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CAPÍTULO 3

Una chica
Orson Welles


Pablo estaba tratando de explicarle al vocero de prensa el funcionamiento de unas aplicaciones que bien podrían servir para instalar temas gubernamentales. Trataba de concentrarse en los aspectos técnicos, aunque le costaba. El teléfono celular no paraba de vibrar. Las llamadas eran de Lola.

Cerca de las seis de la tarde pudo salir de esa reunión y en cuanto estuvo afuera se comunicó.

—¿Qué pasa, Loli?

—Perdón, ¿estabas ocupado?

—Sí, estaba en una reunión. Pero todo bien; ¿necesitás algo?

—Te quería contar que me invitaron a la despedida que le hacen esta noche a Carolina, la chica a la que voy a reemplazar. Es en Posit, un local del centro. ¿Querés que vayamos?

—Andá sola, mejor. ¿A qué hora es eso?

—Nos juntamos cerca de las nueve.

—Bueno, vos andá y yo aprovecho para reunirme con mis compañeros del secundario. Parece que una vez a la semana hacen una especie de after office y me invitaron. En todo caso, nos llamamos a la noche y te paso a buscar para que volvamos juntos. Lo mío es en el centro también.

—Dale, amor, quedamos así. Besos.


Lola llegó puntual y en el bar no había casi nadie, solo Caro y otra chica que creía haber visto en las oficinas.

—Ella es Laura, de Mesa de Entrada, y ella, Lola, mi reemplazante —las presentó la anfitriona.

Poco a poco, Carolina le contó a Lola que había decidido tomar la licencia para descansar un poco y desarrollar otros proyectos.

—En realidad, además de asistente social, soy psicopedagoga. Una amiga tiene unos consultorios y me pidió que me sumara a su equipo. Es un desafío y todo un riesgo, pero creo que puede ser una buena experiencia. Necesito un cambio de aire.

A Lola le fascinó que Carolina se atreviera a dejar ese trabajo estable para asumir proyectos nuevos. También se en­teró de que estaba soltera, sin pareja y que no tenía hijos. Estaban hablando del tema cuando llegó Víctor. Era un tipo de unos cincuenta años, pelado, antiguo en su modo de vestir y con la mirada apagada. Volvieron las presentaciones y a Lola le gustó que fuera tan amable con ella. Luego apareció Leticia acompañada por Alberto, su esposo. Lola se sorprendió de que alguien tan cortante como Leticia pudiera estar junto a un hombre tan encantador como Alberto. Ella la saludó formalmente, con esa especie de desconfianza que había demostrado desde el momento en que se conocieron, pero él fue muy amable. Además, intuía que lo de Leticia era una coraza, se le notaba su buen sentido del humor. Y le agradaba su franqueza.

Fueron sumándose uno a uno a la mesa.

Ya habían pasado las diez cuando vio llegar a un grupo que evidentemente no pertenecía a la oficina. Dos mujeres de pantalón oscuro y camisa con una cruz de madera en el cuello. Enseguida se dio cuenta de que eran religiosas. También un treintañero, alto, con barba de algunos días y facciones firmes, un matrimonio de unos cincuenta años, y una chica jovencita, rubia, preciosa y sin una gota de pintura en la cara.

—¡Qué suerte que vinieron! —Carolina se levantó y los recibió con cariño sincero.

—No podíamos dejar de venir, se nos va nuestro “San Expedito” —comentó el más joven.

—Vengan que les presento a la nueva “San Expedito” de la oficina.

Carolina se acercó hasta Lola y le dijo:

—Ellos son de La Colonia. Juan es médico, Mariana es la otra doctora; Lucio, su esposo, al que hemos bautizado con el apellido “de todo”, porque es al que le toca hacer “de todo”. —Se miraron con complicidad y sonrieron—. Las hermanas Lourdes y Victoria trabajan desde su comunidad y Lisa es maestra, hace un año que está en la escuela rural de Jacinta.

Intercambiaron algunas palabras cordiales. A Lola le gustó esa gente, aunque supo que iba a ser difícil ocupar el lugar de Carolina. Así lo había dicho el propio Ernesto Sánchez. En eso pensaba cuando lo vio llegar… ¡Por Dios! Ese hombre podía adueñarse de todas las miradas. Sin embargo, no se detuvo en él, sino que observó de soslayo a Carolina. Hubo algo que mutó en su rostro y ya no tuvo dudas: entre ellos el vínculo excedía lo laboral.

