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CAPÍTULO 2

Lola,
sin Dolores


A Lola le hubiese gustado que Pablo la llevara a su primer día de trabajo, pero había viajado a Buenos Aires para hacer una capacitación. De todas maneras, estaba tan entusiasmada que nada podía atentar contra su buen ánimo. Dio unas cuantas vueltas por el gigantesco edificio estatal hasta que halló la oficina que buscaba. Era una sala pequeña, con tres escritorios.

—Hola, soy la nueva asistente social, Dolores Albariño —se presentó. Las dos mujeres estaban enfrascadas en una conversación que, según percibió, no tenía mucho que ver con lo laboral.

—Ah, ¿como estás? Soy Carolina Acosta, vos venís a reemplazarme a mí. —A Lola, la mujer le pareció encantadora. Le dio un beso y la invitó a que se sentaran para hablar un poco. La otra, en cambio, fue formal y algo distante:

—Hola, soy Leticia Mirabal.

—Mirabal, como las hermanas a las que mandó a matar Trujillo —agregó Lola con la intención de congraciarse.

—Siempre que me presento me dicen lo mismo. —Leticia sonó más molesta que halagada y volvió a concentrarse en su computadora. Lola intuyó que su comentario era una obviedad que no servía para congraciarse con su compañera. Habría deseado que la de la licencia fuera Leticia y no Carolina.

—Mirá, Dolores…

—Lola, todos me dicen Lola. Dolores es un nombre que suena triste, en cambio Lola es más… no sé, alegre.

—Sí, es cierto, Lola es nombre de mujer audaz —aventuró Carolina—. Te cuento que yo voy a venir hasta el jueves para ayudarte y comentarte un poco lo que hacemos en esta área. Te voy a dejar mi celular y mi mail para lo que necesites. El único problema es que el sábado me voy de viaje.

—¿Adónde? —consultó; quería aprovechar la buena predisposición de Carolina para hablar sobre algo más que trabajo. Recién ahora se daba cuenta de cuán sola y callada había estado durante todo ese tiempo.

—Me voy a España. Mis hermanas viven allá y llevo a mis viejos para que los vean. Ellos son un poco mayores y no pueden hacer semejante viaje solos.

—Mi hermano anda por Barcelona, trabajando de todo un poco.

—Está bueno para los jóvenes. Mis hermanas viven en Madrid, hace bastante ya. Están muy instaladas.

—Qué bueno. —Aunque a Lola le hubiera gustado continuar indagando más sobre la vida de Carolina, le pareció que no era correcto seguir preguntando, así que se decidió por una consulta laboral—: ¿Cuánto te tomás de licencia?

—En principio son seis meses, pero mi idea es ver si puedo extenderla a un año.

—En esta área trabajamos principalmente en la zona de La Colonia —agregó Leticia sin levantar la vista de su computadora.

—Escuché hablar de ese lugar.

—¿Vos no sos de acá, no? —sondeó Leticia con cierta desconfianza.

—No.

—Raro que te hayan dado esta suplencia, siempre el requisito es que sea gente que ya viene trabajando o que al menos conozca la zona. Pero, bueno, estos hacen lo que quieren… Ojo, no es nada contra vos —aclaró.

A Lola el comentario la incomodó. Sin prestar demasiada atención a la situación, Carolina prosiguió:

—La Colonia es una de las regiones más indigentes de la provincia. Está integrada por unos diez parajes. Nosotros trabajamos específicamente con ellos, es una población muy variada, rural. Ya te voy a explicar bien sus características socioculturales. Nuestra función es estar en contacto con las fuerzas vivas del lugar, en especial con el área de Salud. Vos receptás las necesidades que luego vas a trasladar a Leticia. Ella y Víctor, un compañero que hoy faltó, arman los informes, los presupuestos, y los elevan a nuestro jefe, Ernesto Sánchez Oribe. ¿Ya te lo presentaron?

—No, cuando llegué me dijeron que no estaba y me mandaron para acá —dijo Lola, quien no pudo ocultar su desi­lusión. Ella había imaginado un trabajo en el que podría hacer grandes cosas y, por lo visto, solo se trataba de enumerar necesidades. Carolina estaba por seguir, pero Lola la interrumpió—: ¿Yo puedo proponer proyectos?

—No, para eso hay un área de Planificación —Leticia fue tajante.

Carolina edulcoró la respuesta:

—Nosotros no podemos proponer mucho, pero a veces, muy cada tanto, respetan nuestras sugerencias. Igualmente, en La Colonia hay gente que hace cosas muy buenas y nosotros tenemos que tratar de conseguir que el Estado les otorgue los recursos para que ellos puedan desarrollar sus iniciativas.

—Claro, debemos acompañar esos dispositivos de intervención. —Lola se esforzó por sonar técnica, no le gustaba cómo la miraba Leticia y quería demostrarle que no era una acomodada, sino alguien que conocía del tema—. Y esas fuerzas vivas, ¿quiénes son?

