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CAPÍTULO 5 Aprendizajes

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Al reencontrarse con sus hermanas, Carolina corroboró aquello de que a veces se solía idealizar la vida ajena, en especial cuando no se estaba bien con la propia. Más allá de la felicidad que le produjo compartir con ellas y ver a sus padres tan entusiasmados con el viaje, observar sus realidades de cerca le ayudó a poner en valor su existencia.

Luisa, que en las fotos parecía tener la familia soñada, con un marido elegante y dos niños perfectos e intelectuales, se la pasaba trabajando todo el día. El trato con su pareja era de una frialdad espeluznante y sus sobrinos, aunque brillantes, parecían dos adultos en miniatura. Maribel, con trece años, no reflejaba ni una pizca de las rebeldías propias de esa edad, y Teo, con ocho, parecía un muchachito de los que trabajan en Wall Street. Se sorprendió cuando una tarde, jugando al Juego de la Vida, expuso una serie de planteos sobre el uso e inversión del dinero que eran impropios para alguien de su edad.

En cambio, su otra hermana, Carmen, estaba sumida en una constante preocupación. La crisis de España los había afectado económicamente. Ella había optado por el silencio y la sumisión, mientras Ricardo, su marido, ordenaba y decidía cual jeque árabe. Un día llegó a su casa a media tarde y era un caos. Tres niños de seis, cuatro y dos años pueden ser algo peor que un ataque de los tártaros. Trepaban a las mesadas, desparramaban juguetes, se peleaban, ensuciaban pisos y paredes, y la pobre Carmen era como un pulpo tratando de hacerse cargo de una situación que se le volvía inmanejable.

Sintió un poco de pena por ella. Estaba al borde de un ataque de nervios, del llanto, de todo. Obviamente que en medio de esa especie de guerra civil era imposible mantener un diálogo. Avanzaban con un tema y en el medio aparecían frases como “basta, no peleen”, “bajen de ahí”, “quiero hablar con mi hermana, no la veo nunca”, “no me faltes el respeto”, etcétera.

Así fue como una mañana, mientras caminaba por la ciudad, Carolina aceptó que su vida era bastante mejor de lo que creía. De todas maneras, debía admitir que su euforia, en parte, se debía al encuentro que había tenido en la fiesta de despedida. El recuerdo se le vino de inmediato: estaba pensando en la estúpida idea de “la última noche juntos con Ernesto”, cuando una voz del pasado —quizá de la mejor etapa de su pasado— borró las intenciones. Era Diego, el Diego de la juventud, el de la banda, ese primer gran amor que nos hace creer que el mundo es un sitio perfecto en el que solo bastan dos personas.

Se habían conocido a los catorce años y a los dieciséis se pusieron de novios. Siempre lo había querido, desde el primer día. Al principio forjaron una extraña amistad de canciones, histeriqueos y confidencias. Él siempre estaba rodeado de chicas, un muchacho adolescente que tocaba la guitarra ya tenía ganada la mitad de la conquista. Ella estudiaba canto y por eso —junto con otros que se dedicaban a la batería y al bajo— formaron Los Orson Welles, un grupo de covers. Aunque eran chicos, tocaban en las fiestas de los colegios y en alguna otra movida juvenil. En la zona se hicieron más populares que los Rolling.

Luego, llegó el frenesí del noviazgo y, a los pocos meses, el final. Él era el típico picaflor y la engañó con Guadalupe, que además era su amiga. No la perdonó jamás y su mayor alegría, aunque ahora le diera vergüenza admitirlo, fue cuando luego Diego engañó a Guada con otra, y a esa otra con otra, y así indefinidamente.

Diego era el chico popular del pueblo. Se terminó la banda y entre ambos quedó una incipiente e incómoda relación. Incluso más de una vez intuyó que una de sus motivaciones para mudarse a la ciudad fue el no querer verlo más. Siempre tuvo la certeza de que a él le dolió su partida. A los dos o tres años Diego se mudó también, pero casi nunca se cruzaron. Solo un par de veces. En esos encuentros intercambiaron teléfonos. Ninguno de los dos lla­mó. Poco a poco fue quedando solo el recuerdo de esos años… Sin embargo, encontrarlo esa noche fue movilizador. Tal vez porque estaba sensible, tal vez porque aparecía en el momento indicado.

