a Lucia y desde cuánto tiempo se conocían.”

“Desde hace mucho tiempo,” respondió Bagnara, “Éramos compañeros en el instituto.”

“Entiendo. Por lo tanto puedo imaginar que os conocíais muy bien.”

“Sí, claro.”

“¿Y una vez que terminasteis en el instituto? ¿Habéis seguido viéndoos habitualmente?”

“Sí, aunque no con mucha frecuencia. Organizábamos algunas cenas, entre amigos. Yo, ella y Luna, otra compañera del instituto. Digo que no muy frecuentemente porque, desde el momento en que se había prometido a Paolo, ocurría a menudo que saliesen ellos dos solos.”

“¿Cuál ha sido la última vez que os habéis visto?”

“La semana pasada. Estábamos los tres. Generalmente cuando quedábamos no venía Paolo.”

“¿Por qué?”

“Lo habían decidido así. Era una salida con amigos, sin novios ni novias.”

“También Paolo… Carnevali, ¿quiere decir?... ¿También él estaba conforme con este acuerdo?”

“Sí, quiero decir también él. Al comienzo no estaba muy de acuerdo con esto de que nos viésemos los tres solos, quizás por celos… no sé decirle. Después, sin embargo, parece que consintió sin problemas.”

“Comprendo. Antes mencionó a… ¿Luna?”

“Sí, Luna Paltrinieri. ¿Ha hablado con ella?”

“No, todavía no, pero tengo una cita con ella en el bar donde trabaja dentro de una hora.”

Dario Bagnara asintió.

“También ella es una muchacha muy educada.”

En ese momento entró un cliente potencial que preguntó se podría hablar con algún empleado de la agencia inmobiliaria. Estaba buscando un piso en venta.

“Un momento tan solo y le atiendo”, le respondió Bagnara y, volviéndose a Zamagni: “Si quiere puedo decirle a la señora que vuelva más tarde.”

“No se preocupe, haga con tranquilidad su trabajo. Nos veremos pronto.”

El agente inmobiliario dio las gracias a Zamagni y, mientras el inspector salía, pidió a la cliente que se sentase.

A la hora establecida Stefano Zamagni llegó al bar de Luna Paltrinieri, en la vía Andrea Costa, relativamente cercano a la agencia inmobiliaria donde trabajaba el señor Bagnara.

“Buenos días, ¿es usted Luna?” preguntó Zamagni cuando no había clientes.

“Sí, soy yo”

“Inspector Zamagni.”

“Encantada de conocerle. ¿Le apetecería un café?”

“Con mucho gusto, gracias.”

La muchacha le preparó el café y se lo sirvió con un sobrecito de azúcar blanco, uno de azúcar de caña y uno de miel.

Mientras bebía el café amargo Zamagni dijo: “Necesito hablar con usted de Lucia Mistroni.”

“Haré todo lo posible por ayudarle.”

“Gracias. Mientras tanto, ¿podría decirme cómo era su relación con la muchacha? Sé que erais compañeras en el instituto.”

“Es verdad. ¿Por quién lo ha sabido, si puedo preguntar?”

“Hasta hace poco estuve hablando con el señor Bagnara. Fue él quien me dijo que los tres habíais ido juntos al instituto. Espero que no le resulte un problema.”

“Entiendo. No, por supuesto que no es un problema.”

Zamagni bebió el último sorbo de café y la camarera, después de haber puesto la tacita, el platito y la cucharilla en la cesta del lavavajillas, contó al inspector que efectivamente ellos tres habían sido compañeros en la escuela, que habían conectado desde el principio del primer año escolástico y habían mantenido la amistad incluso después de haber pasado la selectividad. Cada uno con su propio trabajo habían conseguido verse por lo menos una vez a la semana, durante el fin de semana.

“Con respecto al trabajo, ¿me sabría decir donde trabajaba la señorita Mistroni? Su madre no ha conseguido precisarlo.’”

Le dijo el nombre de la empresa y que trabajaba como jefe de departamento de marketing con el extranjero, después añadió: “Me debe perdonar, pero hablar de ella me entristece muchísimo.”

Y comenzó a llorar.

“La entiendo perfectamente y siento mucho todo lo que ha sucedido. Nosotros, por desgracia, debemos continuar haciendo nuestro trabajo y encontrar al culpable.”

“Lo sé,” dijo la muchacha, añadiendo a continuación. “Espero que lo encontréis pronto.”

“Eso espero.”

“Gracias.”

“De nada,” dijo Zamagni. “¿Podemos contar con su ayuda cuando la necesitemos?”

“Por supuesto.”

“Perfecto,” le agradeció el inspector. “Creo que por ahora es suficiente. Vendré aquí cuando necesite hablar con usted de nuevo.”

“Lo esperaré.”

Zamagni se despidió de la muchacha con una sonrisa y salió del bar con la viva esperanza de poder resolver el caso.

Quedaban todavía dos amigos de Lucia Mistroni por interrogar, entretanto le había llegado un nuevo dato: enseguida podrían visitar al empresario que la había contratado. Durante el recorrido en coche hasta su oficina, Stefano Zamagni se preguntaba cómo estaría yendo la búsqueda de información del agente Finocchi.

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