Carolina se acercó a Ernesto y Lola creyó leer en sus labios la palabra “viniste”. No supo qué respondió el jefe, pero sí le pareció que le hablaba demasiado cerca, casi rozándole la oreja.

A Lola le costó encontrarse en esa reunión, aún no pertenecía a ninguno de los dos grupos: ni al de la oficina, ni al de La Colonia.

No estaba cómoda y cada tanto consultaba si le llegaba algún mensaje de Pablo. Pero nada. Por suerte, había tomado la iniciativa de comprar cigarrillos. A Pablo no le gustaba que fumara, pero en esos meses había vuelto al vicio. No más de dos o tres por jornada, pero vicio al fin.

Aprovechó la excusa de salir a fumar y se escurrió hacia un patio interno que tenía el bar. Era una noche preciosa, prendió el cigarrillo y se puso a mirar a la gente que estaba dando vueltas. Adoraba los bares, la noche… No llevaba más de cuatro pitadas cuando sintió una presencia.

—Parece que vamos a trabajar juntos.

Era el médico. Creía recordar que se llamaba Juan, pero por las dudas consultó:

—Así parece. ¿Tu nombre era Juan, no?

—Sí, y el tuyo, Lola… Bah, supongo que así te dicen. —En­cendió su cigarrillo también, y ella miró sus manos. Eran lindas manos, propias de un hombre con personalidad.

—Me llamo Dolores, pero no me gusta mucho y todos me dicen Lola.

Hubo un silencio incómodo.

—¿Conocés La Colonia?

—No. —Estaba por explicar que ella no era de allí, pero se contuvo. No quería ahondar en detalles, en especial porque le molestaba tener que mentir u ocultar ciertas cosas.

—Es duro, no es un trabajo para cualquiera.

—¿Estás buscando desalentarme?

—No, te estoy alertando, porque me da la sensación de que sos muy joven y tal vez tengas una idea digamos “romántica” de la pobreza.

—No tengo ideas románticas sobre la pobreza —respondió con firmeza.

—Perdón —se excusó él bajando la vista—. Pongo mi voto de confianza en vos, intuyo que vas a andar bien.

—Si te habías propuesto intimidarme, lo estás logrando. —Lola volvió a sonreír.

—No es mi intención, no suelo intimidar a las mujeres. —Juan le devolvió el gesto con un toque de seducción que la descolocó. Sin pensarlo, Lola se detuvo en su boca. Rodeada por una barba bien recortada y tupida, esa boca parecía devorarlo todo… incluso a ella.

El sonido del teléfono celular la sobresaltó. Era un mensaje de Pablo diciéndole que la recogía en la esquina.

—Me voy, me están pasando a buscar. Nos vemos pronto. Un gusto.

—Claro, calculo que nos veremos la semana que viene.

—Sí, creo que el miércoles viajo a La Colonia. —Tiró la colilla y le dio un beso de despedida.

Volvió al interior del bar, recorrió esa mesa gigantesca para saludar a todos, le deseó suerte a Carolina y se marchó.

Juan la observó desde el vidrio. Era bonita, le fascinó el tintinar de sus pulseras, el movimiento de su pollera llena de piedras y colores, ese cabello castaño claro y ondulado que

le llegaba hasta la cintura. En su hombro se veían los últimos trazos de un tatuaje, parecía una mariposa, un ángel, algo con alas, seguro. Lola era de una sensualidad volátil, lo dejó envuelto en un exquisito aroma a cítricos.

Al regresar a la mesa, se acercó a Caro y le consultó:

—Carito, ¿la nueva es casada, tiene hijos?

—No, pero vive con su pareja y parece estar muy enamorada. No te hagas el vivo, que te conozco. Además, ¿cómo se te ocurre andar preguntando por una desconocida cuando llegás muy de la mano con esa otra pobre chica? —Carolina miró a Lisa y Juan le sonrió con un gesto pícaro.


Todos se fueron marchando de a poco, los últimos en irse fueron los de La Colonia. Ernesto no veía la hora de quedarse a solas con Carolina. Finalmente lo logró.

—Bueno, parece que la despedida llegó a su fin —dijo ella sentándose a su lado.

—¿Nos pedimos un martini?

—Prefiero no tomar nada más.

—Me estás evitando.

—Me estoy preservando.

—¿Y lo de la licencia? ¿Eso también es preservación?

—¿A vos qué te parece? No preguntes obviedades, Ernesto, por favor. Sí, me quiero alejar de vos, quiero hacer algo por mí, quiero cambiar, quiero proyectar otras cosas.