No se dijeron mucho. Él hizo un chiste sobre que ahora tomaba martini y no cerveza o sangría barata. Y Caro retrucó diciendo que por lo visto él no cambiaba sus gustos, mientras hacía un gesto elocuente hacia las dos jovencitas que lo esperaban en una mesa. “Son artistas, tienen una banda y quieren que les produzca un show”, se justificó. Hicieron un breve recorrido por sus vidas. Ella le contó que acababa de romper con su pareja (sin dar demasiados detalles) y él le confesó que se había separado de su esposa hacía más de un año.

Diego se dedicada a producir bandas chicas y tenía dos pubs. Sacó una tarjeta y le dijo: “Espero que me llames esta vez”. Caro sonrió y le explicó que se estaba yendo de viaje. “Entonces a la vuelta”, insistió él.

Se marchó diciendo que los años le sentaban. Ella estuvo a punto de hacerle un chiste sobre su estado físico, pero lo cierto era que se mantenía bien, demasiado bien.

Durante el viaje, Ernesto la había llamado en varias oportunidades y le había mandado mensajes por WhatsApp, pero ella no respondió ni a unos ni a otros.

Un impulso la hizo apretar su cartera. En el bolsillo interno había guardado la tarjeta de Diego.


Estaba ansiosa. No sabía qué esperar de La Colonia, aunque le fascinaba la idea de salir de la oficina. Leticia no era demasiado comunicativa y Víctor comunicaba demasiado, solo que todo en clave de drama. En pocos días le había contado que tenía un hijo de dieciséis años que había dejado los estudios varias veces y que se le escapaba durante días enteros de la casa, que su mujer no estaba bien de salud, que su hija menor solía quedarse todos los fines de semana en lo de la abuela porque evitaba estar con ellos y unas cuantas otras cosas. A Lola le gustaba escuchar a la gente, pero intuía que Víctor era de los que giraban alrededor de círculos enfermizos.

Era un miércoles radiante, aún estaba cálido. Su chofer resultó ser un hombre de una alegría desbordante, la antítesis de Víctor. Se llamaba Oscar, tenía siete hijos, tres nietos, hablaba maravillas de su mujer y de todo lo que lo rodeaba. “Es la felicidad de la gente simple”, habría dicho su madre. Ahora entendía a qué se refería.

Al llegar, se sorprendió. El primer paraje al que arribaron en La Colonia era una larga calle de tierra con algunas casitas, una iglesia, una escuela, un almacén, el dispensario y un puesto pequeño que rezaba “Comuna y Policía”. Todos en el trabajo decían que era una región grande con muchas necesidades y habitantes, y ella, como buen bicho de ciudad, se preguntada dónde diablos vivía la gente y a qué se referían cuando decían “grande”.

—Bajamos acá primero, porque hoy la doctora anda por estos lados. Si no, cualquier cosa la llevo después para Jacinta, ¿quiere? —consultó Oscar. Lola asintió sin entender muy bien qué le decía.

Mariana salió a recibirlos con una sonrisa.

—¡Bienvenida! Llegaron temprano.

—No había nadie en la ruta —explicó Oscar.

—Vení con nosotros en el auto hasta Jacinta. De paso, conocés un poco y te voy comentando el informe de esta semana.

Lola estaba mareada, tanto que ni siquiera recordaba todas las instrucciones de lo que debía hacer. Miró a Oscar en busca de ayuda:

—Vaya con ellos, que yo la sigo.

Subió al coche que manejaba Lucio, el esposo de la doctora.

Mariana la sacó de su aturdimiento.

—¿Traés las planillas? Hay mucho para llenar… Necesitamos urgente unas cuantas dosis de vacunas contra la gripe.

—Ay, me dejé la carpeta en el otro auto, pero tengo una agenda; voy tomando nota y después lo paso, ¿puede ser?

