Читать книгу Una mujer con alas - Fernanda Pérez - Страница 11

CAROLINA

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Después de los treinta viví cada cumpleaños como un peso y este no es la excepción.

En el trabajo tuve que aguantarme los chistes obvios sobre la edad y alguna otra que trató de atemperar el tema con la típica frase: “Lo llevás muy bien, parecés menos”. Me dieron ganas de preguntarle cuánto menos. Solo para escuchar respuestas boludas como “treinta y tres, treinta y cuatro”… Como si uno cambiara mucho entre los treinta y cuatro y los treinta y ocho.

Incluso, un técnico al que he cruzado no más de cinco veces se le ocurrió largar la típica: “¿Ya treinta y ocho y con el pescado sin vender?”. No podía creer que un tipo de mediana edad, en estos tiempos, dijera semejante huevada. “¿Y el pescado qué simbolizaría?”, consultó Leticia con malestar. Silencio total. Ella, siempre tan dispuesta a incomodar, volvió a la carga: “¿Sería la vagina?”. Silencio doblemente incómodo. “Porque nosotras no tenemos que andar vendiendo nada por ahí, querido. Te lo dejo pasar porque creo que todavía te falta bastante para deconstruirte, pero empezá de una vez; si no, vas a terminar llevando a tu mujer de los pelos arrastrándola por todo el barrio, muy a lo cavernícola”. Su tono fue cortante, pero a mí me sacó una sonrisa. La miré y le agradecí la intervención. El técnico salió espantado. “Sos tremenda”, le dije. “Pero no, qué desubicado. Es para darle una buena patada en el culo, de esas que te hacen volar tan alto que pasás hambre en el aire”, respondió. Largué una carcajada, las ocurrencias de Leticia podían transformar una tragedia en comedia.

Igual, y pese a las risas, a mí los treinta y ocho me pesan… Más aún, los siento como si ya fueran cuarenta y más.

Después del trabajo me fui a lo de mis viejos, a los que adoro, pero que tienen todas las ñañas propias de la edad. Los achaques, las anécdotas repetidas sobre mi nacimiento y esa especie de penumbra en la que habitan los mayores. Me los traje hace cuatro años del pueblo en el que crecí y en el que ellos vivieron siempre. Con dos hermanas en el exterior, era imposible resolver todo a la distancia. Tras muchas discusiones, y gracias a mi persistencia, logré que aceptaran la proposición de instalarse en la ciudad y dejar la casa intacta para que regresaran al pueblo cada vez que quisieran. Me da culpa admitirlo, pero juro que descanso cada vez que se van para allá. Más de una vez detesto a mis hermanas, cuya misión es solo enviar dinero para pagar gastos altísimos de empleadas, dos propiedades y una pila interminable de remedios.

Me volví la hija-enfermera, la hija-banquera, la hija que inventa programas para que tengan un día diferente, la hija que debe resolverlo todo: “Caro, el celular suena muy bajo”, “Caro, el techo de la pieza se llueve”, “Caro, me duele el hombro… ¿será el corazón?”, “Caro, no me acuerdo dónde dejé la tarjeta de débito”, “Caro, ¿me acompañás al cajero que no sé cómo se hace?”... Caro, Caro, Caro.

Soy algo así como una especie de hija única, lo que encima me vuelve el blanco de sus críticas: “Te dedicaste mucho a la profesión y poco a tu vida personal, por eso te quedaste soltera”, repite Yolita, mi madre, con ese tono imperativo que la caracteriza. Habitualmente no respondo. ¿Qué le voy a decir? ¿Que hace varios años mantengo una relación clandestina con un tipo casado? ¿Que el tipo en cuestión es además mi jefe y que no tiene ni tendrá jamás las pelotas de dejar a su esposa por mí?

“Ajá, puede ser”, respondo. He aprendido a no discutir. Digo “ajá” y pienso y hago lo que se me canta. Es una buena forma de sobrevivir.


