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CAPÍTULO 8 El efecto Diego

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A Carolina le encantaba producirse. Rara vez alguien la iba a encontrar “así nomás”. Se tomaba su tiempo para elegir la ropa, combinar colores, buscar accesorios, encontrar los zapatos y la cartera adecuados. Además, jamás salía de su casa a cara lavada. Podía ser un maquillaje natural y fresco, pero maquillaje al fin. Sin embargo, esa noche tenía la sensación de que se estaba probando demasiadas cosas. “Es solo una reunión”, se repetía. Aunque era consciente de que no se trataba de una reunión cualquiera, sino de un reencuentro con Diego después de muchos años sin verse.

Lo primero que buscó fue una pollera corta y una camisola semitransparente, pero al verse en el espejo le pareció que era mucho. Al fin de cuentas iba a un pub, a escuchar una banda. Recorrió sus pantalones y los dos o tres que se probó la hacían ver vieja. Finalmente se decidió por un jean y una remera casual que le sentaba muy bien.

Tenía que admitirlo: estaba alterada con la “cita”. Quería gustarle a Diego, quería que la volviera a mirar como algu­na vez lo había hecho. Le incomodó saberse tan vulnerable a su presencia. Durante su juventud ella se refería a esa sensación como el “efecto Diego”. Cuando él la llamaba, ella iba. Cuando él la buscaba, ella no lograba resistirse. Cuando él la lastimaba, ella lloraba en soledad. Cuando él aparecía, todos sus fundamentos para mantenerlo a distancia se desvanecían. Ahora, más de veinte años después de ese frenesí adolescente, el “efecto Diego” volvía a alterarla.

Eran casi las nueve y media de la noche cuando sonó el timbre. Debía de ser algún vecino de los departamentos. Ni siquiera preguntó quién era y abrió. Se quedó petrificada: Ernesto estaba allí, con una botella de vino en la mano, símbolo de una noche prometedora.

—¿Qué hacés acá? —Carolina no pudo ocultar su nerviosismo.

—Esperaba mejor recibimiento —admitió Ernesto y entró a la casa sin esperar su aprobación.

A ella no le quedó otra que cerrar la puerta y quedarse allí, observando un poco sorprendida cómo él se quitaba su saco y dejaba la botella sobre la mesa.

Al verlo así, de espaldas, con esos hombros anchos y su aroma exquisito logró quitarse de encima el “efecto Diego” para caer en otro peor: el “efecto Ernesto”.

—No me devolvías las llamadas, ni lo mensajes, te extrañaba y vine. —Se acercó y le pasó una mano sobre su cuello como para reafirmar sus palabras. Estaba a punto de besarla, pero, en un arranque de dignidad, Carolina se alejó.

—Deberías haberme avisado que venías. No es que me paso las noches encerrada.

—Ah, entonces tenías planes —expresó molesto. Pero no demostró la mínima intención de marcharse. Por el contrario, abrió el mueble en el que se guardaban las copas y sacó dos.

—Tengo una reunión —dijo ella.

—¿Reunión? Suena a algo laboral. Pero a estas horas es raro. ¿En qué andás, Caro?

—Es una reunión medio laboral y medio de encuentro con viejos amigos —prefirió el plural como para no quedar tan expuesta.

—Te pido disculpas si te molestó que viniera, no pude evitarlo. Ha sido mucho tiempo de no vernos…

Un Ernesto enojado era más fácil de esquivar. Este Ernesto sincero y tierno era irresistible.

Carolina se vio de pronto frente al cajón, buscando el destapador y supo que si esa botella de vino llenaba las copas, ya no habría retorno. Se sentía como una adicta en recuperación a punto de caer.

—¿Vos me extrañás, al menos?

—Sí, te extraño. —Carolina entregó el destapador, que fue casi lo mismo que entregarse a sí misma.

—¿Entonces por qué ese empeño en alejarte, en alejarme? Caro, nosotros nos amamos a nuestra manera. ¿Cuánta gente hay que tiene un matrimonio y no se ama, no se desea y hasta la pasan mal juntos?

—Como Claudia y vos —ella sonó mordaz.

—Sí, como Claudia y yo —admitió Ernesto.

—¿Y entonces, si sos tan infeliz con ella, por qué no la dejás?

—Porque no puedo, ya hablamos muchas veces de esto. ¿De verdad necesitás una libreta civil, un casamiento, una formalidad para que nos amemos?

Supo que la estaba engatusando, Ernesto era bueno para envolver con las palabras. Pero no solo la envolvió con palabras, sino que se acercó y con los dedos empezó a recorrer sus hombros. Sin pedir permiso, sus labios comenzaron a transitar por su cuello. Tal vez hubiera podido resistirse, pero no quiso hacerlo. Lo deseaba, había pasado noches enteras deseándolo. Se mintió repitiéndose aquella frase que usaba como pretexto infantil: “Solo una vez más, una última vez”.