—Ya te perdí como pareja y te extraño demasiado. Ahora me hacés esto, me negás la posibilidad de verte todos los días.

Carolina sonrió de mala gana.

—Vos me podrías haber tenido como pareja si realmente hubieras querido darme ese lugar. Pero me relegaste al de una amante. Y yo ahora quiero otra cosa.

—Dale con lo de la amante, por Dios. La pasábamos bien, estábamos bien juntos.

—¿Vos estabas bien? Yo estaba como el culo. Siempre yendo a fiestas y a reuniones sola, como una viuda. Pasé mi cumpleaños sola mientras estabas resolviendo no sé qué historia nueva con Claudia. Dejate de joder, Ernesto… ¿Creés que no me dolió decirte basta? ¿Que no me duele dejar mi laburo, la seguridad de un sueldo fijo, el ir todas las semanas a La Colonia?

—Y yo soy el culpable de ese dolor —expresó con un dejo de resignación.

—No, Ernesto. No empecemos con las culpas. Yo acepté estas reglas y también tengo mi parte de responsabilidad. Pero no quiero seguir así…

Llegó el martini y Carolina terminó pidiendo otro para ella. Ya estaba claudicando, la bebida no le haría bien y tener a Ernesto tan cerca, tampoco.

—¿Creés de verdad que no te amo, que no me volvés loco? Hoy, cuando vi llegar al trastornado ese del médico…

—¡¿A Juan?! —Carolina sonó sorprendida.

—Sí, a Juan, porque desde que llegó a La Colonia, hace unos años, no parás de hablar de él.

—No metas a Juan en el medio, estás diciendo una estupidez.

—¿Por qué no? Es un tipo buen mozo, de carácter, combativo, como te gustan a vos. El tipo se cree el Che Guevara de La Colonia.

—Mirá, no sé qué historia armaste en tu cabeza. No hay otro hombre, ni Juan ni nadie. Acá hay un solo hombre: vos. Un tipo indeciso por el que llevo esperando unos cuantos años.

—¿Te olvidás de la enfermedad de Joaquín?

—¿Ahora metés a tu hijo? ¡Qué bajeza! Eso ya fue y en ese momento yo tomé distancia sin quejas ni reclamos. Pero cuando él se recuperó y volvimos, ¿qué? Todo igual que antes.

—Claudia es una mujer enferma también, inestable… No puedo divorciarme de la noche a la mañana.

—Entonces no hay nada más que hablar. Quedate arreglando los quilombos de tu casa, con tu hijo, con tu mujer, y dejame a mí hacer mi historia.

—Sos una mujer egoísta, Carolina.

—Es probable… Tal vez por eso estoy sola. —Tomó un trago grande del martini que recién llegaba a su mesa. Respiró

hondo y suplicó—: No terminemos mal, por favor, no es eso tampoco lo que quiero.

—No terminemos, entonces. Andá a Europa y cuando vuelvas, hablamos tranquilos.

—¿Vas a dejar a Claudia cuando vuelva? —Era la última esperanza que le quedaba.

—Sabés que no puedo, no por ahora. Joaquín es mi prioridad y dejarlo bajo el cuidado de su madre es casi como abandonarlo dentro de una jaula de leones. Tengo que resolver las cuestiones legales. —Ernesto bajó la vista apesadumbrado.

Carolina tuvo un sentimiento encontrado: por un lado, detestaba su falta de decisión y, por el otro, comprendía que estaba en una encrucijada. Sin embargo, debía pensar en ella.

Tomando coraje, se puso de pie y se fue hasta la barra a pagar la cuenta. Mientras estaba de espalda, sintió la mirada de Ernesto en su piel. Llevaba un vestido ceñido y corto que mostraba sus piernas, uno de sus mejores atributos. Pasaron unos minutos y él se dio por vencido. Dejó dinero en la mesa y se marchó. Carolina respiró, aunque la tentación seguía latente.

Se dispuso a pagar y a tomar lo último que quedaba en su vaso. Se debatía entre quedarse allí un rato más o salir como una loca hacia la calle, interceptarlo y pedirle que se fueran juntos para tener una última vez, esa mentirosa “última vez” que tantas veces se habían dicho.

Sin embargo, el destino decidió por ella. Una voz la alertó:

—No sabía que una chica Orson Welles tomara martini, en nuestros años eran solo cervezas o alguna sangría hecha con vino barato.

Hubiera reconocido ese modo, ese tono, esa voz, aunque tuviera noventa años.

Una mujer con alas

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