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Davide Pagliarini no conseguía apartar de la cabeza aquel accidente. Soñaba con él por la noche, como una pesadilla constante, y claro que no habría querido que ocurriese.

Estúpido, se repetía, soy un estúpido, ¡he matado a un niño! Estaba esperando el juicio, esperando, con la ayuda de un buen abogado, de conseguir por lo menos reducir la pena. Mientras tanto vivía preso de sus remordimientos. A media mañana de aquel día sonó el timbre de casa.

“¿Quién es?” preguntó por el portero automático.

“Una carta certificada. Tiene que firmar.”

El cartero.

Pagliarini descendió a la entrada del edificio, firmó, cogió el sobre y volvió a subir a su piso.

El remitente era el Tribunal de Bolonia.

Objeto: aviso de comparecencia.

Abrió el sobre y descubrió que debería presentarse dentro de dos semanas exactas a las diez y que, si no lograba encontrar un abogado defensor, le sería suministrado uno de oficio.

Dejó la carta sobre la mesita del salón, después marcó el número de su abogado defensor.

“Mantente en calma y verás como saldremos adelante.”

El abogado sabía ya toda la historia, ya que se la había contado por teléfono el mismo Pagliarini al día siguiente de ocurrido el accidente.

Me condenarán, había dicho, no puedo zafarme de ninguna manera.

El abogado había intentado, también esta vez, tranquilizar a su cliente diciéndole que encontrarían algo que lo ayudaría por lo menos a conseguir una pena reducida, e incluso a pagar sólo una multa. Aunque se daba cuenta que no sería nada agradable de contar a los parientes de la víctima.

Lo conseguiremos, le había repetido el abogado, verás como lo conseguiremos.

Ahora lo descubrirían: ese día estaba a punto de llegar y Davide Pagliarini estaba muy preocupado, a pesar de las palabras de su abogado.

Quedaron para verse al día siguiente y hablar del asunto en privado.

Cuando Pagliarini y el abogado se vieron en la oficina de este último, la primera cosa que hicieron fue un resumen de lo ocurrido.

“Había salido de la discoteca. Cuando estaba en la carretera de circunvalación de Bolonia estaba eufórico, he presionado el pedal del acelerador a fondo, sin percatarme de la velocidad a la que iba. Cuando llegué a un cruce, donde estaba el semáforo en verde, golpee a un chaval que estaba atravesando la carretera en el paso de cebra.”

“Aquella persona estaba atravesando la carretera a pesar de saber que en aquel momento no habría debido hacerlo. El semáforo del peatón estaba en rojo, imagino.”

Pagliarini asintió, esperando que su recuerdo fuese real y no estuviese distorsionado por las drogas.

“Ahí está, ves, hemos encontrado un punto a nuestro favor.”

“De acuerdo,” dijo Pagliarini, “pero ¿qué hacemos con el hecho de que yo me hubiese puesto a conducir después de haber tomado una de aquellas malditas pastillas? ¡Maldita sea! No las había tomado nunca, me he dejado liar por el tipo de dentro, aquel que me la ha dado. Me ha dicho Verás cómo te sentirás mejor y yo me he dejado convencer.”

El abogado meditó durante un momento.

“La cuestión de la pastilla no le favorece”, dijo finalmente, “de todas formas conseguiremos salir de esta. Debe fiarse de mí.”

“¡Ojalá! ¿Qué debo hacer mientras tanto, estos días? ¿Algo en concreto? ¿Necesita una declaración mía?”

“Por ahora no. Contará todo en el tribunal. Intente permanecer tranquilo y verá como todo se resolverá.”

“Me fío de su experiencia.”

“Perfecto. Ahora vuelva a casa y relájese. Apareceré cuando sea necesario.”

“Se lo agradezco infinitamente.”

“De nada. Es mi trabajo.”

Después de despedirse el abogado comenzó a pensar en cómo llevar a cabo este caso en los tribunales, y Davide Pagliarini regresó a casa. Seguiría el consejo que le habían dado: relax absoluto hasta el día del juicio.

Atropos

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