—Está bien, pero para que lo tengas en cuenta, siempre llevá las planillas con vos.


Lola había menospreciado lo que era La Colonia. Al meterse por unos estrechos senderos, aparecían casitas sencillas, algunas extremadamente sencillas y otras tantas viviendas que bien podían definirse como absolutamente precarias.

Los paisajes podían cambiar, tal vez el clima, la flora, la fauna, el relieve, pero las postales de la marginalidad siempre se parecían. Niños descalzos o con zapatillas estropeadas correteando a la deriva, madres y abuelas cargando racimos de infancia, ropas viejas y averiadas, de esas que suele donar la gente con la convicción de que está haciendo un gran acto de caridad. “Si no lo podemos usar nosotros, ¿qué nos hace creer que el resto de la gente sí?”, solía decirles su madre cuando ella y sus hermanos querían regalar calzados con las suelas destrozadas o remeras agujereadas.

Mariana hablaba con su marido y con Lola alternadamente. Con él se quejaba de que no habían llegado los subsidios para las cooperativas de las mujeres, del desastre que eran

los caminos y de cómo se estaba secando el arroyo Marapacho. Con ella insistía en que debían armar con urgencia una campaña de vacunación para la gripe.

—Estamos casi en abril y, si no nos apuramos, vamos a tener problemas. Acá los niños y los viejos sufren muchas enfermedades bronquiales.

Después le comentó que tenían unos diez casos que debían trasladar a la ciudad para hacer estudios de alta complejidad que no les autorizaban, y así siguió con muchas otras cosas.

Lola sintió pavor. No entendía cómo esos reclamos iban a solucionarse en oficinas donde los jefes no estaban nunca, donde había muchísima gente inoperante, y donde las cajas y los archivos rebasaban de papeles que nadie leía.

Supuso que esa sería su responsabilidad: lograr que las cosas se agilizaran.

Llegaron a Jacinta, un pueblo un poco más grande que el anterior. Mariana se sentó junto a ella en el banco de una plazoleta y en cuanto llegó Oscar, buscó la carpeta para que ambas avanzaran con las planillas.

Una mujer se acercó, saludó con una sonrisa desdentada y les obsequió un pan casero, calentito. Mariana midió su reacción. Tal vez esperaba alguna incomodidad de parte de Lola, pero no. Ella lo comió con gusto.

El pan estaba exquisito. A veces las comidas toman un sabor especial según el lugar en el que se comparten. Adoraba el mate cocido de los campamentos scout y sin embargo

odiaba tomarlo en su casa. Esas cosas extrañas que tienen el hombre y sus circunstancias.

Mariana le dijo que se iba a una comuna cercana, que aprovechara para quedarse allí a terminar con los papeles. “Cualquier cosa, Juan está en el dispensario del frente”, remarcó.

Quedaron que cerca de la una regresaría para compartir el almuerzo y ultimar detalles.

Lola empezó a buscar algún lugar para comprar agua fría. Ahora entendía por qué Mariana y su esposo andaban con sus botellitas a cuestas. No sobraban los kioscos en Jacinta.

Cruzó la calle y antes de entrar al dispensario, vio llegar a una familia en un carro tirado por caballos. La mujer llevando las riendas, tres niños con la piel bronceada y el pelo aclarado por el sol y un hombre con la mano envuelta en un trapo lleno de sangre.

Guardó los papeles en la carpeta, le pidió a Oscar que llevara todo al auto y se lanzó a preguntarles si necesitaban algo.

La mujer explicó que su esposo se había cortado mientras estaba aserrando. Y si bien Lola no era de las que se descomponían con facilidad, tanta sangre mezclada en un trapo sucio le revolvió el estómago.

Los ayudó a bajar, les pidió que esperaran afuera con los niños e ingresó al dispensario pidiendo a los gritos por el doctor Juan. Se sintió una estúpida, primero, por no saber el apellido del médico y, segundo, porque el dispensario

era un sitio pequeño en el que no había razón para entrar gritando como si se tratara de un nosocomio gigante.