Él olfateó su debilidad y la arrinconó contra la pared. Tomó el control de la situación. Besó su boca con autoritarismo y sus ma­nos empezaron a transitar descontroladas por debajo de su remera, apretando sus pechos, descendiendo por su jean. Ella también se dejó arrastrar y deslizó sus dedos dentro de su pantalón, clavando con ímpetu las uñas en sus nalgas. “Sigue teniendo un culo perfecto”, pensó. En pocos minutos se quitaron la ropa para terminar en el sillón, exaltados, inmersos en un revolcón descontrolado. Fue algo tan urgente que no hubo lugar para romanticismos, ni delicadezas. Acabaron rápidamente, agitados, con el sexo palpitante y la piel ardiente.

Al verse desnuda, entre los brazos de Ernesto, Carolina se sintió un poco desdichada. Ese hombre había llegado con un puñado de palabras bonitas, un buen vino, y ella había claudicado. Lo había disfrutado, sí. Pero le temía al después, a las horas venideras, a encontrarse de nuevo sola sabiendo que él regresaría a su hogar, a la cama que compartía con su mujer, a las obligaciones familiares, a los juegos con su hijo… Debía admitirlo: aunque se mostrara como una mujer libre e independiente, ella también soñaba con eso. Quería un entorno familiar, quería alguien con quien pasar la noche entera y compartir al día siguiente un café en pijama. ¡Hasta quería hijos! Todo eso se le había revelado a lo largo de esas últimas semanas.

—Lo que tenemos es demasiado bueno para perderlo —afirmó él.

—No, no es bueno para mí. —Carolina se levantó, se puso su vedettina y el corpiño velozmente. Siguió por la remera y para el último dejó el jean.

Él estaba por replicar cuando sonó el teléfono celular.

Carolina atendió preocupada. Miró el nombre y se sintió incómoda, como si estuviera por ser descubierta en medio de un engaño.

—¿Caro?

—Sí, Diego, ¿cómo estás?

—Yo, bien, pero como no llegabas, me preocupé. ¿Venís o no?

—Estoy un poco retrasada. —Comprobó con placer que Ernesto seguía atento la charla, tratando de atar cabos. Ella le hizo un gesto como para que empezara a cambiarse y él obedeció de mala gana.

—Bueno, esto recién va a largar en un rato… ¿Te espero?

—Dale, dame una media hora y estoy allá.

—¿Estás bien?

—Sí, después te cuento.

En cuanto cortó, Ernesto consultó incisivo.

—¿Quién era?

—Un amigo.

—¿Qué amigo?

—Uno con el que quedé para juntarme hoy, así que acelerá que tengo que salir.

—Con razón estabas tan cambiadita. Debe de ser un pendejo, por el look que llevás.

—Sí, es un pendejo —mintió.

—¿Y después venís a recriminarme lo de Claudia? Sos una hipócrita.

—¡Ay, Ernesto, por favor! Vos sos el que tenés una mujer a la que le metés los cuernos conmigo ¿y venís a lanzarme este discurso moralista? Dejame de joder. Terminá de cambiarte que me tengo que ir.

Antes de marcharse le recriminó:

—Ahora entiendo por qué no me llamaste más. Fue fácil olvidar con tanta sangre joven de por medio.

—No seas tarado, no hay ningún pendejo. Es un amigo de la juventud —se sinceró.

—Ah…, peor. —Cuando la escuchó decir ese nombre intuyó que podía ser alguien de quien había oído hablar varias veces, pero quiso desestimarlo. Ahora ya no tenía dudas—. ¿Es el famoso Diego ese con el que cantabas?

—No tengo por qué darte explicaciones.

—No las necesito, estoy seguro de que es ese Diego. Bueno, disfrutalo, por ahí se les ocurre armar una nueva banda y salir de gira por los pueblos.

—Chau, Ernesto —se despidió cortante y le dio la espalda. Él cruzó la puerta derrotado y se marchó en silencio.

Carolina volvió a rociar su cuerpo de perfume, volvió a cepillarse el cabello, volvió a delinearse los ojos y los labios. Hizo todo lo posible por borrar el paso de Ernesto. Diego la esperaba.


Arribó al pub pasadas las once. Había bastante gente y tardó en encontrar a Diego. Finalmente, lo vio apoyado en la barra, hablando con el barman y dos pibes. Caminó hacia él y durante esos pocos pasos corroboró su estado de nerviosismo. Se saludaron casi a los gritos, la música estaba fuerte.

—Al fin llegaste, ¿qué te pasó?

—Nada, justo cayó un amigo y…

—¿Amigo? —Su sonrisa burlona contagió a Caro.

