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CAPÍTULO 7

La
domesticación


—Me acaban de devolver esta solicitud, completaste mal unos datos, fijate. —Leticia volvía con los papeles y se los dejó a Lola en la mesa sin dar demasiadas explicaciones.

—¿Qué falta? —Lola se puso nerviosa al comprobar que era uno de los pedidos de dosis de vacunas.

—Hay que especificar bien las edades y en el ítem en el que se pregunta si es de urgencia no basta con contestar que sí, tenés que justificarlo… Mirá, acá es donde lo tienen que completar los médicos de allá, así que cuando vayas de nuevo a La Colonia, acordate de hacerlo.

—¡Uy, pero se va a retrasar todo! —Lola recordaba que las dosis se habían pedido en tandas. En las otras planillas habían completado todo, pero entre tanta charla en la última le había quedado pendiente ese punto. Detestaba llenar planillas, aunque fuera algo sencillo siempre la ponía nerviosa. Detestaba también la burocracia.

—Y sí, por ahí esta partida se retrasa un poco... La próxima vez prestá más atención. Acá son muy detallistas y exigentes. —Ese día Leticia estaba insoportable, de muy mal humor.

—¿Quiénes son detallistas y exigentes? —Lola sacaba a relucir su carácter cuando algo le molestaba.

—Los jefes y la gente del área de Autorizaciones. —Leticia volvió a su escritorio y se enfrascó en la computadora.

—Sí, se nota —la ironía de Lola sorprendió a Leticia—. Los de Autorizaciones deben de ser tremendamente exigentes…, pero con la yerba del mate, porque se la pasan la mitad del día metidos en la preparación y en el cebado. Y los jefes, bue…; nunca vienen a trabajar, así que no podría precisar lo exigentes que son.

Víctor entró en ese momento. No entendía muy bien los reclamos de Lola, pero tampoco preguntó. Ese día tenía una nueva preocupación familiar y no estaba para liarse con cuestiones laborales.

—Voy hasta el área de Autorizaciones para ver si se puede hacer algo. —Lola partió con las planillas.

Víctor comentó:

—Es brava la piba.

—Acá, estos inoperantes la van a “domesticar” de a poco —respondió, sumida en el armado de una planilla de cálculo.

—Vos eras así cuando entraste —le recordó Víctor.

En ese momento, Leticia levantó la vista y trató de visualizarse en aquellos primeros años, peleando de oficina en oficina para que le autorizaran pedidos y proyectos. Más de una vez amenazó a sus colegas y hasta recibió unos cuantos apercibimientos por discutir con sus jefes… Tuvo el deseo de ir hasta Autorizaciones y apoyar el reclamo de Lola, pero se quedó en su silla, inmovilizada. Tal vez a ella sí la habían domesticado, pero deseó de corazón que con Lola no lo lograran.


La jornada de trabajo fue fatal. Discutir con los de Autorizaciones era lo mismo que hablar con una pared. Cerra­dos, fríos, inoperantes. Lola volvió a su oficina indignada. Víctor ya no estaba y Leticia hablaba con alguien por teléfono, intuyó que sería alguno de sus hijos.

Se dejó caer en su silla y empezó a refregarse los ojos en señal de abatimiento. Leticia la observaba de reojo. En cuanto terminó de hablar, se acercó a ella.

—Lola, no te pongas así… ¿Qué te dijeron los de Autorizaciones?

—Lo mismo que me dijiste vos, que lo arreglase la próxima vez que fuera.

—A ver, dame los papeles… Ya vuelvo.

Se sentía una estúpida, pero agradeció la intervención de Leticia. Debía admitirlo: no quería llegar a La Colonia y decir que se había olvidado un detalle y que por eso faltaría una partida de vacunas. Le avergonzaba quedar como “la tonta nueva” que hizo mal las cosas.

No pasaron más de diez minutos hasta que Leticia regresó.

—Mirá, se quedaron con las planillas. Van a tratar de hacer una excepción. Mañana a primera hora vamos las dos y les insistimos hasta que lo autoricen. Yo soy una rompehuevos infernal y me parece que vos también sos buena para quemarles la cabeza. Acá nada se gana por sentido común, sino por insistencia. Lamentablemente es así… Yo creo que lo vamos a lograr.

—¡Gracias! Me queda mucho por aprender.

—Tranqui, ya le vas a ir encontrando la vuelta a este laberinto burocrático.