Ya son más de las nueve de la noche. Para matar el tiempo abro el Face (una antigüedad de la que no logro desprenderme) y veo que tengo muchos saludos de cumpleaños. ¡Qué locura! Montones de mensajes que dicen cosas así como “feliz cumple, que la pases lindo”, “feliz cumple, bendiciones”, “feliz cumple y que tengas un gran festejo con tus seres amados”, “feliz cumple y…”.

“¡La puta que los parió!”, me digo. Tantos mensajes y aquí estoy, sola en el living, a medio vestir y esperando que Ernesto me responda a qué hora nos encontramos en el restaurante.

Veo que Leticia también anda navegando, estoy a punto de escribirle, pero me llega un mensaje por WhatsApp. “Perdón, Caro, no puedo hoy, tengo que resolver problemas en casa. No te enojes”. Como siempre, un mensaje seco, breve, de los que no pueden despertar demasiadas sospechas. Aunque suele borrar audios y mensajes, intenta ser cuidadoso a la hora de escribir… Estoy por romper la diplomacia y mandar a la mierda a Ernesto, pero me detengo. Prefiero no decirle nada.

Mi indignación me empuja a regresar al Face y contabilizar cuántos mensajes de cumpleaños tengo. Son setenta y seis; setenta y seis… y estoy sin nadie alrededor. ¡¿Qué hice para llegar a esto?! Tal vez fui demasiado intolerante con cada relación que tuve y “patológicamente” tolerante con Ernesto.

Hace unos cuantos años empezamos a salir, luego, la enfermedad de su único hijo instaló un intervalo. Cuando el niño se recuperó, regresamos. Entre nosotros hay algo fuerte, profundo, que va más allá del sexo. Pero en momentos como este me siento una infeliz.

Si a eso le sumo que dediqué mi vida a estudiar no una sino dos carreras, y a trabajar y a cuidar de otros y que tengo ese aire de mujer que todo lo puede y…

Trato de callar mi mente, esconder los motivos. Me permito lloriquear como una estúpida. Mi mente, con su habitual mecanismo de defensa, se traslada a un recuerdo feliz, a aquel cumple de diecisiete con mis amigos del pueblo, con Diego y los chicos de la banda tocando en un bar de mala muerte… El grupo se llamaba Los Orson Welles y hacíamos covers. No sé si éramos buenos, pero nos divertíamos.

Era la época del frenesí, los años de las ilusiones, los tiempos en los que se sueña con cambiar el mundo. Por eso estudié Trabajo Social y luego seguí con Psicopedagogía. Trabajé en cada sitio en el que sentí que podía hacer grandes cosas. Pero visto en perspectiva, no fueron tan grandes, ni tantas cosas.

“Todavía estoy a tiempo, puedo ir por algún sueño”, me repito. Sueno como esas estúpidas comedias norteamericanas y me avergüenzo de esa reflexión naïf que se instala en mi cabeza.

Yo, que siempre me burlé de la cursilería, quisiera que alguien me tocara el timbre con un ramo de flores, una caja de bombones… “Cosas que solo pasan en la ficción”, me reprendo.

El timbre no suena. No hay bombones, ni flores. Ni siquiera hay alguien. Estoy sola, con un par de zapatos altísimos que me interpelan desde el costado del sillón.

Con una convicción de esas que suenan a locura y a escaso sentido común, le escribo a Leticia: “Ya lo decidí, me tomo una licencia sin goce de sueldo y mando a la mierda al boludo de Ernesto. Es el cumpleaños más choto de mi vida”.

Una cosa es pensarlo, otra escribirlo…, más difícil será ejecutarlo.

Abro una cerveza y brindo por esos setenta y seis mensajes sin alma, por esta soledad que a veces sirve para decir basta. En YouTube la voz de Lila Downs suena a ruego: “Urge, una persona que me arrulle entre sus brazos / a quien contarle de mis triunfos y fracasos / que me consuele y que me quite de sufrir”.


Una mujer con alas

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