Juan apareció en medio de una fila de personas que lo esperaban, le hizo unas preguntas al hombre, este respondió a media voz y entonces le indicó:

—Pedile a la gente que salga un rato, que despejen el lugar. Lavate las manos, ponete ese alcohol en gel que está ahí y entrá al consultorio, voy a necesitar tu ayuda ahora que Mariana no está.

Lola quiso decirle que de medicina no sabía nada, pero no hubo tiempo para explicaciones. Hizo lo que le había indicado, mientras le afloraba un egoísmo superfluo. Lo primero que pensó fue que seguramente se mancharía su remera de color natural. Hasta tuvo el tupé de preguntarse, en lo más profundo de su ser, si la sangre saldría con facilidad o si tendría que llevarla a una tintorería… Movió la cabeza de un lado al otro como para borrar esas estupideces.

La máquina había mordido la carne de la parte frontal del brazo. Juan trabajó con una concentración increíble. No tenía muchos elementos, pero fue limpiando, observando y cosiendo con serenidad y palabras tranquilizadoras hacia el paciente que estoicamente soportaba el dolor. “No tengo anestesia”, le había dicho. “Haga tranquilo, doctor, yo aguanto”.

El hombre era de los que habían aguantado tanto en la vida que una sutura no era problema. Ese aguante se le notaba en los surcos de la cara, en la hondura de sus ojos, en las manos ajadas y en la piel curtida y seca.

Lola pasaba gasas, alcohol, tiraba lo usado y cada tanto le preguntaba al hombre si quería agua. Este negaba con la cabeza y volvía a aguantar. Se le vino a la cabeza el tema de Calle 13: “Nacimos para aguantar lo que el cuerpo sostiene, / aguantamos lo que vino y aguantamos lo que viene”.

Pasaron casi cuarenta minutos. Juan le dio unos remedios, una caja de gasas y unas cuantas indicaciones. “A cuidarse”, fue la última recomendación.

Lola estaba muda, no lograba salir de su estupor.

—Lo hiciste bien —le dijo Juan, mientras tomaba agua de una botella pequeña con una fruición que jamás había visto antes, solo en las películas.

—Pobre hombre…, y sin anestesia. ¿Cómo es eso de que no hay anestesia?

—Hay, pero poca. Tenemos que cuidarla para casos extremos.

—¿Y este no lo era?

—No, tratamos de dejarla para los niños, los ancianos...

—Parece el Titanic; mujeres y niños primero.

—Al menos el Titanic se hundió en medio de lujos y violines resonando… Esta gente se hunde sin saber por qué y sin haber conocido nada mejor —el doctor sonaba desalentado.

Ella estaba por decirle que era pesimista, pero se quedó en silencio. Había sincero abatimiento en su rostro.

—¿Ya tenés todos los pedidos listos?

—Sí —respondió, aunque rápidamente se retractó—. No, voy a sumar anestesia.

Él sonrió y esa boca volvió a impactarle. Para preservarse no quiso mirarlo más y dirigió sus ojos a la puerta.

—Había bastante gente esperándote —señaló.

—Sí, ya lo sé. Me lavo un poco y los hago pasar. Deciles que entren, el sol está fuertísimo.


Llegó la hora del almuerzo. Para Lola habían vivido toda una aventura, pero para Juan, Mariana, su esposo e incluso el chofer no era nada demasiado relevante. Ellos habían llevado su vianda con comida; Lola, nada. A su favor, debía decir que nadie se lo había advertido.

Juan se sentó a su lado:

—Sacá, hay milanesas de sobra —le ofreció.

—No se me ocurrió traer…

¿Qué pensaba? ¿Qué iba a Río de Janeiro y que seguramente al mediodía encontraría algún barcito de mala muerte para picotear algo como si se tratara de la avenida Atlántica? Se sintió una estúpida.

Aceptó la generosidad de Juan y se sirvió una milanesa.

—Gracias. Para la próxima…

—No hay problema —respondió sonriendo. Ambos se dieron cuenta de que había algo extrañamente íntimo en eso de compartir la comida, pero ninguno hizo alusión al hecho.