Tras ese día agotador, al llegar a su casa sintió la necesidad de hablar con sus padres. Estuvo casi veinte minutos en el teléfono.

Cerca de las cinco de la tarde, Pablo le mandó un mensaje recordándole que esa noche tenían un asado en la casa de unos amigos: Vanina y Sebastián. Ya los había visto en otra oportunidad y en verdad no había congeniado con ellos. ¡Era lo que le faltaba para terminar un día complicado!

Al arribar a lo de los supuestos “amigos”, se encontraron con otros tres matrimonios, todos con niños pequeños.

Los hombres permanecían reunidos en torno al fuego de la parrilla hablando de trabajo. Ellas, en cambio, estaban en el comedor comentando los sucesos de sus pequeños: a una ya le habían sacado los pañales, otro comenzaba la guar­dería, Fulanita aún no dormía bien de noche, Menganito había estado con fiebre, etcétera. Si bien a Lola le gustaban los niños, esos temas la aburrían muchísimo. Encima, las mujeres no se esmeraban por incluirla en la charla; evidentemente, el hecho de no ser madre la situaba en una especie de categoría inferior frente a ellas.

—¿Y vos a qué te dedicás? —preguntó Lorena, las más ñoña del grupo. Tenía un modo insufrible de usar diminutivos para todo y además una voz de ardilla que le resultaba chocante.

—Soy trabajadora social.

Los ojos de las cuatro se clavaron en Lola.

—Sos de las que están en villas y ese tipo de lugares, ¿no? —Vanina habló con tanta naturalidad, que Lola no pudo evitar pensar: “¿Esta mina es boluda o se hace?”.

—Depende, hay trabajadoras sociales en muchos ámbitos, incluso en empresas.

—Ah, mirá vos —dijo una tercera mientras le limpiaba los mocos a su hijo de dos años—. Igual no es una profesión muy glamorosa.

Lola empezó a envalentonarse.

—No, no lo es. Pero ustedes saben de tareas poco glamorosas, ¿o no? Digo, cambiar pañales, escarbar en cacas, andar a cuestas con esas telitas para limpiar vómitos, que las tetas te exploten de leche, no es algo muy glamoroso que digamos tampoco. —No debería haber dicho todo eso, pero empezaba a darle una especie de ataque de incontinencia verbal.

—La maternidad es algo muy sublime. Pero hay que ser madre para entenderlo. —Vanina sonó malintencionada.

Como para bajar el nivel de beligerancia, Lola decidió apaciguar los ánimos con un poco de humor:

—Ya lo creo. Era solo un chiste. Y sí, la mía es una profesión poco glamorosa. Pero por suerte, porque esa palabra me cae mal. Siempre me pregunto ¿qué diablos es el glamour? ¿Oler rico, vestir elegante? Siempre recuerdo que en el casamiento de Máxima Zorreguieta mi mamá hizo un chiste al respecto. Cuando entraban todos esos nobles a la boda, dijo: “Dios nos libre del glamour si tiene que ver con los sombreros que llevan esas mujeres en la cabeza”… Algunas parecían un pájaro carpintero. —Lola no pudo evitar una carcajada. Las otras cuatro sonrieron por obligación, hasta que Lorena dijo:

—A mí me encantó la boda de Máxima y los sombreritos eran encantadores, muy bonitos. —Las otras tres reafirmaron con la cabeza y Lola decidió que era el momento de callar. No estaba logrando congeniar con el grupo.

Se disculpó y salió a la galería con la excusa de pedir fuego a los hombres para fumar un rato.

Ellos hablaban de trabajo, variables económicas y política. “Al menos no están discutiendo sobre si los bebés deben dormir boca abajo, boca arriba o de costado”, se dijo para sí y trató de quedarse junto a Pablo, escuchando.

Fumó ante la mirada reprobatoria de su novio, hasta que finalmente Sebastián la incluyó en la charla.

—Me contó Pablo que estás trabajando en La Colonia.

—Sí, hasta ahora he ido pocas veces, pero creo que es una buena experiencia.

—Debe de ser duro, ¿no? —dijo otro al que le decían Pepo.

—En realidad toda situación de marginalidad e indigencia es dura. No es sencillo sobrevivir cuando un ser humano no puede cubrir sus necesidades básicas.

—Sí, pero no hacen nada por cambiarlo, es algo cultural —opinó un tercero mientras pinchaba los chorizos. Lola hizo mala cara. Odiaba a la gente que decía ese tipo de cosas. Por eso lo desafió:

—¿A qué te referís con que es cultural?