—Un ex que ahora es amigo —aclaró. Se conocían demasiado y no había razón para engaños.

—Vamos al patio, reservé una mesa para nosotros, ahí vamos a poder hablar más tranquilos.

Se sentaron, Diego encargó una cerveza y empezó a preguntar lo del recital a beneficio. Carolina había olvidado que esa era la excusa de la reunión. Se sintió una tonta al vivir todo aquello como una cita cuando en realidad había otro objetivo de por medio. Tuvo que sincerarse, explicarle que había sido una idea de ella, pero que aún no lo había discutido con la gente del lugar. Diego preguntó más sobre La Colonia, y de pronto el nerviosismo de Carolina se fue disipando. Hablar de La Colonia, de su gente, de sus necesidades, la ayudó a relajarse.

—Y si tanto te gustaba ese trabajo e ir a ese lugar, ¿por qué lo dejaste?

—Necesitaba tomar distancia.

—Ah… Me imagino. Lo que necesitabas era tomar distancia de un hombre, no del trabajo —afirmó sin concesiones.

—Algo de eso —admitió.

—Tan propio de vos. Cuando un hombre te lastima, te vas.

Carolina sentía que estaban por empezar a transitar un tema engorroso y por eso no respondió. Pero Diego siguió:

—Como cuando te fuiste del pueblo. Esa mañana fui a la terminal.

—¿Qué mañana?

—Esa mañana en la que te tomaste el colectivo para venirte acá, viajaste con tu vieja, llevabas puesta una musculosa de los Guns.

—Yo no te vi y eso que te busqué. —A Carolina le conmovió que recordara ese detalle.

—Me escondí, no quería que supieras que iba a extrañarte. Cuando el colectivo se fue, supe que te había perdido para siempre. —Diego tenía espíritu de artista y por eso le gustaba hablar así, con los silencios y las pausas, como si se tratara del protagonista de una telenovela. En eso residía tal vez uno de sus mayores encantos.

—Ya me habías perdido antes, cuando te fuiste con Guada y después con otra, con otra, con otra y con otra… —rio Caro como para quitarle tensión a la charla.

—Era un pendejo.

—Eras un pendejo y además un idiota.

—Sí, también. ¿Nunca te pusiste a pensar qué hubiera pasado si...?

—Algunas veces. Pero quedate tranquilo, no habría funcionado.

Ambos sonrieron con complicidad. Carolina aprovechó el mo­mento para indagar sobre un tema que le causaba curiosidad.

—¿Por qué te separaste de tu mujer?

—Ella me dejó.

—Seguro que le metiste los cuernos —ella también afirmaba, sin concesiones.

—Sí. Bah, cuernos, me encontró en una pavada, pero no era la primera. Se hartó de mi vida noctámbula, de la desconfianza, de los engaños y se volvió al pueblo con Manuela, mi hija.

—¿Cuántos años tiene?

—Cumplió cuatro hace dos meses. Es hermosa. —Diego fue sincero al decir eso y a Caro le gustó esa ternura en sus ojos.

Volvieron a quedarse callados. La noche, la música de fondo, las confidencias… Una cercanía que rozaba la intimidad.

—Bueno, hablá con la gente de La Colonia, sabés que contás conmigo. Podemos hacer uno o dos shows a beneficio. Igual no son cosas sencillas, requieren varios trámites —propuso Diego, dispuesto a cambiar ese clima embarazoso.

—Dale, lo voy charlando y te aviso. —Caro no supo qué más agregar.

—Ya larga la banda, ¿me acompañás adentro y la escuchamos?

—OK.

Al levantarse, él la abrazó y dándole un beso en la sien, le confesó:

—Me encanta que nos hayamos reencontrado. Necesitaba a alguien como vos en este momento.

—Yo también —reconoció ella.

“Suficiente por hoy”, se dijo Carolina por dentro y avanzó al interior del pub sin darle a Diego tiempo para agregar o hacer nada más.

Comenzó el grupo y, entre tema y tema, iban compartiendo sus apreciaciones. De pronto, ella se dio cuenta de que había permanecido demasiado tiempo alejada de la música. En sus años más jóvenes había sido algo inherente a su vida y ahora algo en su ser volvía a vibrar entre los acordes de la guitarra y el ritmo de la batería.

Tras cinco canciones, Carolina se excusó diciendo que al día siguiente debía levantarse temprano, tenía que llevar a sus padres a unas consultas médicas. Se despidieron sin promesas de reencuentro ni indirectas. Con la naturalidad de quienes se conocen desde siempre y no tienen nada que simular.

Al acostarse se sintió extraña. Había estado en una misma noche con dos hombres. Diciéndolo así sonaba más audaz de lo que realmente había sido.

Una mujer con alas

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