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A la mañana siguiente, el capitán Luzzi pidió a Zamagni y Finocchi que le pusiesen al día con respecto al caso de Lucia Mistroni.

“Estamos interrogando a amigos y parientes,” explicó el inspector, “a continuación deberemos hablar con el empresario que contrató a la muchacha. No podemos excluir que el culpable pueda ser un compañero de trabajo.”

“Los parientes a los que he escuchado”, añadió el agente Finocchi, “no han escondido el tema de las llamadas telefónicas amenazantes que parece que recibía la muchacha. Parece que tenía mucho miedo, por lo menos por lo que me ha hecho entender la prima.”

“Bien, continuemos a buscar e id enseguida a ver a las personas que todavía debéis interrogar.” Concluyó Luzzi.

Zamagni y Finocchi asintieron, así que salieron a la calle con el fin de hablar con el jefe de la muchacha y con dos amigos que estaban en la lista que les había dado la madre de Lucia Mistroni.

El inspector comenzó con Beatrice Santini, que gestionaba un estanco en vía San Felice.

Cuando llegó, en el negocio no había nadie.

“No quisiera molestar.”

“¿Qué desea?”, preguntó la dueña del estanco.

Zamagni le mostró la placa, y a continuación añadió que le gustaría hablar con ella sobre Lucia Mistroni.

“Para mí ha sido un golpe muy duro. Me ha dado la noticia la madre,” dijo Beatrice Santini que no parecía sorprendida por la visita de un inspector de policía.

“Comprendo. ¿Me puede decir cómo se ha enterado?”

“Me he enterado por casualidad. Había ido a casa de su hija para charlar un poco. No la he encontrado y, mientras estaba esperando en la puerta de entrada, porque no sabía si de verdad no estaba en casa o si quizás estaba tardando en responder, vi que pasaba su madre. Me ha preguntado que por qué estaba allí, si estaba buscando a Lucia y si no sabía todavía lo que le había ocurrido. Caí de la burra, no sabía nada. Me quedé de piedra y, cuando me ha dicho que la policía estaba investigando el asunto, ha añadido también que os había dado una lista de personas que conocían a Lucia, los parientes y los amigos más íntimos, por lo que esperaba vuestra visita.”

“Entendido. ¿Qué clase de relación tenía con Lucia?”

“Nos llevábamos muy bien. Por lo general Lucia no peleaba jamás con nadie, era una muchacha con un carácter estupendo.”

Zamagni asintió.

“¿Sabe por casualidad si le había ocurrido algo últimamente que podría haber influido en su vida privada?”

“No, nada que yo sepa.”

Un cliente entró, pidió una cajetilla de cigarrillos y, cuando salió, también Zamagni se despidió de la muchacha.

“Por ahora creo que es suficiente. Le pido que esté disponible y, en el caso de que recuerde algo que crea que es importante, me lo haga saber.”

Mientras la muchacha asentía él le dejó el número de teléfono de la Comisaría.

“Pregunte por mí. Soy el inspector Zamagni.”

“De acuerdo.”

El último contacto que había escrito la madre de Lucia era Fulvio Costello, un empleado de la oficina de Correos de vía Emilia, en el distrito Manzini.

Cuando el inspector Zamagni llegó a su destino había poca gente, de esta manera pudo preguntar sin problemas quién era el responsable de la oficina y, al mismo tiempo, hablar un poco con el empleado.

El responsable habló un rato con el hombre para explicarle la situación, por lo que Fulvio Costello se ausentó de la ventanilla y fue a la parte de atrás para hablar con Zamagni.

“Siento las molestias. Soy el inspector Zamagni. Quería hablar un poco con usted sobre Lucia Mistroni.”

“¡Santo cielo! ¿Qué le ha ocurrido?,” preguntó el hombre, ignorante de los acontecimientos de las últimas horas.

“Ha pasado a mejor vida. Siento decírselo así. Suponemos que no ha sido una muerte natural.”

El empleado de Correos quedó un instante en silencio, a continuación preguntó si tenían alguna idea sobre quién era el culpable.

“Por desgracia, todavía no, pero estamos trabajando duro para encontrarlo lo más pronto posible.”

“Entiendo. Espero que ocurra pronto.”

“También nosotros lo esperamos”, dijo Zamagni, “Ahora me gustaría hacerle algunas preguntas, si está de acuerdo.”

“Por favor.”

“Gracias. En primer lugar querría saber como os habéis conocido, usted y Lucia.”

“Por casualidad, durante un viaje a Canadá.”

“Ya. ¿Y luego habéis mantenido el contacto?”

Costello asintió.

“¿Hablabais a menudo?,” preguntó el inspector.

“Todas las semanas, no, pero hablábamos con frecuencia.”

“¿Hace cuánto tiempo que os conocíais?”

“Dos años.”

“¿Puedo preguntar si, por casualidad, ha habido algo distinto a la amistad entre vosotros dos?”

“¿Por qué me lo pregunta?”

“Necesitamos tener información, para resolver un caso como este y la buscamos por todas partes.”

“Vale. Absolutamente, no.”

“Bien. ¿Tiene, por casualidad, alguna idea sobre quién ha podido tener un motivo para matarla? ¿O cualquier acontecimiento acaecido que haya podido tener como epílogo lo que ha sucedido?”

“No,” respondió el hombre, después de haber meditado durante un minuto. “Por desgracia, por lo que respecta a esto, no puedo ayudaros. En el caso de que se me ocurra algo más, os lo haré saber.”

“Muchas gracias.”

El jefe de la oficina de Correos apareció por la puerta que daba a la parte de atrás. “¿Fulvio?”

El hombre se giró y dijo: “Creo que debo volver al trabajo.”

“Está bien,” dijo Zamagni, entendiendo la situación. “Le pido solamente que esté a nuestra disposición y no dude en contactar con nosotros en el caso de que recordase algo que pueda sernos de utilidad.”

“No hay problema,” dijo el empleado de la oficina de Correos.

El inspector asintió, después se despidió y salió de nuevo a la calle.

Ahora sólo quedaba por escuchar qué contaría el empresario que había contratado a la señorita Mistroni, puede que entonces tuviera bastante material para comenzar a hacer alguna hipótesis.

Atropos

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