—Que están acostumbrados a ser pobres, a no tener nada; ni siquiera les interesa trabajar o estudiar.

—Bueno, no es tan así. —“No debo entrar en esta discusión”, se advirtió, pero ese tercero estaba dispuesto a hacerla engranar.

—Mi empleada doméstica, por ejemplo. Siempre la tuvimos como una reina, ahora la blanqueamos y lo primero que hizo fue preguntarnos en qué fecha le daríamos las vacaciones. La tipa se va de vacaciones… ¿qué me dicen?

—Guau, ¡qué sacrilegio! —Lola fue lo suficientemente irónica como para obligar a Pablo a intervenir.

—Los derechos deben respetarse —resumió Pablo y Lola sintió su mano apretándola con firmeza en el hombro. Era el modo sutil que él tenía para decirle “no te enganches”.

—Igual, yo creo que sitios como La Colonia no cambian más. Viven desde siempre en la miseria y así van a seguir.

—Hay gente que genera proyectos para que vivan mejor —retrucó Lola.

El cuarto, que había permanecido callado, comentó:

—Una tía mía está en una fundación que trabaja allá, pero dice que la gente no participa, quieren todo sin esfuerzo y rápido.

—Esa gente se esfuerza hasta para llevarse un vaso de agua a la boca. Muchos ni siquiera tienen agua corriente. El concepto de “esfuerzo” no es igual para todos. Vos, por ejemplo, tu mayor esfuerzo en este momento es abrir esa botella de vino, en cambio para un niño que vive en La Colonia es lograr dormir aunque la panza le retumbe de hambre. Es fácil hablar cuando no se ha pasado hambre nunca…

—Yo hice dieta una vez —dijo Pepo y todos se rieron. “Definitivamente son unos boludos”, pensó Lola. No tenía sentido discutir con gente así.

—Nos vamos —dictaminó Pablo, y Lola lo adoró por esa actitud.

—Che, no se enojen, es un chiste —expresó Pepo.

—No nos enojamos, simplemente es que no me gusta que se le falte el respeto a mi pareja. Podemos coincidir o no en lo que cada uno piensa, pero la burla no me agrada. Igual entre nosotros todo está más que bien, cuando sea una reunión de hombres solos me avisan, por ahí puedo llegar a venir.

—No te calentés… —volvió a intervenir Pepo, esta vez un poco avergonzado.

—Los dejo, que la van a pasar mejor; es evidente que no les gustan las mujeres con ideas propias. —Pablo sacó de su bolsillo unos cuantos billetes de cien pesos y los puso sobre la mesa—. Aquí les dejo nuestra parte del asado.

—No, es mucha guita y además no comieron nada —replicó Sebastián, claramente incómodo con la situación.

—Es para que no pasen hambre. —Pablo era diplomático, pero también podía ser hiriente si se lo proponía.

Tomó a Lola del brazo, saludó uno a uno con cordialidad. Lo mismo hizo ella, pasaron por la sala, repitieron el rito con las mujeres y salieron de allí sin decir una palabra.

Ya en el auto, Lola dijo:

—Gracias.

—No hay nada que agradecer, son unos pelotuditos que han llegado a tener lo que tienen por legado familiar, no cuentan con inteligencia ni iniciativas propias. Igualmente, preferiría que hicieras un esfuerzo por ser menos vehemente. —Pablo estaba molesto con sus amigos, pero también con ella.

—Estaban diciendo estupideces.

—A veces hay que saber callarse. Uno no va por la vida diciendo todo lo que piensa, menos cuando el receptor es un idiota que no entiende nada.

—Perdón. —Lola estaba angustiada, en el fondo era consciente de que le estaba causando problemas a Pablo.

Él se movía en ese mundo y, aunque coincidiera o no, estaba inmerso allí con un objetivo claro: capacitarse, crecer y ganar dinero. Era un estratega, de los que diseñan todo. A él nada lo iba a sorprender más que una fatalidad. Todo lo demás, en su vida, estaría calculado.

Lola rozó su mano, que estaba sobre el cambio de marchas, y él le respondió el gesto con una caricia entre los dedos.

—Voy a aprender a controlarme, te lo juro.

—¿Justo ahora que te quiero descontrolada? —Sonrió con picardía, y a ella la invadió de pronto una tremenda excitación. Faltaban unas pocas cuadras para llegar a la casa.

Una mujer con alas

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