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No era gran cosa, pero quizás habÃan encontrado una pista que seguir, en espera de los resultados de los análisis del piso de Lucia Mistroni.
Sobre la hora de la comida, el inspector Zamagni, acompañado por Marco Finocchi, se presentó en el portal número 10 de vÃa Cracovia, para hablar con Paolo Carnevali.
Tocaron el timbre sin que respondiesen, esperaron algunos minutos y no consiguieron entrar en el edificio hasta que llegó una señora anciana que volvÃa de dar un paseo con el perro.
â¿Podemos entrar, señora?â, preguntó Zamagni.
âNo se permiten los vendedores ambulantes, lo siento. Asà que, si sois de esos, podéis ahorraros el esfuerzo e ir a otro sitio.â
âEstamos buscando al señor Carnevali. ¿Lo conoce?â
â¿Quién lo busca?â, querÃa saber la señora, probablemente reacia a relacionarse con los desconocidos.
âNecesitamos hablar con él. No es nuestra intención molestarle ni hacerle daño,â explicó el inspector mostrando su identificación.
â¡Madre de Diosâ¦!â, fue la reacción de la anciana. â¿Qué desaguisado ha hecho el muchacho? Parece una buena persona.â
âNo se preocupe,â la tranquilizó el agente Finocchi, âsólo queremos hablar con él.â
âDe todas formas creo que a esta hora está trabajandoâ, explicó la señora.
â¿Cuándo lo podrÃamos encontrar? ¿Sabe a qué hora volverá?â
âA no ser que tenga algún compromiso personal después del trabajo, por lo general me lo encuentro entre las 18 y las 18:15 todos los dÃas de la semana. Salgo con Toby para el paseo de la tarde y, cuando vuelvo, él está aparcando o subiendo las escaleras.â
â¿SabrÃa decirme qué automóvil tiene el señor Carnevali?â
No entendÃa de esas cosas, explicó la señora, porque no era una experta en automóviles. Los únicos medios de transporte que conocÃa bien eran los autobuses, que los usaba para ir desde casa hasta el centro de la ciudad el domingo después de comer.
âSe lo agradezco igualmente, señora,â dijo Zamagni, âVolveremos por aquà esta tarde.â
Los dos se despidieron de la señora y de Toby, que no la habrÃa seguido a no ser que cualquiera de los dos lo hubiese acariciado, y regresaron al auto en que habÃan llegado.
No tenÃa ningún sentido esperar tantas horas la llegada de Paolo Carnevali, asà que decidieron que irÃan a la ComisarÃa de PolicÃa y Zamagni aprovecharÃa para escuchar las posibles novedades de la CientÃfica y del patólogo al que se le habÃa encargado la autopsia.
Sus padres estaban realmente felices con él, lo veÃan contento, y se mostraban orgullosos incluso con los parientes y los amigos de la familia.
Además de ir al colegio, hace algo útil y remunerativo, aunque fuese poco lo que podÃa reunir.
No era mucho, pero para un chaval que estudia siempre es mejor que nada.
Era asà como hablaban sobre el trabajillo que habÃa encontrado su hijo.
No es el único, de esta forma ha conocido otros chavales de su edad con quienes, a veces, sale a pasear, se encuentran en los jardines Margherita o en la Plaza Mayor el sábado después de comer, se divierten, y a veces se va a cenar fuera con ellos.
Con el poco dinero que gana se lo puede permitir sin que nosotros le demos ni un euro.
Era un trabajo fácil, se trataba sólo de repartir publicidad. ¿Quién no sabrÃa hacer un trabajo semejante? Sólo hacÃa falta distribuir los panfletos publicitarios por todas partes. En los edificios, en los lugares públicos o en la calle, y nada más. No le pedÃan nada más, ninguna obligación.
Fácil, tan fácil como beber un vaso de agua.
Y era aquello lo que hacÃa cada dÃa después de comer, una hora o al máximo dos al dÃa, sólo en los dÃas entre semana, después de haber ido a la escuela y haber terminado los deberes. El fin de semana reposaba, se divertÃa y gastarÃa una parte mÃnima del dinero ganado: como muchacho diligente que era, habÃa llegado a un acuerdo con sus padres para que se quedasen la mitad; ahora que tenÃa la posibilidad, querÃa contribuir en lo que podÃa con los gastos de la casa.
Continuaba de esta manera con su trabajo, con la tÃpica frivolidad de su edad, sin preguntarse ni siquiera qué clase de publicidad era.