Mariana firmó todos los pedidos y, antes de marcharse, Lola le comentó lo de la necesidad de contar con más dosis de anestesia. La doctora no dijo nada al respecto, solo volvió a lo que realmente le preocupaba: “Vos insistí con lo de las vacunas y el traslado de esa gente que necesita los estudios de alta complejidad, nos vemos en quince días”.

Antes de irse, Juan la despidió con una pregunta:

—¿Qué hacés metida acá, nena? —No comprendió si lo de “nena” era algo despectivo o una pose de conquistador. Cualquiera fuera la razón, ese “nena” no le gustó.

—Lo mismo me preguntaba hace un rato, mientras te veía rodeado de toda esa gente. ¿Qué hacés metido vos acá?

—Soy médico.

—Y yo, asistente social… Y no soy “nena”, estoy grandecita para que me llamen así.

Se fue con paso firme. Supo que él la miraba. Supo también que sonreía. Supo que darse vuelta para enfrentar esos ojos sería una audacia. Supo, aunque no lo quisiera admitir, que estaba metiéndose en problemas.


Miró una y otra vez la vidriera de la joyería. ¿Qué podía llevarle a Leticia para el aniversario? Últimamente no le acertaba con los regalos. Había dos opciones que nunca fallaban: un anillo o un perfume. Lo cierto era que para otro anillo ya no le quedaban dedos disponibles y el perfume carecía de sorpresa. Hacía más de treinta años que usaba la misma fragancia: Chanel Nº 5. Él le decía “Mi Marilyn”…

Mi Marilyn… Se habían conocido en una toma de la facultad. Los dos eran estudiantes y los dos querían sacar del medio a esa fuerza represiva que, aun con la llegada de la democracia, seguía impregnada en las aulas. Se hablaba de “los topos”. Todavía había miedo, todavía había amenazas, todavía existían esos mecanismos que había legado la dictadura. Ese día charlaron muchísimo. Y desde entonces, empezaron a encontrarse “de casualidad”. No era fácil encontrarse en esa ciudad universitaria, pero él solía cambiar su trayecto solo para buscar la manera de cruzarla.

Los dos venían de la misma ciudad, aunque jamás se habían visto antes. Luego, el destino los unió en otra donde decidieron construir su futuro juntos. Eran demasiadas coincidencias. Después, vinieron todas las demás. Él no podía quitarle los ojos de encima a esa colorada cuyas curvas eran una perdición para sus pasiones juveniles. En una asamblea tomó la palabra y lo conquistó. No tardó en apoyar su moción. Días más tarde, salieron a una peña, cantaron a viva voz “Cambia, todo cambia”… Y de ahí se fueron al departamento de un amigo. Era un sucucho, pero para ellos fue suficiente para amarse por primera vez. A Alberto le sorprendió su modo libre y entregado, ella le confesó que había estado antes con otro chico. Días más tarde, Alberto lo conoció: un fanfarrón que se jactaba de haber tenido una “historia con la Colo”. Él lo puso en su lugar. Nunca más se vieron, nunca más se enfrentaron.

Leticia vivía en una residencia para chicas y Alberto no tardó en buscar un laburo para alquilar un monoambiente minúsculo.

Desde entonces, ambos supieron que esa relación sería para siempre… Sin embargo, los últimos años habían puesto en jaque aquella certeza.

Últimamente se parecían a esos amigos que fueron alguna vez inseparables y que, cuando se reencontraban después de largo tiempo, ya no tenían en común más que aquel pasado.

Pero Alberto se resistía y buscaba la manera de construir algún camino para volver a ella. Lo que no tenía muy en claro era si esa Leticia de la que alguna vez se había enamorado seguía viva en esta Leticia de ahora.

Volvió a la vidriera. “Anillo, mejor no”, se dijo. Caminó unos pasos hasta una perfumería cercana. Pidió un Chanel Nº 5. Mientras le armaban un envoltorio precioso, Sabina cantaba de fondo “Amor se llama el juego”.

Una mujer con alas

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