—Es complejo. Por un lado, hay dos médicos que trabajan en dispensarios desparramados por los parajes. Ellos tienen un consultorio central en Jacinta, que es el pueblito principal, y cuentan además con una ambulancia móvil. Lo que hacen a nivel salud es muy básico, cuando las cosas se complican, tienen que trasladar a la gente a hospitales aledaños. También hay algunos grupos religiosos, una ong que se dedica a la promoción de las mujeres, también una unidad regional que trabaja con infancias, adolescencias y familias, algunas escuelitas rurales y varios proyectos a cargo de artistas o movimientos que se acercan para cuestiones puntuales.

—Contale lo de la fundación —agregó Leticia, ahora enfrascada en unas carpetas rebasadas de papeles.

—Ah, sí. Hace poco se instaló allí una fundación, pero tiene ciertas diferencias con los referentes sociales que te nombré. Nosotros debemos mediar entre ellos. —Miró hacia los lados y dijo en voz baja—: Tenemos que tratar de integrar a la fundación porque están medio acomodados con el gobierno.

Lola se puso incómoda. Le molestaba tener que ocultarles a sus compañeras de trabajo la relación entre su pareja y el ministro. Pero así se lo había solicitado Pablo y ella, pese a que no era afecta a obedecer, en ese punto decidió respetar su pedido.

—¡La fundación es una pantalla! —Leticia no era tan discreta como Carolina; no hablaba por lo bajo, sino que vociferaba—. Un montón de viejas chetas, esposas de funcionarios o con ínfulas de políticas tardías, que quieren hacer cosas en favor de la mujer. Cosas muy del siglo xxi además: enseñarles a coser, a bordar… y en lo posible a no abrir la puerta ni menos aún salir a jugar.

Carolina se rio, Lola también.

—Pará, Leti, que la vamos a aturdir a esta pobre chica.

—Hasta ahora vamos bien, entiendo todo. Una duda: ¿cómo relevamos las necesidades?

—¿No te dijeron que tenés que viajar una vez por semana a La Colonia? —Leticia volvió a su modo áspero.

—No. —Lola sintió que el puesto le empezaba a gustar.

—Quedate tranquila, que es dentro del horario laboral —le aclaró Carolina—. La Colonia queda a unos noventa kilómetros. El camino es complicado, así que son casi dos horas de viaje. Salimos a las ocho, llegamos allá cerca de las diez. Te juntás con la gente en el dispensario; esas reuniones duran hasta el mediodía. Recorrés un poco y a las dos te estás volviendo.

—Pensé que el trabajo era hasta las dos de la tarde.

—Todavía no empezaste y ya estás con reclamos gremiales… Me empezás a caer mejor —bromeó Leticia.

—No, no es eso, solo que no sabía…

—Tranquila, para compensar, el viernes te dejan salir dos horas antes, te vas a las doce —dijo Carolina.

El resto de la mañana fue para leer carpetas, balances, informes y ver algunos detalles técnicos. Ese día no pudo conocer a su jefe, pero al regresar a su casa se sintió feliz.

Recién el martes se presentó el tal Ernesto Sánchez Oribe. No era como lo imaginaba. Pensaba encontrarse con un hombre viejo y, en cambio, quedó impactada ante el porte de un tipo de unos cuarenta y cinco años, muy buen mozo, impecable, formal y con un perfume de los buenos.

Fue cordial y dijo algo que Lola no terminó de dimensionar: “No va a ser fácil reemplazar a Caro, pero intuyo que vas a andar bien”. Carolina lo fulminó con la mirada. No era la forma en la que una empleada observaba a su jefe, menos aún si este la estaba halagando. Algo raro había entre ellos, podía notarlo.

De Leticia supo que era psicóloga social y de Víctor, que era contador. “Víctor falta mucho, tiene problemas con su hijo”, fue todo lo que le dijo su compañera.


Por fin había llegado el miércoles. Salió del trabajo feliz y a las seis partió rumbo al aeropuerto a buscar a Pablo. Cuando lo vio bajar, no pudo evitar sonreír. En cuanto traspasó la puerta, se lanzó a sus brazos. Lo besó y él le respondió con el mismo fervor.

—¿Cómo te fue? —preguntó ella.

—A mí, bien, pero vos contame cómo te fue.

—¡Genial! —Lola detalló todo y dejó para el final lo de los viajes semanales a La Colonia.

—Mi primo no me comentó nada de eso.

—Pero recupero las dos horas extras saliendo los viernes más temprano —se justificó ella.

—Bueno, fijate. Si se te hace muy pesado, podés dejarlo.

—Por favor, Pablo, ni que fuera un trabajo tan duro…

Esa noche programaron una cena romántica. Fueron a un restó, comieron pescado, bebieron un buen vino y luego caminaron un rato, tomados de la mano, hablando de todo un poco.

Al llegar a la casa, Pablo le dijo en tono lujurioso: “¿Tenés proyectos para lo que resta de la velada?”.

Ella no tuvo que responder. Devoró sus labios con tal ímpetu que en pocos minutos acabaron en la cama.

Después de tres meses, Lola volvía a sentirse plena.

Una mujer con alas

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